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Ante su sorpresa, Reif no se encontraba entre los miembros del grupo cuando Grimya y ella salieron del bosque en su busca. El jefe del equipo, un ganadero moreno a quien no conocía, dijo que un pequeño problema en la granja había requerido la atención de Reif en el último minuto y que éste planeaba seguirlos con un segundo grupo más tarde. No dio demasiados detalles pero, después de encontrar el cuerpo del conde Bray y ver el espeluznante espectáculo de los restos de Moia atados a la estaca, estaba mucho más ansioso por saber lo que tenía que contar Índigo. Esta le relató todo lo que juzgó creíble y luego condujo a sus compañeros y a él al interior del bosque para que vieran por sí mismos el cadáver de Kinter; el resto del relato, no obstante, lo guardaría para los oídos de Veness y Reif nada más.

El trineo se balanceó cuando ella saltó, pero nadie salió de la casa para darles la bienvenida y el ganadero gruñó disgustado.

—Reif debe de haber salido ya —dijo—. Esperaba regresar a tiempo de evitarlo. —Gritó a los perros que se estuvieran callados, y empezó a desatar los arreos mientras los ladridos se apagaban—. Lo mejor será que entre y averigüe en qué dirección se fue... Un caballo puede avanzar ahora con esta nieve; enviaremos un jinete a buscarlo.

Índigo asintió y se dirigió a la casa. Grimya trotaba a su lado. La enorme puerta estaba atrancada y la golpeó con el puño, al tiempo que gritaba el nombre de Livian. No obtuvo respuesta durante casi un minuto, luego escuchó por fin el ruido de la barra al moverse y la puerta se abrió.

Livian apareció al otro lado entre las sombras del vestíbulo y en un principio Índigo no pudo ver su rostro con claridad. Penetró en el interior, diciendo:

—Livian... Livian, ¿se ha ido Reif? Tenemos que ir en su busca, tenemos que decirle... —Y se interrumpió.

Livian tenía el rostro ceniciento y ojeroso, los ojos enrojecidos. Se aferraba con tal fuerza al picaporte de la puerta que sus nudillos estaban totalmente blancos. Cuando Índigo, llena de desazón, quiso saber qué pasaba, nuevas lágrimas empezaron a correr por las mejillas de la mujer.

—¡Oh, Madre dulcísima...! —Entonces asoció detalles evidentes y sintió una punzada de remordimiento y vergüenza por haberla olvidado, por no haberla tenido en cuenta—. Livian, ¿qué ha sucedido? ¿Se trata de Rimmi? ¿Está bien?

Livian dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos, Índigo extendió los brazos hacia ella, pero se detuvo al ver que la puerta del comedor se abría.

Reif salió y, en cuanto lo miró, antes incluso de que pudiera hablar, la premonición la golpeó como un mazazo e Índigo lo supo.

—Veness ha muerto —dijo Reif.

Ella lo miró fijamente. No podía hacer otra cosa; no podía reaccionar, no podía articular ningún sonido. Advirtió el estremecimiento proyectado por la mente de Grimya, una oleada de dolor y compasión, pero carecía de sentido. Una voz en lo más profundo de su ser empezó a gritar: No, no es cierto, no lo creo, miente, es una broma, es un error. ¡No quiero creerlo! Pero Reif no mentía. En su rostro se reflejaba la verdad. En su rostro lívido y sin expresión.

Un quejido brotó de la garganta de Índigo. No era una palabra, ni siquiera un grito; sólo un ruido sordo, incongruente y rudimentario que sonó apagado en el repentino silencio del vestíbulo. Miró en dirección a la escalera que se perdía en la oscuridad. El debía de estar allí arriba, en su habitación... muerto... allí tumbado tal y como ella lo viera la última vez... muerto... antes de que el tigre viniera a buscarla, antes del demonio, antes de la lucha... pero estaba muerto. Veness estaba muerto.

—Pero... —Y no pudo terminar: no había nada que decir que tuviera el menor significado.

Reif volvió a hablar, con mucha calma.

