Reif cerró la puerta.
—Los hombres que estaban en el patio han entrado —anunció con una voz que sonó estremecedoramente fría. Su mirada se cruzó con la de Índigo y sus ojos echaban chispas—. Se lo he contado. No entrarán aquí a menos que los llamemos.
Índigo asintió. Al mirar a Carlaze advirtió que había llegado más allá del odio, que albergaba un sentimiento que no podía en absoluto llamarse emoción. El fuego se había trocado de repente en hielo.
Tomó su cuchillo y avanzó. Carlaze se echó atrás de forma instintiva; Índigo observó su reacción pero no le causó placer alguno.
—Extiende las manos —dijo.
Carlaze vaciló: tenía las muñecas atadas frente a ella y pensó que sabía cuáles eran las intenciones de Índigo, pero no podía estar segura. Reif le pellizcó el antebrazo con fuerza.
—Haz lo que te dicen.
Obedeció. Un músculo se crispó espasmódicamente en su antebrazo, Índigo la sujetó por las muñecas para mantenerlas quietas y cortó las cuerdas; luego depositó el cuchillo otra vez sobre la mesa, apretó la mano con fuerza y asestó a Carlaze un puñetazo en pleno rostro.
—Asesina —le espetó Índigo.
Carlaze cayó contra la mesa con la nariz chorreando sangre. Intentó agarrarse al borde en el momento de caer, pero lo único que consiguió fue tirar el cuchillo al suelo. Se desplomó junto a una de las patas de la mesa, gimoteando, Índigo avanzó hasta ella.
—Zorra —dijo.
Carlaze, el rostro convertido en una máscara ensangrentada, levantó la cabeza hacia ella con un odio feroz pintado en los ojos... Luego, bruscamente, hizo un convulsivo intento para alcanzar el cuchillo. Su mano se cerró sobre el mango y profirió un horrible y enloquecido gruñido triunfaclass="underline" al instante el gruñido se convirtió en un grito —en un grito desagradablemente distorsionado por la sangre que le obstruía las fosas nasales— cuando Índigo le aplastó los dedos con el tacón de su bota.
Carlaze rodó por el suelo, se acurrucó en posición fetal y apretó los dedos presa de terrible dolor,
Índigo la contempló con fría indiferencia puesto que sabía que ésa era mucho más amenazante que cualquier explosión de cólera. Y cuando Reif, sin decir palabra, se inclinó y obligó a Carlaze a ponerse en pie, ésta también lo comprendió con toda claridad.
—Por... por favor. —Masculló las palabras entre los dientes apretados por el dolor y el miedo—. No... por... favor... yo no... ¡oh, Diosa!, no fui yo, no... fui yo. No... —La sacudió un estremecimiento.
—Pero sí fuiste. —La voz de Índigo sonaba lejana e implacable—. Kinter y tú. A propósito, Kinter está muerto. El tigre de las nieves lo mató.
—Nnnn... —Carlaze cerró los ojos con fuerza.
—Así pues —siguió Índigo—, eso te deja sólo a ti para que nos cuentes toda la historia, ¿no es así? ¿Nos la vas a contar, Carlaze? ¿Lo harás?
Los ojos de la muchacha volvieron a abrirse, llorosos y nublados por el dolor. Su boca se abrió e intentó responder, pero estaba demasiado aturdida y asustada para ser coherente.
—No te oigo, Carlaze. —Índigo avanzó de nuevo, y la muchacha se encogió—. He dicho —y de improviso Índigo agarró un mechón de su suelta melena rubia, tirando de ella hacia adelante y hacia abajo de modo que su rostro se estrelló contra la mesa—, ¡no te oigo!
Carlaze gimió, aulló y resbaló hasta el suelo. Luego empezó a gatear, alzando las manos hacia Reif con gesto de súplica.
—Reif... oh Reif, detenía por favor... No la dejes que haga esto; diré todo lo que quieras, yo... — Las palabras se ahogaron en sonoros sollozos.
Reif la miró; luego, con toda intención, se dirigió hacia la puerta y se recostó en ella.
—Lo siento, Carlaze. —Su mirada se posó brevemente en el rostro de Índigo y aceptó lo que vio en su expresión—. Esto no tiene nada que ver conmigo. —Se cruzó de brazos—. Soy un simple espectador.
