Kinter vigiló a la loba hasta que ésta llegó a los árboles y desapareció entre las sombras. Luego empezó a andar otra vez sin decir palabra en dirección a Índigo. Ésta clavó los ojos en la ballesta pero no dijo nada y tampoco se movió. De súbito Kinter le dedicó una sonrisa displicente.
—¿Cómo está Veness? —inquirió, sarcástico.
El sudor cubrió el rostro de Índigo y se heló de inmediato en el aire gélido, volviéndose pegajoso.
—Veness vive —replicó con ferocidad—. Y también Rimmi, a pesar de los intentos de esa zorra que tienes por esposa para acabar con ella.
—Bien, eso debe de ser un gran alivio para ti, ¿no es así? —se mofó Kinter—. Así que de momento no hay lloros ni gemidos sobre el cuerpo del amante difunto.
Índigo enrojeció pero permaneció en silencio. Kinter aguardó unos instantes; luego, al ver que ella no se dejaba exasperar, continuó:
—Has hecho que la vida me resulte un poco incómoda en ciertos aspectos, Índigo. Primero, tú y ese maldito gato impedisteis arreglarle las cuentas a Veness, y ahora parece que además le has ido con cuentos a la familia. Es una lástima. Significa que tengo que elaborar una nueva estrategia para acabar con el resto. Pero entretanto tengo que decidir qué hacer contigo.
Índigo lo observó con atención. A pesar de su aparente despreocupación se daba cuenta de que las manos que sujetaban la ballesta estaban bien colocadas y listas, y sabía que el menor movimiento que pudiera malinterpretarse le haría disparar. Sin embargo, tenía la impresión de que no quería
dispararle..., al menos, de momento.
La sonrisa de Kinter se convirtió en una mueca.
—¿En qué piensas, Índigo? ¿Te preguntas por qué no me limito a atravesarte el corazón con una saeta y acabar con esto?
Ella intentó mantener la voz firme y segura.
—Me lo he preguntado, sí.
—Bien, puedes estar tranquila, mis motivos no pueden ser más racionales. No pienso recrearme ante ti por mi triunfo y saborear el espectáculo de ver cómo retuerces las manos, desesperada, antes de morir. —Dio otro paso, hacia ella; automáticamente Índigo retrocedió hasta volver a dejar la misma distancia entre ambos antes de comprender con inquietud que eso era lo que él esperaba y deseaba que ella hiciera—. He pergeñado un plan mucho más práctico. —Se interrumpió, luego siguió—: Mira a tu espalda.
Volvió la cabeza. A unos metros de distancia, sobre la nieve revuelta, yacía con las piernas y brazos extendidos el conde Bray. En la muerte ya no resultaba aterrador; sólo patético. E, irónicamente, había por fin soltado el hacha y el escudo, que se encontraban a su lado, uno a cada lado de sus brazos.
Índigo volvió otra vez la cabeza y el corazón le dio un vuelco. En un instante, tan fugaz que no podía estar segura de si realmente había presenciado la transformación o simplemente la había imaginado, Kinter se desvaneció y en su lugar apareció una figura mucho más familiar. Los ojos plateados se burlaron de ella, los labios sonrientes se entreabrieron para mostrar los afilados dientes felinos, el cabello —una pálida aureola— flotaba etéreo impelido por una ráfaga caprichosa de viento. Entonces Némesis desapareció y Kinter volvió a estar allí, Índigo se quedó con una furia abrasadora bullendo en su cerebro... y empezó a comprender.
«Así pues», pensó, «aquí estás por fin, mi malvada hermanita. Me preguntaba cuánto tardarías en presentarte o dónde te manifestarías. Pero no me he dejado embaucar por tus esfuerzos para engañarme. Sé que realmente no acechas tras los ojos de Kinter; no posees el poder de confundirte con un ser humano, y sea lo que sea, Kinter sigue siendo humano. No. Me parece que sé dónde te escondes y lo que esperas hacer.»
Kinter le dedicó una leve sonrisa.
—Retrocede un poco más —ordenó. Ella obedeció, y él la siguió, manteniendo siempre la misma distancia entre ambos—. Un poco más. Eso es.
Se encontraba ahora junto al cuerpo del conde. El escudo, oscuro en contraste con la nieve y despidiendo un fulgor apagado bajo la luz del sol, estaba a pocos centímetros de su bota izquierda. Kinter sujetó la ballesta con más comodidad y la joven vio que sus dedos se curvaban sobre el disparador.
