Выбрать главу

Índigo contempló al animal. Había visto caballos similares en el continente occidental; enormes animales de tiro, peludos, resistentes y fiables. El caballo volvió la cabeza y la miró con especulativo interés, agitando su barbudo labio inferior. La muchacha contuvo una sonrisa.

—¿Cuánto queréis por él?

Pitter dijo una cantidad que le hizo enarcar las cejas, pero tras una mañana de duro regateo se sentía menos inclinada a discutir de lo que hubiera estado en otras circunstancias. Había conseguido salirse con la suya en algunos artículos, y sospechaba que el caballo valdría hasta la última moneda de cobre.

—Muy bien —asintió la joven—. Me lo quedaré.

Se dieron la mano para sellar el acuerdo, y la muchacha se sintió gratamente sorprendida al enterarse de que Pitter lo tendría todo listo para ella al amanecer del día siguiente. Era más de lo que se había atrevido a esperar, y regresó muy animada con Grimya a El Sol de la Mañana.

Rin no apareció aquella tarde. Cuando se encontraba ya descansando en su cama, Índigo volvió a oír la voz del viento del norte —el Quejumbroso— recorriendo la desierta calle y sacudiendo puertas y ventanas. El moribundo fuego de su chimenea llameó como en señal de protesta, y una corriente de aire gimió en su interior con turbadora armonía. La voz del norte... le pareció como si la llamase, la instara a abandonar este confortable y tranquilo oasis, para penetrar en un mundo nuevo y peligroso.

Grimya, dormida, lloriqueó y se dio la vuelta; soñaba y la cola y una oreja se estremecieron, Índigo cerró los ojos, dejando que su mente se deslizara ladera abajo por una larga pendiente, lejos de el Quejumbroso y de su llamada, para hundirse en la oscuridad y el silencio.

Las primeras nevadas empezaron cuando hacía ya seis días que habían salido de Mull Barya. La noche anterior, mientras permanecía abrazada a Grimya en el interior de la ligera tienda redondeada que constituía el grueso de su equipaje, mientras encaballo abrigado con una manta dormitaba a sotavento, Índigo oyó que la voz del viento empezaba a cambiar para pasar del ahora ya familiar gemido profundo a un fino y agudo chillido, y se despertó al amanecer encontrándose con que una terrible helada había cubierto el terreno de escarcha plateada. A primeras horas de la tarde empezaron a caer de un cielo uniforme y gris los primeros copos de nieve gruesos y, al llegar el atardecer, todo el paisaje había cambiado.

Grimya, a quien siempre había gustado la nieve, recibió el cambio de tiempo muy excitada. También Índigo disfrutó con el desafío que significaba el primer soplo del invierno; el frío tonificante, la pureza del ambiente, la sensación de que el mundo se renovaba. Habían adelantado mucho en su viaje; el caballo, haciendo honor a la promesa de Pitter, parecía virtualmente incansable, y la carretera que llevaba al norte estaba desierta ahora que había terminado la trashumancia de otoño. Y poco a poco el paisaje que las rodeaba iba cambiando, a medida que las hundidas llanuras costeras daban paso a territorio más abrupto y empinado. Incluso bajo la capa de nieve que fundía sus características más delicadas en una mancha de inidentificable blancura, El Reducto era hermoso. Y en cierta forma no parecía más que un pequeño atrevimiento seguir adelante sin detenerse entre las nevadas diurnas y las enormes y silenciosas heladas nocturnas, acampando en hondonadas o bajo salientes, contemplando el lento crecimiento de la luna hasta alcanzar su punto máximo en el firmamento helado. Había gran cantidad de caza que se podía perseguir y capturar, bien con la ayuda de la rapidez y habilidades de Grimya o con una certera saeta de la ballesta de Índigo; e incluso el plácido y paciente caballo, con la instintiva sabiduría de sus ancestros criados en aquellas tierras, forrajeaba y comía bien.

A lo largo del camino había algunos poblados, caseríos más que ciudades, que habían crecido con los años para satisfacer las necesidades de aquellos que realizaban las migraciones de primavera y otoño entre el interior y la costa. Y entre pueblo y pueblo había alguna que otra granja donde el viajero podía comprar o trocar comida fresca, y donde siempre se agradecían noticias de Mull Barya. Cada vez que se detenían en uno de tales lugares, Índigo sacaba la piedra-imán de su escondrijo y contemplaba de nuevo el tembloroso punto de luz de su interior. El mensaje de la piedra era siempre el mismo: al norte, y más allá. Su viaje no había terminado aún. Y sin poder explicar la causa, la muchacha se alegraba de que así fuera.

Cambiaron de mes y la luna empezó a menguar, cediendo el cielo nocturno a la luz de estrellas desconocidas. También cambiaba el paisaje; no habían encontrado ningún lugar habitado desde hacía cinco días, y el terreno que las rodeaba era un caos salvaje y desierto de ríos, lagos y colinas, con zonas de oscuros bosques que bordeaban el horizonte. Y entonces, un día helado y deslumbrante, mientras el sol se ponía, Grimya alzó la cabeza, olfateó el aire con atención, y advirtió a Índigo que se iba a producir un cambio. Se acercaba una ventisca; el primer ataque violento procedente del ártico. La loba lo había percibido mucho antes de que Índigo advirtiera las primeras señales que lo delataban, pero cuando la muchacha se protegió los ojos del resplandor que brillaba en el oeste y miró con atención hacia el norte, le pareció vislumbrar en el horizonte una línea de nubes de un color rosa violáceo.

Aquella indicación y la palabra de Grimya eran suficientes. En ese lugar la carretera estaba expuesta por completo a los elementos y, además, nadie con un mínimo instinto de supervivencia se enfrentaría z. lo que se avecinaba a menos que no tuviera elección, Índigo hizo girar su montura hacia el lado sur del cinturón de coniferas que daba a un valle poco profundo y descendía en dirección a un lago helado. Los árboles las ayudarían a refugiarse de lo peor de la tormenta y tenían comida suficiente. Podrían resistirla sin demasiados problemas.

La ventisca cayó aullando sobre ellas un poco antes de la medianoche y siguió bramando durante todo el día y la noche siguientes. El descanso resultaba imposible bajo el rugido del viento, Índigo repartió su tiempo entre luchar con los elementos de cuando en cuando para asegurarse de que el caballo estaba a salvo —sujeto en una zona resguardada lejos del límite del bosque, parecía el menos inquieto de los tres—, y acurrucarse en el interior de la tienda con Grimya mientras ambas intentaban mantenerse calientes y dormir todo lo que pudieran. Por fin la galerna empezó a perder fuerza, su aullido se transformó primero en un fino gemido para luego desvanecerse en un silencio que en sí mismo parecía ensordecedor. La nevada fue perdiendo intensidad hasta cesar al tiempo que el cielo se aclaraba y el sol se alzaba rojo y enfurecido sobre un amanecer sin ruido alguno.

Entumecida y aterida de frío, las manos y los pies sin tacto a pesar de las botas y guantes forrados de piel, Índigo se arrastró fuera de la tienda justo cuando las primeras sombras alargadas se proyectaban sobre el suelo. Su intención era encender fuego y preparar algo caliente para combatir el paralizante frío interior. Pero lo que vio al salir la hizo detenerse en seco y observar a su alrededor con contrariada sorpresa.