—¡No! —suplicó, reanudando sus sollozos—. No fui yo, no fui yo, ¿no lo veis? Fue cosa de Kinter... ¡Fue idea de Kinter y lo planeó Kinter! ¡Que la Diosa me ayude, yo no quería saber nada de esto, lo juro por la vida de mi propia madre, lo juro! —Se agarró aja pata de la mesa, intentando arrastrarse tan lejos de Índigo como fuera posible—. ¡Por favor..., tenéis que creerme! Kinter quería que el conde Bray muriera, y quería... quería... Yo intenté persuadirlo de que era una aberración, una perversidad. Pero no me escuchó, y yo le tenía miedo, tenía miedo de lo que pudiera hacerme si no lo ayudaba, dijo que me mataría, dijo que me mutilaría y me arrojaría fuera de casa y... ¡oh, lo odiaba, lo odiaba! ¡Pero no pude detenerlo!
Grimya, de pie junto al otro extremo de la mesa, miró a Índigo y sus ojos desprendieron un fulgor rojo.
«Está mintiendo.» Índigo jamás había escuchado tanto desprecio en la voz mental de la loba.
«Leo en su mente, Índigo; su miedo ha derrumbado las barreras de su cerebro. Y está mintiendo. Dirá cualquier cosa y traicionará a quien sea, si cree que eso puede salvarla. Pero es ella realmente la malvada; no Kinter.»
El asco se apoderó de Índigo como un torrente de agua helada. Sí, Grimya había visto hasta dónde llegaba la codiciosa ambición de Carlaze, ambición que no conocía de lealtades ni de honor. Kinter, a pesar de sus malvadas acciones, había sido en el fondo un ser débil; era fácil comprender que una voluntad firme como la de Carlaze podía haberlo manipulado, empujado y obligado a cometer las atrocidades que favorecían sus planes, al tiempo que ella mantenía sus propias manos (al menos físicamente) limpias. Grimya lo vio y le abrió los ojos a Índigo. Ahora, Índigo le sacaría la auténtica verdad.
Muy despacio, Índigo se volvió y avanzó hasta la chimenea apagada. En un nicho situado sobre el hogar habían colocado unas cuantas velas; tomó una y la llevó hasta la mesa, luego levantó el tubo de cristal de la lámpara y encendió la vela en la llama. La vela flameó como un diminuto ojo parpadeante, Índigo bajó los ojos hacia Carlaze.
—Ahora —anunció—, me contarás otra vez tu historia, Carlaze, pero esta vez me dirás la verdad. La verdad sobre ti, sobre Kinter, sobre todo lo que hicisteis. Todo.
Carlaze lloriqueó. Al acercársele Índigo, intentó ponerse en pie y alejarse vacilante, pero el esfuerzo fue demasiado lento y tardío, Índigo la sujetó con fuerza por la mandíbula, y la obligó a volver la cabeza violentamente. En la otra mano, la vela chisporroteaba y humeaba. Los ojos de Carlaze se desorbitaron de terror.
—Bien, Carlaze —dijo Índigo con suavidad—. ¿Por dónde empezamos?
Y la vela avanzó lenta, firme e inexorablemente hacia los labios fruncidos de Carlaze.
Reif bajó la mirada hacia la criatura temblorosa y sollozante acurrucada en un rincón del comedor y dijo:
—Bien. Ahora lo sabemos.
—Sí. —Índigo se dio la vuelta, recogió el cuchillo y lo envainó. No tenía la menor sensación de haberse apaciguado ni vengado; ninguna satisfacción por el doloroso y abrasador tormento que sus manos habían infligido a Carlaze; fue un medio para conseguir un fin y no una compensación. Ningún castigo podría volver a Veness a la vida.
Pero, por lo menos ahora, habían obtenido de Carlaze la verdad. No tardaron mucho en conseguirla y gran parte era tal como Índigo y Grimya (y probablemente también Reif, durante las últimas horas) habían ya supuesto. Un relato sórdido de avaricia, envidia codiciosa y resentimiento. Por ser la esposa del hijo de Livian, Carlaze se consideró la parienta pobre de la familia Bray, y cuando Livian, ya viuda, aceptó la oferta del conde Bray de tener un lugar en su casa para ella y los suyos, Carlaze no pudo soportar la idea de tener que agradecer la caridad de otro. El conde Bray era rico, influyente, poseía un título. Y ella le guardó rencor, al tiempo que ambicionaba cuanto él poseía; todo aquello de lo que su esposo y ella carecían.