Por un momento pareció que la mirada del conde y la del tigre de las nieves se encontraban; entonces los ojos del hombre se volvieron vidriosos al apagarse en su cerebro aquella chispa de razón. Su boca se contrajo en una mueca demente... De improviso se dio la vuelta, hundiendo una de sus botas con fuerza en la nieve y, con un aullido ensordecedor, salió corriendo en medio de la tormenta, gritando, riendo, sollozando mientras se perdía de vista.
Un estertor surgió de los pulmones de Índigo, que se arrodilló con dificultad mientras Grimya corría hacia ella.
—¡Grimya! —Abrazó con fuerza a la loba, luchando por superar la conmoción que le había producido todo aquello—. ¡Oh, dulce Madre, pensé que nos haría pedazos!
«¡No se atrevió a enfrentarse al tigre!» Grimya lamió el rostro de Índigo. «¡El tigre nos ha salvado de él!»
—Fuis... —El aire helado acuchilló sus pulmones y empezó a toser violentamente, luego cambió a la comunicación telepática. «¡Fuisteis los dos tan valientes...!»
«No me detuve a pensar, Tenía miedo., pero el tigre me dio valor.»
Se percibía sorpresa tras las palabras de Grimya. Índigo hundió el rostro en el frío y húmedo pelaje del animal.
«Nos ha dado valor a las dos, cariño. Tenemos una gran deuda con él.»
Antes de que Grimya pudiera replicar, un retumbo enfurecido hizo que ambas levantaran la cabeza. El tigre se encontraba a unos pasos de distancia, tenso, la cabeza alzada, la cola agitándose nerviosa todavía. Al percibir que lo miraban volvió la cabeza hacia ellas y les mostró los colmillos con un gruñido inquieto, luego desvió rápidamente la cabeza.
«Percibe algo más», explicó Grimya. Alzó las orejas para escuchar, luego meneó la cabeza, desilusionada. «No puedo olería. El viento es fuerte; lo tenemos en contra.» Y dio un respingo cuando de repente el tigre volvió a rugir, lanzando un furioso desafío. Sus músculos se pusieron en tensión y salió disparado en persecución de algo que sólo él podía ver u oler. Consternada, Índigo se
puso en pie a duras penas, mientras gritaba:
—¡Espera!
Pero el tigre no le prestó atención y, en cuestión de segundos, se había desvanecido.
«¡Rápido!», la instó Grimya. «¡Sigamos sus huellas..., no podemos arriesgarnos a perderlo ahora!»
Y desapareció en pos del felino, Índigo corrió tras ella dando tumbos, resbalando, hundiéndose en la nieve, en pos de las profundas huellas que ya empezaban a cubrirse y desaparecer a medida que la nieve caía sobre ellas. En medio del rugido de la tormenta le llegó de nuevo el del tigre; y de repente le llegaron otros ruidos, débiles y apenas audibles como si provinieran de muy lejos... El frenético ladrido de perros.
Grimya se detuvo en seco.
«¡Indigo! Creo...»
Un nuevo rugido del tigre la hizo callar, y sus orejas se irguieron hacia adelante. Antes de que Índigo pudiera reaccionar, la loba saltó a toda velocidad, Índigo avanzó pesadamente tras ella, gritando su nombre. Y entonces vio el bulto oscuro algo más allá.
—¡Grimya! —Su voz se quebró, rechinante—. ¡Grimya, ten cuidado!
Pero Grimya estaba demasiado excitada para prestar atención a la advertencia, y su frenético comunicado retronó en la mente de Índigo.
«¡Son ellos, es el trineo! ¡Indigo, los hemos encontrado!» Y aulló su alegría en voz alta mientras los gritos de los perros redoblaban, frenéticos, con más intensidad.
Para no perder el equilibrio, Índigo balanceaba los brazos mientras resbalaba sobre el hielo en dirección al trineo. Podía ver ya a los perros, todavía sujetos al trineo, saltando y brincando en una confusión de cuerpos peludos, pero no hicieron intención de correr hacia ella. Y entonces descubrió por qué.
