El mundo pareció girar enloquecido cuando Índigo se desplomaba. Oyó que el tigre volvía a rugir, tuvo una visión instantánea del inmenso cuerpo peludo que se apartaba de ella con un salto ágil, elegante y a la vez letal; y, con la cabeza dándole vueltas y las voces diabólicas acalladas de momento, vio que el felino saltaba sobre Kinter cuando éste, tras conseguir incorporarse, efectuaba un último y desesperado intento por huir.
No tuvo la menor oportunidad. Lanzó un único grito, un grito salvaje y primitivo. Después el grito se quebró en un gorjeo espantoso cuando todo el peso del tigre le cayó encima arrojándolo contra el suelo y sus zarpas se le cerraron sobre el cuello. El cuerpo de Kinter dio una sacudida como si lo hubieran zarandeado violentamente y cayó boca abajo, inerte y exangüe, sobre la maleza.
El tigre se apañó de él con delicada gracia, Índigo, a cuatro patas y mareada todavía por el zarpazo, contemplaba el cuadro aturdida, la boca abierta, la respiración jadeante. Kinter estaba muerto, había muerto instantáneamente al caer sobre él todo el peso del tigre y su potente mordisco le partió el cuello. Gotas de sangre brillaban como cuentas en el hocico del felino cuando éste volvió la cabeza para mirarla; ya no pensaba ensañarse más con Kinter. Su ataque no fue más que una rápida, espantosa y eficiente ejecución; Kinter no merecía más atenciones ya.
«PERO TÚ...»
La mirada ambarina se clavó en la mente de Índigo. Y las voces, las ensordecedoras voces enloquecidas, regresaron balbuceantes como la marea.
«Mata...»
«Golpea... el hacha.; ¡el hacha.!»
«Odio..., sangre, muerte, ODIO...»
Índigo mostró los dientes con fiero silbido. En lo más profundo de su ser, la cordura se esforzaba por resistir; en lo más profundo de su ser, sabía lo que le estaba sucediendo, lo que Némesis y el demonio hacían. Pero se ahogaba en aquella otra cosa aullante y enfurecida, demasiado débil para resistir, demasiado débil para arrastrarse (Índigo, no los otros, Índigo) hacia la superficie a través de
la demencia insensata que le llenaba la cabeza.
El silbido se convirtió en un gruñido babeante al tiempo que se incorporaba. En sus manos el hacha y el escudo refulgían y una vez más sintió cómo aquel calor abrasador le subía por los brazos. Mata. No existía otro razonamiento, ninguna otra motivación. Mata. No existía nada más en el mundo. Mata.
Dio un paso al frente.
«Índigo.»
Índigo se quedó rígida; la nueva voz se abrió paso en el tumulto de su mente. La conocía y sintió algo parecido al trallazo de la cola de una serpiente cuando aquella parte de ella que era Némesis retrocedió colérica ante aquella voz. Entonces, surgiendo entre los árboles, despacio, con mucho cuidado, los ojos fijos en el rostro de Índigo, Grimya hizo su aparición. El pelaje del lomo estaba erizado, mantenía la cabeza baja, y los colmillos brillaban marfileños. Babeaba; de su garganta se escapó un ronco y amenazador gruñido, y parecía mucho más peligroso que el de cualquier lobo que Índigo hubiera visto jamás, tan peligroso como el tigre de las nieves. El tigre y la loba se habían aliado brusca y aterradoramente en una causa común.
«Nosotros tomaremos eso, Índigo.» Grimya habló en voz lenta e intencionada en su mente. «Dánoslo. Lo destruiremos.»
Las voces de su cerebro aullaron: ¡NO! Pero Grimya empezaba a empujar las barreras, obligando a su voluntad a abrirse paso, intentando llegar hasta la Índigo auténtica que se ahogaba bajo aquel poder intruso.
«Dánoslo. Muéstranoslo, Podemos liberarte.»
