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El demonio se lanzó en busca de la libertad. El tigre se levantó, entre rugidos, y su zarpa golpeó aquel horror reluciente y lo arrojó, dando tropiezos y aullando, al suelo. Mientras se debatía, la monstruosidad pasó con frenesí por una docena de horripilantes cambios; por fin unas alas membranosas se agitaron en el aire y lo levantaron. Aleteaba sin fuerzas en dirección a Grimya. Las mandíbulas de la loba se abrieron y cerraron dos veces, tres; partido casi en dos se lanzó hacia Índigo, retorciéndose en estridente agonía. La hoja del cuchillo cayó con un centelleo —no sintió nada, era como acuchillar el humo— y la cosa se arrastró por el suelo hasta detenerse temblando en el centro del círculo fatal. Herida de muerte, su resplandor gris plateado empezaba a disiparse y parecía incapaz de mantener una sola forma más de un instante. Las metamorfosis se sucedían cada vez con mayor rapidez, se desdibujaban en un caos total, Índigo comprendió con una oleada de triunfo que la esencia de aquella cosa empezaba a difuminarse, su poder y su fuerza se desvanecían con ella.

El demonio lanzó un aullido lastimero. Pero ella no tuvo piedad... Sólo disgusto, desdén y una repugnancia remota e indiferente. Escuchó una suave exhalación, vio que el tigre volvía a avanzar. Grimya y ella avanzaron con él hasta que los tres se detuvieron ante aquella cosa moribunda y debilitada que yacía ante sus ojos. Su luz se apagaba, estaba casi extinguida, pero Índigo tuvo la inquietante sensación de que, a pesar de lo informe que era, aquella cosa la miraba. Y entonces, por un momento, un rostro se formó en la moribunda masa nacarada. Un rostro que encarnaba todo el odio, toda la codicia, toda la terrible ansia de dominio de Kinter que, sin embargo, obstaculizado por los límites de la naturaleza humana, jamás habría podido alcanzar. Y en ese rostro, enmascarado por el semblante deforme del demonio pero todavía claro e inconfundible, tuvo una momentánea visión de Némesis que se difuminaba a toda prisa.

Algo parecido a una flecha de hielo puro y límpido pareció subir vertiginosamente por la espalda de Índigo hasta su cerebro. Levantó el cuchillo (Grimya y el tigre retrocedieron, pero ella no los vio; de repente no parecía darse cuenta de su presencia), y lo hundió en el rostro retorcido, una y otra vez. Vio que la esencia del demonio se fragmentaba, se esparcía, se convertía primero en humo y luego en nada, pero siguió hundiendo el cuchillo. Una y otra vez. No se detendría hasta que estuviera muerto, hasta que hubiera desaparecido; hasta que no existiera ninguna posibilidad, ni siquiera infinitesimal, de que jamás regresara al mundo.

«Indigo.»

Era la voz de Grimya, cautelosa y suave en su mente. El descenso del cuchillo se detuvo; de improviso el mundo volvió a aparecer ante ella, Índigo se dio cuenta de que ya no quedaba nada que atacar. La hoja estaba mojada por la nieve derretida y su punta manchada de tierra; con una energía que le era desconocida la había hundido repetidas veces varios centímetros en la tierra helada. Pero los últimos vestigios del demonio habían desaparecido.

Índigo parpadeó y la escena que tenía delante empezó a dar vueltas. Murmuró desvalida: «¿Grimya...?», y vio dos imágenes borrosas, el pelaje negro y crema del tigre, y el lomo moteado de Grimya. Sus ojos eran focos —lejanos entre la niebla que parecía una violenta tormenta de nieve— que retrocedían, se fundían. Extendió la mano hacia ellos, una oscuridad aterciopelada cayó sobre la joven y perdió el conocimiento.