—Te daré a elegir, Índigo —dijo con voz impasible—. Puedes morir ahora con el vientre atravesado o puedes tentar a la suerte con la misma locura que se apoderó de mi tío. Toma el hacha y el escudo y te dejaré marchar... a menos, claro está, que me ataques, en cuyo caso me limitaré a dispararte aquí mismo. —Hizo una mueca, descubriendo los dientes por un instante—. Tal y como he dicho, es una posibilidad. Y eso es mejor que nada, ¿no?
Índigo creyó comprender su razonamiento. Si tocaba una sola vez aquellas armas, se vería poseída por la demencia que había destruido al conde Bray. Si se volvía enloquecida en contra de Kinter, éste se limitaría a matarla antes de que pudiera tocarlo. Pero existía otra posibilidad: la atracción de la granja y de los Bray supervivientes. Podría verse atraída de regreso allí, ¿y cuántos estragos podría provocar antes de que le dispararan o acabaran con ella? ¿Suficientes para permitir a Kinter que la siguiera y terminara lo que ella hubiera empezado? Oh, sí; era posible. Y aunque las probabilidades de que tuviera éxito e hiciera el trabajo de Kinter por él eran remotas, para Kinter valía la pena correr el riesgo. Aunque fracasara no habría perdido nada.
—¿Bien? —La voz de Kinter se abrió paso entre sus revueltos pensamientos—. Decide, Índigo. No pienso perder más tiempo. La muerte o las armas.
Dirigió una rápida mirada de reojo en dirección al bosque. No se veía ninguna señal de sus amigos aunque sospechó que Grimya intentaba comunicarse con ella; pero no permitiría que la loba consiguiera penetrar en su cerebro (no debía permitirlo). Por una vez, debía prohibirle a Grimya que fuera en su ayuda, por el bien de ambas.
Un pensamiento, una súplica atravesó su mente, mantenía atrás, mantenía a salvo... y una visión momentánea del rostro orgulloso y bello del tigre de las nieves parpadeó como un espejismo en su cabeza. Luego desapareció, y sólo quedaron ella, el difunto conde y Kinter.
Bajó los ojos hacia el cadáver y contempló el hacha y el escudo que habían sido la némesis del conde Bray. Su némesis: ahora, con una ironía que ignoraba en él, Kinter quería que fuesen la de ella. El escudo reflejó una apagada y borrosa imagen de su rostro y, por un instante, aquel rostro pareció ser más pequeño, más estrecho, sucio y burlón. Ah, sí. Ella tenía razón. Sabía que tenía razón. Y el riesgo (quizás el mayor riesgo de toda su ajetreada vida) debía correrlo en ese momento.
Índigo se puso en cuclillas y extendió las manos en dirección a las armas. Vaciló un momento, levantó la vista hacia Kinter una vez más, y de repente vio a través de su envoltura de carne y hueso hasta llegar a su misma esencia: corrupción, codicia, envidia (obsesiones mezquinas y muy humanas). Kinter no sabía con lo que estaba jugando, demasiado ensimismado para darse cuenta de lo que había liberado. Ojalá se lo pudiera mostrar. Ojalá pudiera mantener el control. Ojalá lo consiguiera.
Su mano izquierda se deslizó por el asidero del escudo, al mismo tiempo que la derecha se cerraba alrededor del mango del hacha.
Era como tocar... pero no podía contenerlo; ni su mente ni su cuerpo podían asimilar la colosal y estridente conmoción que surgió rugiendo de las tinieblas como un tornado, aplastándola y desmenuzándola... Índigo escuchó un aullido espantoso y ululante que rasgaba el aire... pero no, no era su voz, no podía ser, eso no, no ese aullar inhumano...
Los brazos se le habían convertido en granito. Su peso la clavaba contra el suelo, y en cada mano sostenía un fuego al rojo vivo que empezaba a fundir la carne que le cubría los huesos. El suelo se tambaleaba bajo sus pies, como si algo enorme, innominable, se alzara tras un sueño de siglos en las profundidades de la tierra. No podía ver... El mundo era un caos de relámpagos negros, lunas plateadas, calor abrasador y frío destructor; y una voz, no la suya, otra voz, gigantesca, insensata, espeluznante, empezó a rugir una y otra vez en su cerebro diciéndole ¡MATA! ¡MATA! ¡MATA! Y ella volvió a gritar, en terrible armonía ahora con la voz, el desafío de un alma en pena, una advertencia funesta: le era imposible contener la monstruosa energía, el odio desmedido, devastador, demoledor que llenaba cada una de las partes de su ser, odio al mundo, odio a la vida, odio a sí misma, a... a sí misma...