El perro guía, un enorme animal negro y el mejor de las perreras de los Bray, yacía muerto entre los arreos, su sangre teñía la nieve. Tenía los ojos abiertos pero velados, y la mandíbula desencajada, paralizada en un gruñido de agonía. De su costado, atravesando el magnífico pelaje justo debajo del hombro y hundida hasta el corazón, sobresalía el asta de acero de una saeta de ballesta.
Índigo sintió la fría y potente garra del miedo cerrarse a su alrededor.
—No... —murmuró—. ¡Oh, no..., no...!
Los seis perros supervivientes ladraron su alegría y alivio al verla, intentando llegar hasta ella pero inmovilizados por el adiestramiento que les impedía abandonar su lugar si no recibían la orden del jefe de la jauría, Índigo miró frenéticamente a su alrededor en busca del tigre, pero éste se había desvanecido. De inmediato volvió su atención al trineo. Algo se movía en su interior, algo que yacía entre el montón de pieles apiladas dentro de él. Índigo se abrió paso entre la nieve, sujetándose a los patines del trineo para detenerse y no resbalar. Miró al interior, y sintió que una irresistible sensación de náusea le subía por el estómago.
—¡Veness!
Estaba acurrucado en el fondo del trineo, intentando cubrirse con las pieles que lo rodeaban en un esfuerzo por protegerse del frío. Y ella comprendió al instante por su rostro lívido y crispado que estaba herido.
—¡Veness! —Trepó por el costado del trineo, y se agachó a su lado—. ¡Oh, Diosa todopoderosa! ¿Qué ha sucedido?
El la miró sin comprender.
—¿Índigo...? ¿Cómo, por la Madre, conseguiste...? —E hizo una mueca de dolor.
—No importa eso... ¡estás herido! Deja que te ayude a...
—¡No! —Su mirada se movió con rapidez de derecha a izquierda—. Está aquí: Kinter tiene tu arco, y...
La muchacha comprendió de repente lo que el tigre había hecho. Debían de haber dado con el trineo justo cuando Kinter y Veness luchaban, y el felino había intervenido para hacer huir a Kinter antes de que pudiera completar su criminal tarea. Kinter había huido, matando sin duda al perro al escapar, y el tigre fue tras él. Índigo sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que una saeta podía hacer al magnífico animal, y rezó en silencio para que a la criatura no le sucediese nada. Pero su mayor preocupación era Veness.
—Se ha ido, Veness —dijo—. El tigre lo hizo huir.
—¿El... tigre...? —Estaba perplejo, pero no había tiempo para más explicaciones. La mano enguantada de Índigo, al ayudarlo a colocarse en una posición menos incómoda, quedó cubierta de una mancha oscura. Veness se mordió con fuerza los labios—. Es... está bien, yo puedo hacerlo. Dame sólo un... momento...
Le castañeteaban los dientes a causa del frío y la conmoción, pero movió ligeramente el cuerpo, luego dejó que ella apartara las pieles y lo examinara con más atención. Tenía el abrigo empapado de sangre y, aunque Índigo no podía ver gran cosa en medio de la oscuridad y los arremolinados copos de nieve, le dio la impresión de que había más sangre rezumando lentamente de una herida situada justo debajo de la caja torácica.
—¿Qué sucedió? —Su voz delataba miedo y furia, y empezó a envolver con las pieles el cuerpo helado del muchacho.
Veness hizo una mueca.
—Lo en... encontramos. A mi padre: lo encontramos, pero... no pude dispararle, ¡no pude hacerlo! Kinter... to... tomó la ballesta, pero erró el tiro. Pensé que mi padre iba a atacarnos, pero se dio la vuelta. Huyó; no... no sé por qué. Y entonces... —Tosió, y la furia y la confusión se mezclaron con el dolor en su mirada—. Entonces Kinter... recargó la ballesta, y la apuntó contra mí. No comprendí, le grité, y él... él se echó a reír. A reír. Y entonces... no dijo nada, sencillamente disparó, a bocajarro. —Su voz traicionó su perplejidad, pero se recuperó y la sujetó por el antebrazo—, Índigo, Kinter es un...