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Grimya, no tenía opción. Había ido a El Reducto a destruir a un demonio, pero el adversario remoto e impersonal con el que se había propuesto enfrentarse se había transformado en algo mucho más tangible. Apenas en unos cuantos días su vida se había visto inexplicablemente ligada a la vida de Veness y, por lo tanto, a las vidas de toda la familia Bray. Y las maquinaciones del demonio, a través de la antigua maldición y a través también de las intrigas de Kinter y Carlaze, se habían convertido asimismo en su cruz igual que en la de ellos. Tenía sus propias cuentas que ajustar.

Sus ojos se encontraron con la extraña mirada azul de la mujer, y dijo:

—Sí, te ayudaré. —Esbozó una sonrisa entristecida—. Tampoco yo tengo opción.

El tigre, que las había estado observando en silencio, alzó la cabeza y lanzó un suave ronroneo. El rostro de la mujer se relajó de forma visible.

—Gracias —dijo, y sus ojos brillaron emocionados—. ¡Gracias!

Índigo no quería su gratitud y, desconcertada, levantó los ojos hacia las copas de los árboles. La luz diurna inundaba ya el cielo aunque el bosque seguía impregnado de profundas sombras y sintió un nudo en el estómago al pensar en lo que podría estar sucediendo en la granja; cómo estaría Veness, si Reif le habría contado su precipitada huida y lo que él le habría dicho, lo que habría sentido. Apartó de su mente tan amargos pensamientos; otras cuestiones tenían prioridad, y no se atrevía a permitir que temores personales ocuparan el lugar de asuntos más importantes.

Tenían que encontrar al conde Bray. Y sentía —no podía explicar la convicción, pero estaba ahí, y era cierta— que era vital localizarlo antes de que pudiera ponerse en marcha la planeada búsqueda de Reif. Racionalizó su instinto diciéndose que no quería ver a Reif y a sus hombres involucrados en aquello; desconocían la auténtica naturaleza de su adversario y eran, por lo tanto, peligrosamente vulnerables. Pero en el fondo, sabía que había algo más. Mucho más.

Se volvió otra vez hacia la mujer de ojos color zafiro:

—No tenemos tiempo que perder. Tenemos que encontrar al conde antes de que sea demasiado tarde. Dices que puedes ver en dimensiones que resultan invisibles a otros... ¿Puedes llegar hasta él? ¿Puedes decirme dónde está?

La mujer entrecerró los ojos.

—No... no puedo estar segura —respondió por fin—. Mis poderes son demasiado limitados... pero anoche, después de que descubrimos el cadáver de Gordo, el tigre olió otra presencia humana en el bosque, no lejos de aquí. Yo no percibí nada, pero el animal sí, y no me dejó investigar; me mantuvo a distancia. —Miró al tigre de las nieves que la contemplaba, con sus inexcrutables ojos ambarinos—: No sé quién estaba ahí. Pero quizá valdría la pena echar un vistazo.

«No ha nevado desde hace varias horas», dijo Grimya. «Si existe algún rastro, el tigre y yo podríamos seguir la pista con facilidad.»

Era una posibilidad remota, pero de momento la única pista que tenían, Índigo asintió:

—Sí..., sí, vale la pena intentarlo.

La mujer extendió una mano.

—Ven, pues. Te conduciré allí.

Índigo tendió la suya automáticamente para tomar la mano que se le ofrecía. Se tocaron... y la mano de la mujer pasó a través de la suya sin que sintiera nada, tan insustancial como la bruma.

El corazón le dio un vuelco a Índigo y la mujer se quedó inmóvil un instante.

—¡Ah! —suspiró—. Claro. Por un momento olvidé que tú y yo no somos totalmente iguales... —

Y con una leve sonrisa entristecida se volvió y empezó a guiarlas hacia el interior del bosque.

