Locura: o una desesperación total. De cualquier modo no podían regresar. A su espalda estaba Reif y la amenaza de confinamiento; y, lo que era peor, Carlaze, capaz de remover cielo y tierra si era necesario con tal de asegurarse de que Índigo y Veness no volvieran a verse en el mundo de los vivos. Una situación horrible e imposible de enfrentar. No podían regresar y, sin embargo, ¿cómo seguir adelante?
Entonces, entre la aullente oscuridad les llegó un sonido que no era una de las innumerables voces de la tormenta. Una llamada ronca y autoritaria, medio gruñido, medio gemido, resaltando entre el rugido de la tormenta. Venía de algún lugar delante de ellas y a la izquierda: Grimya se puso rígida, las orejas echadas hacia adelante, Índigo se volvió, tambaleándose en medio de la galerna, mientras intentaba ver en la oscuridad.
El tigre surgió de la noche como un espectro, pálido y reluciente entre los remolinos gris plata de la nieve. Avanzó silencioso hacia Índigo, sus ojos como dos faros dorados iluminados por un resplandor interior. Levantó la cabeza y vio sus blancos colmillos, la nube enloquecida de su aliento que se desparramaba, cuando volvió a gritar. Y en ese mismo instante la sorprendida voz de Grimya penetró en su mente.
«¡Indigo, oigo lo que nos dice! ¡Dice: seguidme!»
El tigre agitó otra vez la cabeza como si quisiera confirmar lo dicho por la loba y lanzó el sonido que Índigo ya había oído otras veces; el casi dulce ronroneo que, ella sabía, significaba que no había nada que temer. No obstante, la llamada estaba cargada de agitación, de apremio; como si el tiempo fuera lo más importante.
Gritó al enorme felino:
—¿Se trata de Veness? Por favor..., ¿es Veness?
La ventisca se llevó su voz, pero el tigre debió de oírla o al menos percibir lo que pensaba, porque alzó el enorme hocico, con el pelaje del cuello alborotado por el viento, y abrió de nuevo las mandíbulas para lanzar un ronco bramido.
Era confirmación más que suficiente, Índigo avanzó dando traspiés hacia el felino y, por puro instinto, extendió el brazo. Sus dedos se cerraron sobre el espeso pelaje del lomo empapado por la nieve y, al instante, sintió cómo los enormes músculos se tensaban al volverse la criatura en dirección a la noche. Grimya corrió a su lado, apretándose contra ella, y el tigre se puso en marcha.
Su avance entre la ventisca parecía tan irreal como un sueño. El tigre se movía por la nieve al parecer con gran facilidad, mientras Índigo avanzaba a trompicones tras él, y Grimya, trabajosamente a un paso de distancia, Índigo no sabía adonde las llevaba el animal —pensó que no era en dirección al bosque aunque, en la oscuridad, con aquella nevada y el viento rugiente era imposible estar seguro de nada—, pero lo siguió, cegada por la tormenta, sabedora de que sólo podía confiar en su guía. En ocasiones perdía el equilibrio y caía a cuatro patas sobre la humedad helada y blanca del suelo. En esas ocasiones notaba la presencia de los dos animales que se apretaban contra ella y le ayudaban con sus cálidos cuerpos a levantarse de nuevo. El aliento, de la loba y el tigre, se mezclaban sobre su rostro entumecido y helado. Su fuerza era un poderoso contrapeso a la fragilidad humana y, mientras escuchaba y respondía a los ansiosos mensajes de ánimo de Grimya, sentía también que la mente del tigre gigantesco se infiltraba en su propia conciencia instándola en silencio a seguir adelante. De vez en cuando, fluctuando entre la realidad y el ensueño, perdida totalmente la noción del tiempo, advertía que las tres mentes se fundían en una, y el extraño trío se fusionaba en una sola entidad que batallaba contra los elementos.