Y sintió una segunda presencia que se fundía con la de la loba. Una presencia animal, cálida y poderosa, que se apoderaba de su cerebro desconcertado. Oía respirar a la loba y al felino, firmes, implacables, llamándola, diciéndole que luchara por liberarse, que echara de sí al demonio, que regresara, ¡recuerda lo que eres!
Índigo lanzó un terrible grito al advertir que otras manos, manos de plata, se hacían con las amarras de su conciencia para arrastrarla de vuelta. Sangre..., muerte... ¡No, debía luchar contra ellas! ¡Ella era más poderosa que cualquier demonio! Pero no se trataba sólo del demonio: Némesis se alzaba de nuevo. Con los ojos de la mente vio el rostro de la maligna criatura, escuchó su risa cruel y etérea que se burlaba, mientras la sujetaba con las manos para llevársela, llevársela...
—¡Ah, no!
Su propia voz, su voz, le brotó de los labios cuando comprendió de repente lo que le sucedía. No podía luchar a la vez contra Némesis y contra el demonio; incluso las fuerzas combinadas de Grimya y del tigre de las nieves eran insuficientes para semejante empresa. Pero sin Némesis, sin sus diabólicos engaños para dar poder al demonio, qué sucedería entonces? ¿Qué sucedería?
«¡Índigo! ¡Tienes el poder!» La voz de Grimya y la del tigre se unieron para derribar la última barrera: «¡ENTRÉGANOSEL DEMONIO!»
Una sacudida tremenda y estremecedora sobrecogió a Índigo y sus manos ardieron como si las hubiera metido en un horno. Sus dedos se agitaron violentamente, se extendieron por completo... y con un alarido salvaje, arrojó de sí el hacha y el escudo.
Oyó cómo resonaba por el bosque el aullido de rabia de Némesis, que gritaba su frustración cuando los símbolos plateados de su poder salieron despedidos por el aire y perdieron su influencia sobre ella. A continuación del grito apareció un dolor tan enorme y devorador que Índigo temió que la partiera en dos. Se alzaba, se hinchaba, crecía, estallaba... La joven se tambaleó, su cuerpo se dobló hacia adelante y su boca se abrió desmesuradamente mientras luchaba por dar voz a su agonía y terror. Sintió cómo se alzaba de las profundidades de su ser, le desgarraba tripas y estómago, se ahogaba en su garganta... Luego el dolor pareció cerrarse sobre sí mismo y se desvaneció con una sacudida que la hizo retroceder dando tumbos; Índigo oyó el aullido triunfante de Grimya mezclado con el rugido vigoroso del tigre.
La cosa que había surgido del interior de Índigo giraba y parpadeaba en el claro frente a ellos cual un fuego fatuo enloquecido. Carecía de forma propia —parecía consistir sólo en una luz de un descolorido tono nacarado— pero los ojos de Índigo, empañados por la conmoción, vislumbraron por un instante imitaciones de figuras humanas y animales en aquella forma que giraba sin freno, lo mismo que si el demonio, arrastrado fuera del refugio de su mente, intentara denodadamente encontrar alguna nueva imagen para aferrarse a ella. Unos brazos retorcidos se agitaron, pezuñas hendidas patearon en el aire; una mano de tres dedos se convirtió en la hoja de una espada; la cola de una serpiente en cuyo extremo brillaba la cuchilla de un hacha fue blandida con violencia. Y con sus bocas, picos y hocicos, aulló y gimoteó con creciente pánico.
Una voz cálida y poderosa resonó en la mente de Índigo: eran Grimya y el tigre juntos. Y le decían:
«¡mata!»
Índigo sonrió. Notó que la sonrisa resquebrajaba sus labios helados y agradeció el dolor porque era real, era humano, era parte de su propio ser incontaminado. La loba, el tigre y ella empezaron a rodear aquella cosa que parpadeaba y gimoteaba sin cesar. El tigre tenía la cabeza levantada, los ojos relucían voraces; Grimya jadeaba, anhelante, lista; y la mano de Índigo se cerró alrededor de la empuñadura de su cuchillo y lo sacó de la funda. El círculo se cerraba, se cerraba. Más cerca, cada vez más cerca.