Alguien o algo intentaba ayudarla a ponerse en pie. Pensó que sólo había estado inconsciente uno o dos minutos, pero era imposible estar segura. Y le dolía el cuerpo. Cada músculo, cada tendón (cada hueso, o al menos lo parecía). Sacudió la cabeza para apartar los cabellos mojados y el hielo derretido, Índigo abrió los ojos.

Grimya estaba pegada a ella, dándole cariñosos golpecitos angustiados con el hocico.

«Perdiste el conocimiento», comunicó la loba. «Después de que muriera el demonio, después de que sus últimos restos desaparecieran.» Una pausa. «¿Te encuentras bien?»

De modo que el demonio estaba muerto, Índigo sintió una vertiginosa oleada de alivio; por un momento creyó que había soñado parte de todo aquello. Pero no: a medida que se le aclaraba el cerebro empezaba a recordar lo sucedido. Todo lo sucedido.

Despacio, con mucho cuidado, se sentó en el suelo... y vio las dos figuras que aguardaban a pocos pasos, observándola.

El tigre de las nieves alzó la cabeza y profirió un tímido saludo. La mujer continuó mirando a Índigo un poco más. Luego, con cierta vacilación, pensó Índigo, se acercó a ella.

—Pensamos... —Su voz era baja y sonaba débil y distante, como si viniera de muy lejos. Y su figura, también, parecía etérea; quizá fuera una ilusión, pero por un momento Índigo creyó ver que la luz del sol brillaba a través desella—. Cuando te desmayaste, pensamos...

Índigo comprendió lo que intentaba decirle y forzó una leve sonrisa.

—No —repuso—. Está muerto; se ha ido. La maldición se ha roto.

La mujer suspiró; un sonido curioso y fantasmal que los árboles respondieron con un ligero susurrar de ramas.

—Me siento tan feliz... —dijo la mujer, y aquellas sencillas palabras expresaban más, mucho más; entonces se dio la vuelta y a Índigo le pareció que lloraba.

Feliz. Sí, también ella era feliz. Quizá la palabra fuera poco adecuada; pero de momento Índigo se encontraba demasiado cansada y aturdida para sentir cualquier otra cosa que las emociones más elementales. Desvió la mirada de la mujer que lloraba en silencio, no quería entrometerse, y miró a su alrededor. A cinco pasos de distancia, boca abajo sobre el suelo, yacía Kinter, allí donde el zarpazo del tigre lo había derribado. De los restos del demonio no quedaba rastro, sólo los arañazos del suelo donde ella había hundido el cuchillo acosada por un odio frenético. Y a su espalda...

El hacha y el escudo yacían medio ocultos entre la maraña de vegetación helada y marchita. Y a no parecían de plata: no eran más que simple metal deslustrado, casi ennegrecido por los años y el abandono. Sólo unas pocas manchas secas de color marrón en la hoja del hacha traicionaban los estragos que ellos, y la cosa que albergaban, habían provocado.

Índigo se incorporó algo vacilante y avanzó hacia las armas abandonadas... Entonces se detuvo. ¿Podía estar segura? Si las tocaba, ¿sentiría únicamente los contornos desiguales de la madera y el hierro viejos o acechaba algo allí todavía, algo inacabado, aguardando para despertar al contacto de una mano temeraria?

Grimya dijo con suavidad:

«No, Índigo. Ahí no hay nada ahora. El tigre me lo mostró. Mira.» Se dirigió a donde estaba el escudo y posó una de sus patas delanteras sobre él.

Índigo bajó la mirada hacia las armas, luego extendió el pie izquierdo y empujó el hacha. Se movió perezosamente, pero no le produjo ninguna otra sensación. Eran unos artilugios sin vida, nada más.

Percibió una presencia junto a ella y la mujer le dijo en voz baja:

—Déjalos ahí. La nieve los cubrirá y tras las nevadas vendrá la vegetación primaveral para acabar la tarea. Deja que se pudran y desaparezcan de la memoria, como tendría que haber sucedido hace siglos.