Hasta que, en medio de la noche salvaje, vio al espíritu. Una figura blanca, tambaleante, que daba traspiés igual que ella misma, pero sin compañeros que la protegieran y ayudaran. Y, transportado por el viento, le llegó un grito, un aullido, como si la ventisca hubiera dado vida a algo situado más allá del mundo mortal y lo hubiera enviado a vagar por las llanuras.
Grimya y el tigre se detuvieron al instante. La cabeza. rayada y la cabeza gris leonada se alzaron bruscamente para observar y averiguar. Entre sus pestañas cubiertas de hielo Índigo vio que el espíritu avanzaba en zigzag como un borracho, y, aturdida por el cansancio y el ataque de la tormenta que le embotaba los sentidos, su cerebro estableció una conexión inmediata e ilógica. Recuperó la voz aunque tenía la garganta irritada por el frío, y gritó con todas sus fuerzas:
—¿Moia? ¡Moia!
El fantasma dio una violenta sacudida. Un agudo chillido inhumano hendió la noche y, en el mismo instante en que se daba cuenta de su tremendo error, en el mismo instante en que la verdad la golpeaba como un puñetazo, la figura cargó.
La vio con claridad durante un segundo espeluznante. Sus ropas estaban desgarradas y convertidas en jirones que le ondeaban alrededor del cuerpo como los andrajos de un sudario largo tiempo enterrado, y sus cabellos flotaban como humo en la galerna. El rostro que coronaba el fuerte armazón era una pesadilla viviente: sin la protección de ningún abrigo, su piel había adquirido un horrible color gris azulado, y sus labios color arcilla y los dientes amarillentos estaban salpicados de sangre y saliva. También había sangre en su rostro, allí donde las uñas rotas habían producido profundas hendiduras en las mejillas.
Y los ojos le brillaban como estrellas, más allá de toda señal de humanidad, más allá de toda comprensión, más allá, mucho más allá de cualquier esperanza de cordura. El conde Bray chilló otra vez, y el chillido se intensificó hasta convertirse en un gran rugido de agonía y furia loca. En su mano izquierda centelleaba el escudo maldito, el disco emanaba una luz fantasmal como una luna terrestre; en su mano derecha, el hacha zumbaba en el aire, describía un arco, giraba cada vez más deprisa, hipnotizando a Índigo mientras sus ojos, atraídos por la mortífera y revoloteante mancha, no veían más que plata, plata..., plata, y su propia Némesis.
CAPÍTULO 16
El grito enloquecido del conde Bray quedó ahogado por un ensordecedor rugido. El tigre de las nieves saltó para colocarse entre Índigo y la demente figura que se acercaba. La joven se vio arrojada a un lado y el hipnótico hechizo de las mortíferas armas plateadas se hizo pedazos en el momento en que ella caía al suelo.
—¡No! —Recuperado el juicio, Índigo rodó, escupiendo la nieve antes de poder aullar con toda la potencia de sus pulmones—: ¡No te acerques a él, no lo intentes!
El tigre estaba medio agazapado para saltar, las orejas planas contra la cabeza, la cola balanceante. Rugió por segunda vez, el conde Bray se tambaleó hacia atrás, gritando como un alma en pena, cuando una garra gigantesca acuchilló el aire frente a él. Grimya se había colocado también junto al tigre, gruñendo enfurecida y, por un instante, algo parecido a la cordura parpadeó como un fuego moribundo en los enloquecidos ojos del hombre. El aullido se transformó en un gemido jadeante y baboso, y se quedó inmóvil, el hacha alzada sobre su cabeza, pero paralizada; el escudo centelleaba cargado de malignidad. No podía hablar (Índigo tuvo la terrible sensación de que el pobre hombre había olvidado cómo hacerlo), pero su boca colgaba desencajada y babeante como la de una patética criatura idiota; la embargó una profunda piedad al ver en lo que se había convertido; la vieja maldición lo había transformado en la caricatura de un ser humano.