Kinter retrocedió tambaleante, perdió cohesión, casi pierde el control y estuvo a punto de caer sobre la nieve. En el último momento consiguió sobreponerse, pero su mente chillaba: ¡No, no era así antes; las armas no poseían este poder! Algo ha ido mal, algo ha sucedido, algo...
Un alarido salvaje que resonó en el paisaje rasgó su garganta y disparó a la visión que tenía delante, Índigo vio la saeta que iba hacia ella —para Kinter era una mancha borrosa, tremendamente veloz— y levantó el escudo con el fin de desviarla. El metal chocó contra el metal con desagradable sonido y la saeta rebotó inofensiva.
Kinter gimió. Sus manos se movían con torpeza sobre la ballesta. Tomó una nueva saeta, la obligó a colocarse en la recámara con dedos que de repente parecían haberse transformado en nieve húmeda, y la cosa no hacía la menor intención de atacar, se limitaba a contemplarlo, aguardando, riéndose de él...
Volvió a disparar: una vez más, la saeta rebotó en el escudo y cayó impotente sobre la nieve.
—No... —Era la única palabra que podía articular, y no servía de nada, carecía de valor, no expresaba lo que sentía y no podía protegerlo—. No..., ¡oh, no...!
Despacio, Índigo empezó a balancear el hacha. Y dijo, como si pronunciara una sentencia de muerte:
—Kinter.
—No...
Se le cayó de las manos la tercera saeta y no tenía tiempo de agacharse a buscarla en el suelo. Otra..., sacó otra, y se dio cuenta horrorizado de que se trataba de la última. Y no podía controlar las manos; no querían obedecerle, la saeta no entraba, no quería ajustarse...
—Kinter.
El arco descrito por el hacha era cada vez más amplio; Índigo había empezado a hacer girar el brazo en un círculo completo, y el sonido de la hoja al hendir el aire parecía letal e inexorable.
La saeta encajó por fin, y Kinter volvió a disparar aunque, en el mismo instante en que el disparador se tensaba, supo que era inútil. El escudo centelleó; la saeta salió desviada a un lado. Y Kinter quedó desarmado.
Sus ojos se encontraron por un último instante: y el deseo de matar brotó en el corazón de Índigo y penetró en sus arterias como una droga salvaje e irresistible. Escuchó de nuevo en su cabeza la voz espantosa y estentórea del demonio que intentaba liberarse y rugía su insensata orden de MATAR. MATAR. De improviso su poder rugió enfervorecido alcanzando nuevas cotas, y la joven sintió que su propio ser retrocedía ante el ataque. Se resistió frenéticamente, pero aquello se había apoderado de ella, era como un puño gigantesco que le aplastaba razón y cordura, aullando para arrebatarle las riendas y conseguir que su mente se desbocara. ¡No podía contenerlo! ¡La dominaba!
Índigo nunca sabría lo que Kinter vio en aquel momento. Pero gritó, con voz potente y aguda, mientras los últimos restos de su coraje se desintegraban ante el terror ciego y salió huyendo. La voz de Índigo, la voz de Némesis y la voz del demonio, se fusionaron en un grito de guerra que resonó con estrépito en sus oídos al tiempo que se lanzaba tras él y el hacha describía círculos sobre su cabeza.
Kinter huyó en dirección a los árboles y la criatura que había sido Índigo lo persiguió. Sus chillidos se volvían cada vez más salvajes y enloquecidos. Más enloquecidos... Los espíritus difuntos de las víctimas de la maldición aullaban dentro de sí y rugían pidiendo su liberación: el conde Bray gritaba el nombre de su esposa infiel, con anhelo y deseo de venganza; los otros, las víctimas involuntarias, ignorantes, y, el más siniestro de todos, aquel conde del pasado, que pagaba su traición y codicia con su cordura y finalmente con su vida. Los conocía a todos y eran parte de ella, unidos en una alianza infernal. Y la misma Índigo estaba perdida, ahogándose en un mar de locura mientras el demonio aumentaba su dominio sobre ella. Mataría a Kinter, lo mataría y lo destrozaría a hachazos mientras él lanzaba su último grito de agonía, y cuando hubiera muerto habría más, más — estarían Carlaze, estaría Reif, y Livian, Rimmi, Veness—, todos ellos; todos ellos; sus hombres y sus animales... MÁS, chilló su mente retorcida; ¡más sangre, más muerte, más matanzas!
