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La miró apesadumbrado.

—Esa no es la cuestión, ¿no es así? Cuando pienso en lo que ha sucedido... y ahora esto... Tendría que haberlo evitado, ¿no te das cuenta? ¡Si me hubiera dado cuenta!

—Reif, ninguno de nosotros se dio cuenta. ¿Cómo íbamos a pensarlo? Kinter y Carlaze ocultaron sus planes con tanto cuidado... Y nadie tenía ningún motivo para sospechar que fueran traidores. — «Excepto», pensó llena de tristeza, «que yo sí tenía motivos para sospechar de alguien y fui tan

estúpida que miré en dirección equivocada».

Reif aspiró con fuerza y miró hacia la puerta del sótano.

—Si le sucede algo a mi hermano...

—No. No lo pienses siquiera. —También ella lo había pensado, incesantemente, desde el momento en que el trineo iniciara su viaje de regreso a casa, y necesitaba con desesperación no hacer hincapié en semejante posibilidad—. Iré arriba..., quizá pueda ayudar a Livian.

Reif asintió con la cabeza. Lo dejó allí y recorrió a toda prisa el vestíbulo y las escaleras. Cuando se acercaba a la puerta de la habitación de Veness, ésta se abrió y aparición Livian. La anciana la vio y se detuvo.

—¡Livian! —Índigo corrió hacia ella—. ¿Está bien?

—Duerme.

Livian tenía aspecto agotado y envejecido, Índigo sintió una punzada de culpabilidad al darse cuenta de que en medio de todo el furor no había pensado ni una sola vez en lo que estaría sufriendo Livian. Su hija herida y debatiéndose entre la vida y la muerte; su hijo un traidor, sin el menor atisbo de duda, y presunto asesino. Era un doble golpe brutal y, mientras miraba a la mujer, Índigo se dio cuenta de lo delgada que se había vuelto la cuerda que mediaba entre el dominio de sí misma y el colapso total.

Livian se volvió y cerró la puerta de Veness con cuidado a su espalda.

—Es mejor no molestarlo ahora —dijo con voz tensa y remota que traicionaba lo encarnizadamente que se aferraba a la cuerda—. Dejémoslo dormir. —Entonces se relajó un poco—. No creo que la herida sea tan grave como temimos al principio.

Índigo ansiaba entrar en la habitación y comprobarlo, pero Livian tenía razón; sería mejor para Veness que no lo molestaran.

—¿Cómo está Rimmi? —preguntó.

—¿Rimmi? Oh... está muy débil, pero creo que empieza a recuperarse. —Se produjo una larga y dolorosa vacilación, luego—: Si no hubiera sido por ti...

—Por favor, Livian.

Índigo no buscaba su gratitud, y sentía que no la merecía. Su posición era demasiado ambigua: podía haber salvado la vida de Rimmi, pero también había revelado la verdad sobre Kinter y Carlaze, y, cualquiera que fuese su sentido de la justicia, esa herida debía resultarle tan dolorosa a Livian como las heridas físicas de Rimmi y Veness.

Pero Livian no estaba dispuesta a dejarse disuadir. Hinchó el pecho y dijo con voz débiclass="underline"

—No: debe decirse y se dirá. Has salvado la vida de mi hija. Si no hubiera sido por ti, los habría perdido a los dos. No lo olvidaré, Índigo. No lo olvidaré. —Y pasando junto a Índigo se alejó en dirección a las escaleras.

Índigo la siguió hasta el vestíbulo sintiéndose pequeña y avergonzada. Allí se encontraron con Reif que venía de la cocina, poniéndose el abrigo..., el abrigo que Índigo se había llevado antes al huir. Por un momento su rostro expresó temor al mirar a Livian, pero ésta se limitó a decir:

—No está demasiado mal, Reif. Prepararé algo de comida para todos nosotros. —Y se dirigió a la cocina.

Reif la siguió con la mirada unos instantes, luego miró a Índigo.

—Voy a ir a dar de comer a los perros —anunció con voz ronca—. Raciones dobles. La Diosa sabe muy bien que sellas han ganado esta noche.

Índigo asintió.

—Iré contigo si me lo permites.

—Sí..., sí, y eres bien recibida.

