Índigo levantó los ojos y sus miradas se encontraron. El azul de los del espectro se había desvanecido para pasar del color zafiro al débil y pálido tono del cielo de una mañana de verano, y la mano que le tendió (la mano que Índigo sabía que no podía estrechar) era translúcida y apenas visible.
—Me has liberado —siguió la mujer—. No sé si en el lugar al que ahora soy libre para ir existen cosas como la memoria. Pero si es así, te recordaré. Y mi gratitud no morirá jamás.
A su espalda, el tigre profirió un extraño grito lastimero. La mujer se volvió y sus ojos se llenaron de afecto.
—El tigre ha sido un buen amigo para mí —dijo—. Recordó los viejos tótems, y los viejos vínculos entre mi familia y los de su especie, los tótems y los vínculos que el resto del mundo ha olvidado. Ahora, también él, ha quedado liberado de su última obligación.
Avanzó despacio hacia el felino, luego se arrodilló frente a él y extendió los brazos. El tigre dirigió el hocico hacia ella y las manos de la mujer, manos espectrales, le acariciaron la cabeza, pasaron sobre el lomo y, a través de él, un estremecimiento recorrió al felino mientras lanzaba de nuevo su débil grito de dolor.
La mujer se puso en pie... Luego giró la cabeza, volviéndose en dirección al corazón del bosque. Fue un movimiento tan rápido que pareció como si hubiese oído y reaccionado ante algo inaudible para otros oídos. Durante un instante permaneció inmóvil, en suspenso. Después se volvió otra vez hacia el tigre y lo contempló unos momentos.
—Adiós, compañero orgulloso y valiente. Gracias por todo lo que hiciste. —Sus ojos se desviaron hacia Índigo y Grimya—. Y adiós también a vosotras, queridas amigas. ¡Ojalá encontréis vuestra paz más deprisa de lo que yo he encontrado la mía!
Se volvió de nuevo de cara al bosque. Su figura se desvanecía, observó de repente Índigo; como un espejismo, como la bruma bajo el sol otoñal... Intentó llamarla y entonces recordó que jamás había sabido su nombre.
La imagen de la mujer parpadeó, se convirtió en un simple contorno dibujado en la bóveda del bosque. Y desapareció.
Índigo se llevó los nudillos apretados a la boca, sin darse cuenta de que mordía a través del guante, sin darse cuenta de las lágrimas que intentaban brotar de sus ojos para congelarse sobre pestañas y mejillas. Ni siquiera podía decir por qué quería llorar: carecía de sentido, era estúpido, la mujer no había significado nada para ella y, a decir verdad, fue ella indirectamente y sin proponérselo, el artífice de todo el dolor y la. pena que rodeaban la casa de los Bray. Sin embargo, Índigo sentía su pérdida; la sentía de una forma aguda como una cuchillada ya que, tal y como el desdichado espíritu le había recordado, ambas eran en muchos aspectos muy parecidas.
Algo la tocó en el pecho, justo en el corazón, y un aliento cálido se alzó para cosquillearle el rostro. Salió de su trance con un sobresalto y bajó la mirada. El tigre había avanzado silenciosamente hasta ella y la miraba con ardientes ojos dorados en los que la tristeza y la pena se fundían con una profunda comprensión, Índigo extendió las manos. Su temor era algo pasado y olvidado: ahora sabía —y el conocimiento ardía como un fuego inextinguible— que aquella terrible y magnífica criatura era un amigo verdadero. El tigre hundió la cabeza (la cabeza cuyos colmillos podían matar con un mordisco) entre sus brazos y contra su cuerpo. Su poderoso ronroneo vibró desde su garganta penetrando en ella y atravesándola.
A su lado escuchó a Grimya que emitía un suave gemido. El tigre parpadeó y se volvió para mirar a la loba, empequeñecida por su mole, con una mirada llena de comprensión. La cola de Grimya se agitó indecisa, entonces Índigo percibió el vehemente cálido torrente de su efecto cuando alzó el hocico y lamió el rostro del tigre.