—La herida era interna, Índigo. No lo sabíamos; no había forma de saberlo si no lo decía un médico. —Livian, que lloraba en voz baja, empezó a alejarse en dirección a la cocina y Reif continuó con voz insegura—: Recuperó el conocimiento, pero luego, hará alrededor de tres horas, empezó a escupir sangre. Livian hizo todo lo que pudo —dirigió una rápida mirada en dirección a la puerta por la que ésta había desaparecido—, pero no pudo evitarlo. Ninguno de nosotros pudo.

Se produjo una larga pausa y, aunque no dijo nada, Índigo sintió que una emoción nueva y terrible empezaba a invadirla por dentro, como si alguien sostuviera un cirio encendido sobre un enorme montón de hojarasca.

—El... te llamó —siguió hablando por fin Reif—. Justo antes de... —Se detuvo, tragó saliva, se pasó la lengua por los labios—. Se lo dije, Índigo. Le dije lo que me pediste. Y lo comprendió; sé que entendió.

—Sí —repuso Índigo al tiempo que asentía con la cabeza—. Sí.

La hojarasca empezaba a prender y ahora conocía la naturaleza de aquel fuego. Cólera. No, más que eso: rabia. Una rabia abrasadora y voraz. Iba creciendo hasta convertirse en llamarada, y de llamarada en infierno, eclipsando cualquier otro sentimiento bajo un sólido muro de furia. Llegaría el dolor, llegarían la pena y la desesperación: pero ahora, permanecían bloqueadas. Todo estaba bloqueado. Todo excepto la rabia.

Miró a Reif, y preguntó, con voz bastante clara y serena:

—¿Dónde está Carlaze?

Reif la miró con fijeza. Sabía lo que pasaba por su cabeza; sus ojos le dijeron que el joven había leído su mudo mensaje. Y entre ellos se estableció un vínculo de poderosa y total comprensión; afinidad y el reconocimiento de una causa común.

—Sigue en el sótano —repuso Reif.

—Tráela aquí, Reif, al comedor.

Él asintió lacónicamente y se fue en dirección a la cocina. Cuando se iba, Índigo lo llamó de repente:

—Reif...

Este se volvió.

—Kinter está muerto —le dijo ella—. Y... también tu padre. —Una remota parte de su mente se preguntó cómo podía ser tan sanguinaria. Pero en esos momentos no podía sentir otra cosa que no fuera la rabia—. Lo lamento.

Reif vaciló un instante; luego volvió a asentir y siguió andando.

Índigo se propuso tomar aliento muy despacio y miró a Grimya. El rostro de la loba expresaba una tremenda aflicción, pero los pensamientos que llegaron hasta la mente de Índigo no eran los que esperaba. Grimya estaba afligida, sí; pero había algo más...

—Quédate aquí, Grimya., si quieres. Entiendo que quieras...

«No.» Fue una respuesta instantánea y feroz, Índigo se dio cuenta de improviso de que la cólera de la loba igualaba a la suya. «Iré.»

Penetraron juntas en el comedor. Se habían llevado el cuerpo de Brws y un paño cubría la gran mesa. El fuego estaba apagado, Índigo encendió un farol, lo colocó sobre la mesa y luego sacó su cuchillo de la funda y lo limpió en el dobladillo de la camisa antes de ponerlo junto a la lámpara. La hoja centelleó lúgubremente bajo la luz y ella retrocedió. Se sentía desolada y abandonada. Lo único que la sostenía era la rabia. «Si esto pudiera ser un sueño», pensó, «si esto pudiera ser una pesadilla de la que acabara despertando, daría todo lo que poseo.» Pero no era un sueño. Era la fría, dura y amarga realidad.

Escuchó pisadas en el pasillo, y Reif entró, arrastrando a Carlaze con él. La joven rubia vio a Índigo y sus miradas se clavaron la una en la otra: por un momento Índigo creyó que Carlaze hablaría, cometería el error de expresar su desafío o incluso de mofarse, pero si semejante idea había cruzado por la cabeza de Carlaze se desvaneció rápidamente y la joven permaneció callada.