Anduvieron en silencio, la mujer delante, mientras Índigo la seguía flanqueada por Grimya y el tigre de las nieves. La luz del sol penetraba débilmente en el bosque, proyectando sombras engañosas; algún que otro trino del canto de pájaros se dejaba apenas oír a lo lejos, Índigo mantenía ojos y oídos bien alertas ante cualquier incidente extraño, pero sus pensamientos estaban puestos en otras cosas, en especial en el incómodo desasosiego, en la incongruencia (podría incluso decir insensatez) de la situación. Eran cuatro de los más disparatados e improbables aliados que imaginarse pudiera: Grimya y ella, un tigre salvaje y un fantasma, midiéndose contra un enemigo sobrenatural cuya auténtica naturaleza sólo Grimya y ella conocían. El demonio que controlaba el hacha y el escudo poseía mucho más poder que el contenido en la vieja maldición de la mujer y, sin embargo, se había propuesto enfrentarlo y destruirlo sin más arma que el cuchillo de caza y la esperanza.

El hecho en sí planteaba un nuevo interrogante: si tenía que triunfar sobre el demonio, debía primero enfrentarse al hombre cuya mente y cuerpo había usurpado. El conde Bray era una víctima inocente: su único crimen había sido enamorarse de una joven voluble e intentar, en su locura, poseerla en contra de su voluntad. Y era el padre de Veness. Loco o no, irremediablemente perdido o no, Índigo no se creía capaz de asesinarlo a sangre fría. Sin embargo hasta que, y a menos que, el conde muriera, el demonio continuaría alimentándose de su locura a través de las armas malditas que empuñaba. Y hasta que, y a menos que, ese pobre hombre muriera, no podría llegar al núcleo del mal; no podría alcanzar su corazón, apoderarse de él y aplastarlo acabando con su existencia.

La voz de Grimya dijo en su mente:

«A lo mejor no tiene que morir, Índigo. Si se lo pudiera separar de las armas, quizá la locura lo abandonaría.»

La joven meditó sobre lo dicho por la loba pero, aunque fuera cierto, ¿podría conseguirlo? Nadie podía acercarse al conde y esperar escapar ileso, y sólo un espadachín experto tenía alguna posibilidad de lograr desarmarlo. Ella no poseía semejante habilidad (ni siquiera tenía una espada). ¿Qué podía esperar?

«Puede que aún exista una forma», repuso Grimya esperanzada cuando le transmitió sus pensamientos. «Sé que no deseas que muera, y yo siento lo mismo. No merece la muerte.» Alzó la cabeza, y mostró los dientes de improviso. «No es el mismo caso que el de Carlaze y Kinter.»

Kinter estaba de momento muy lejos de la mente de Índigo, pero aquellas últimas palabras indignadas de Grimya lo trajeron bruscamente al primer plano de sus pensamientos. Sería un error fatal pasar por alto a Kinter. Seguía en libertad, y ahora que su traición había quedado al descubierto sólo tenía dos opciones: podía huir o podía intentar por cualquier medio recuperar la ventaja que había perdido, Índigo sospechaba que era lo bastante despiadado (y estaba lo bastante desesperado) como para no rendirse, por mucho que las circunstancias estuviesen en su contra. Su situación lo convertía en un ser muy peligroso.

¿Se escondería por allí?, se preguntó. Parecía probable; desde luego no se atrevería a regresar a la granja. Iba armado con su propia ballesta la cual tenía un temible alcance de tiro en manos expertas. Casi con seguridad estaría buscando al conde Bray; y era un factor impredecible, era como un animal suelto potencialmente letal.

Estaba a punto de llamar a la mujer que andaba delante de ella, de expresar sus temores y de advertirle el peligro que podía suponer Kinter, cuando el tigre se detuvo y levantó la cabeza. Las tres se quedaron inmóviles al instante, observando al felino con atención. Los bigotes del tigre se agitaron, sus ojos ambarinos estaban clavados en los árboles del linde del bosque. Entonces sus labios se curvaron y lanzó un leve gruñido de advertencia.