De pronto el enorme felino se puso en tensión. Alzó la cabeza veloz, y las orejas se irguieron hacia adelante con un rápido movimiento mientras sus ojos se clavaban en un punto situado más allá del claro en dirección al límite del bosque. Momentos más tarde, Índigo también lo oyó; el lejano sonido de ladridos de perros y gritos de hombres.
«¡Los rastreadores!» Grimya giró en redondo; cada uno de sus músculos estaba en tensión. «¡Están aquí, vienen en esta dirección!»
La mente de Índigo se vio sumida de momento en la confusión. Reif y los otros... Los había olvidado por completo; lo había olvidado todo excepto el nítido y terrible encuentro con el demonio. Ahora, no obstante, el recuerdo de todo lo demás la golpeó como un maremoto. Veness; dolor y miedo y un terrible arrebato de amor la inundó tras el primer sobresalto. ¿Cómo estaría Veness? ¿Habrían encontrado los rastreadores a Moia, al conde Bray y a Gordo? ¿Sabrían lo sucedido?
El tigre mostró los colmillos y lanzó un gruñido sordo. No era un desafío ni una amenaza; el gruñido transmitía simplemente: «Éstos no son de mi especie». Retrocedió dos pasos, se volvió con agilidad y echó a correr.
—¡Espera! —lo llamó Índigo—. No te vayas..., espera; quédate, por favor...
Pero los árboles situados al otro extremo del claro se estremecieron por unos segundos al ver desplazadas sus ramas por algo veloz y ágil. El tigre desapareció.
—Se ha ido...
Índigo se quedó contemplando estúpidamente el lugar por donde había desaparecido el tigre. Grimya tuvo que morder y tirar del borde de su abrigo para conseguir que volviera a la realidad.
—¡Índigo, están ahí! —En su ansiedad, Grimya se dirigía a ella en voz alta—. ¡Reif! ¡Los otros hombres! ¡Debemos ir a su encuentro... rrrápido, o nos quedaremos atrrrás!
Había tanto que contar a Reif y a Veness...; tantas noticias que llevar a la granja... Sin embargo una parte de Índigo no quería abandonar ese lugar. La marcha del tigre le había producido una profunda pena y se aferraba todavía a la esperanza de que pudiera regresar.
«No regresará.» Grimya cambió a la comunicación telepática, y su voz sonó entristecida en la mente de Índigo. «El mundo de los hombres se está imponiendo aquí, y no es su mundo. El tigre siente que no tiene un lugar entre los hombres y, por lo tanto, ha regresado a sus dominios. Debemos aceptarlo por mucho que nos entristezca.»
Tenía razón; ningún razonamiento humano conseguiría persuadir al animal para que regresara. Debían cortar los vínculos: su propio mundo las llamaba, de la misma forma que la naturaleza salvaje del tigre de las nieves lo había atraído de regreso a su callada existencia en el bosque; de todas formas Índigo deseó haber tenido tiempo para poderse despedir.
Grimya corrió hasta el extremo del claro, volvió la cabeza y la llamó:
—Tenemos que irnos, Índigo. Tenemos que encon... encontrarlos.
—Sí. Sí; ya voy.
Miró una vez más en dirección al corazón del bosque, pero no se veía el menor movimiento entre las apiñadas ramas ni un destello rojo dorado entre las sombras. Para sus adentros, en silencio y con fervor, musitó: «gracias». Luego se dio la vuelta y corrió a reunirse con Grimya para abandonar con ella el bosque y descender apresuradamente por la colina nevada al encuentro del equipo de salvamento.
CAPÍTULO 20
Una hora más tarde, el trineo de perros del equipo de salvamento, con Índigo y Grimya a bordo, llegaba a la granja en medio de una polvareda de nieve y un tumulto de ladridos excitados. Cuando se detuvo con un ligero patinazo en medio del patio desierto, Índigo saltó fuera de él, más agradecida de lo que había imaginado posible porque el viaje hubiera terminado por fin. Estaba agotada, mareada por el hambre, le dolía terriblemente todo el cuerpo y lo único que deseaba era un baño caliente, una comida caliente, y la posibilidad de descansar.