Reif fue a buscar varios pedazos descarne de cordero, y un cubo de puré caliente mientras Índigo se ponía el abrigo y llamaba a Grimya. Juntos abandonaron la casa y atravesaron el patio en dirección a las perreras. Había dejado de nevar aunque el viento seguía soplando con violencia, y el cielo, asombrosamente despejado, era una vasta bóveda negra llena de estrellas heladas.

—No hay luna —dijo Reif—. Pero sí luz suficiente para proyectar sombras. No me gusta esta clase de tiempo tan a principios del invierno. Ventiscas repentinas, cielos de pronto despejados... Las condiciones climáticas resultan así impredecibles. Podríamos tener problemas cuando iniciemos la caza.

Era la primera vez que mencionaba plan alguno, Índigo lo miró de reojo.

—¿Qué piensas hacer?

Reif se encogió de hombros.

—Reunir a tantos hombres como pueda conseguir con las primeras luces del día, armarlos y empezar a registrar a fondo la zona. —Hizo una pausa—. Tenemos que encontrarlos a los dos: a Kinter y a mi padre. Y no me atrevo a decir cuál de los dos es más peligroso.

Índigo no dijo nada. No le había contado a Reif su breve y aterrador encuentro con el conde Bray, y no se decidía a agobiarlo con eso ahora. Lo más probable era que tuviese la oportunidad de ver por sí mismo la terrible verdad antes de que todo aquello acabara.

Grimya, que avanzaba a su lado, le comunicó:

«Si el cielo permanece despejado y no nieva más, serán buenas las condiciones para seguir un rastro. Si nosotras...» Y su voz mental se interrumpió de improviso.

¿Grimya? —Índigo la miró frunciendo el entrecejo, y Reif volvió la cabeza sorprendido—. ¿Qué sucede?

Grimya no respondió, por el contrario clavó la mirada en dirección al arco, que era una cuña de oscuridad en el paisaje nevado que brillaba débilmente más allá. Entonces Índigo musitó:

—¡Oh, por la Madre...!

El tigre surgió entre las sombras del arco y penetró con sigilo en el patio, Índigo notó que Reif se inmovilizaba a su lado y lo oyó lanzar un ahogado y sorprendido juramento, pero el gigantesco felino lo ignoró. Sus profundos y expresivos ojos la miraban a ella con fijeza; alzó la cabeza y profirió un rugido ronco y desafiante.

Reif salió bruscamente de su trance, y desenvainó la espada con un ruido metálico.

—¡Índigo! —susurró—. ¡Retrocede!

—¡No! —protestó ella—. ¡No lo amenaces, no intentes hacerle daño! ¡Es un amigo! —Y, al ver su incomprensión, recordó que no sabía nada del tigre; para él era un símbolo de algo terrible y letal; no un aliado sino un enemigo.

El tigre volvió a rugir y avanzó hacia ellos. Reif, casi presa del pánico, intentó agarrar el brazo de Índigo, procurando apartarla de en medio y protegerla tras él, pero ella se desasió, había oído la llamada del tigre (no, más que oído, la había sentido, una demanda urgente e imperiosa que penetraba con fuerza en su cerebro).

—No —repitió, pero esta vez hablaba al felino—. Debo esperar..., se me necesita aquí; cuando amanezca...

Se vio interrumpida por un espantoso bramido, y la llamada resonó otra vez en su cerebro. No había palabras en ella, pero el significado era claro e inconfundible. Ven, le decía. Ven. Ahora. Y no aceptaba excusas.

Dirigió una rápida mirada a Grimya. La loba tenía los ojos fijos en el tigre, había en ellos una curiosa mezcla de temor, respeto y, ante la sorpresa de Índigo, impaciencia. De repente Grimya habló:

«¡Indigo, tenemos que hacer lo que dice! ¡Es de suma importancia..., siento que es de suma importancia!»

El felino hizo una mueca y sacudió la cabeza, Índigo se volvió hacia Reif.

—Reif, tengo que ir con él. No puedo explicártelo ahora. Pero tengo que ir.

Reif la miró como si estuviera loca.

—¿Ir con esa criatura? En el nombre de la Madre, ¿qué estás diciendo?