Se precipitó al interior del bosque, se abrió paso entre la maleza y las ramas bajas que Kinter ya había roto y aplastado en su desesperada huida. En algún lugar, a un millón de kilómetros de distancia, a un millón de mundos de distancia, algo que en una ocasión había sido Índigo, y en una ocasión había estado cuerdo, le gritaba que se detuviera, pero ahora ya no significaba nada. El demonio estaba vivo en su interior y ardía; y Némesis echó hacia atrás la cabeza aureolada de plata y se echó a reír mientras corría, cada vez más deprisa, persiguiendo a la presa condenada que huía por en medio de los árboles.
Kinter empezaba a cansarse. Ella lo sabía, de la misma forma que sabía que sus propias fuerzas, alimentadas por el poder diabólico que la poseía, no desfallecerían hasta que no se viera satisfecho su voraz apetito de sangre y venganza. Una potente oleada de júbilo infernal estalló en su cabeza. Kinter no era suficiente: quería más que a Kinter, más que su muerte, más... El se encontraba ya a sólo unos metros de ella, dando traspiés, agitando los brazos de forma incontrolada, y chillaba: no en demanda de ayuda sino presa de impotente e insensato terror. Corría entre los árboles, corría hacia el claro donde estaba la tumba de Moia y Gordo —una tumba ensangrentada; sangre y muerte y masacre—; no estaba más que a cinco pasos, ahora a cuatro, tres, dos, y el hacha giró en el aire, ávida. Su zumbido parecía el chillido de una criatura enloquecida cuando se disponía a asestar el golpe asesino que derribaría a su presa.
Y entonces, como un rayo blanco y dorado que se abriera paso en medio de la delirante tormenta plateada del cerebro de Índigo, el tigre de las nieves saltó entre las sombras del bosque e irrumpió en su camino.
Kinter lanzó un alarido de pánico y giró en redondo, en un intento por lanzarse a un lado y lejos de esa nueva amenaza, pero perdió pie y equilibrio, y se desplomó pesadamente, Índigo lanzó un aullido triunfal y alzó el hacha por encima de su cabeza...
«NO.»
La voz sosegada y sonora la golpeó como un huracán, se abrió camino entre la cacofonía de voces que sonaban en su cabeza, y la rotación del hacha se detuvo violentamente con una sacudida que le estremeció todo el cuerpo. El tigre permanecía inmóvil, mirándola con fijeza mientras, entre ellos dos, Kinter gemía e intentaba ponerse en pie. Ante la distorsionada visión de Índigo, el felino parecía más imponente aun: su cabeza inclinada hacia abajo, amenazadora, y el pelaje erizado del cuello le proporcionaban una espeluznante dimensión al lomo contraído, mientras sus ojos —ámbar fundido, ardientes, llameantes— lanzaban un terrible desafío. Y la sosegada voz inhumana volvió a hablar.
«ES MÍO.»
Las voces de su cabeza, Némesis, el demonio, los muertos, estallaron en un balbuceante caos de invectivas.
«¡No es tuyo, no es tuyo; es nuestro! ¡Mátalo, mátalo, MATA!»
Con una mezcla espeluznante de humanidad y manía diabólica, Índigo aulló:
—¡No! ¡Lo quiero! Es mío, es...
«Nuestro, ¡NUESTRO!»
—¡NO ES VUESTRO, ES MÍO!
«¡NUESTRO!Mata a esta criatura, hiérela, mutílala, ANIQUÍLALA...»
Su grito adquirió proporciones histéricas al verse rebasada por las voces demoníacas y aulló sin poder articular nada coherente, alzando el hacha para descargar el golpe mortal. Los ojos del tigre lanzaron un destello fugaz. Luego, con los enormes músculos fluyendo como una cascada bajo su pelaje, se alzó sobre sus cuartos traseros, se alzó sobre ella y un rugido estremecedor surgió de su garganta mientras una de sus zarpas delanteras se estrellaba con la fuerza de una almádena contra uno de los lados de su cabeza.