Pero el conde Bray tenía tres hijos: Kinter, cuarto en la línea de sucesión al título de conde, no sería su heredero a menos que sus tres vástagos murieran jóvenes y sin hijos. Así pues, Carlaze empezó a urdir su intriga para provocarles la muerte, y Kinter se convirtió en su instrumento, Índigo no tenía la menor duda de que, aunque manipulado por su despiadada y decidida esposa, Kinter se mostró muy dispuesto a cumplir su parte (el premio en juego era una tentación que fue incapaz de resistir).
Sin embargo apareció una complicación imprevista en la figura de Moia. Y si Moia le daba al conde otro hijo, también habría que deshacerse de él, y podía resultar difícil. Pero Carlaze no tardó mucho en descubrir el descontento de Moia con su matrimonio ni los sentimientos de ésta por el hijo de Olyn, Gordo; y a partir de ese momento la fruta estuvo madura para arrancarla del árbol. Carlaze se confabuló con Moia, la ayudó a mantener sus ilícitas relaciones a espaldas del conde Bray, mientras en secreto se aseguraba de que se dejaban pistas suficientes para despertar las sospechas del conde. Y la noche de la disputa (con la carta que ella misma le había robado a Moia y colocado allí donde era seguro que la encontrarían), ayudó a Moia a ponerse su ropa de viaje y a escapar de la casa, hasta donde Kinter la aguardaba para darle escolta y llegar al bosque, el lugar donde estaban citados los amantes con la intención de fugarse.
Si en su corazón hubiera habido en aquel momento espacio para compadecer a alguien, Índigo habría compadecido a Moia. Confusa y desesperada, temerosa del hombre con quien la habían obligado a casarse, profundamente enamorada de otro que podría haberla hecho realmente feliz, depositó toda su confianza en Carlaze y en Kinter. De esa forma Gordo y ella se convirtieron en sus primeras víctimas.
Con toda probabilidad, Gordo fue el primero en morir, degollado seguramente mientras Moia chillaba aterrada y desconcertada. Luego le llegó su turno, estrangulada con la prenda de amor que el mismo Gordo le había dado; y ambos fueron a reunirse en el último y eterno abrazo de la tumba. La noticia de que su esposa había «huido» y no se la encontraba por ninguna parte, fue el estímulo que Carlaze y Kinter necesitaban para hacer traspasar al conde Bray los límites de la cordura y llevarlo a la destrucción de sí mismo y de su familia, despertando otra vez la antigua maldición.
Estuvieron muy cerca del éxito: tan cerca que, por trágica ironía, sólo Reif se habría interpuesto entre él y el título de conde si Kinter estuviera vivo aún. Y al mirar a Reif, Índigo lo vio de repente con serena y absoluta lucidez: un hombre despojado de todo lo que había amado: su padre, sus hermanos, su felicidad. Cuanto le quedaba era una nueva responsabilidad que pesaba como granito sobre sus hombros. Y, aunque tuviera la energía necesaria para cumplir con lo que la vida le exigiera, estaba completa y desconsoladamente solo.
El comedor permanecía en un silencio roto apenas por los sollozos apagados de Carlaze, más débiles cada vez a medida que el agotamiento superaba el dolor y la conmoción, Índigo contempló largo rato a la muchacha vencida y se volvió otra vez hacia Reif. Por primera vez había simpatía en sus ojos.
—Puedo matarla —dijo—. Puedo hacerlo fácilmente, Reif, y sin titubear. Puedo hacerlo por Veness, y por ti. Pero no tengo derecho.
Reif se clavó los ojos en las manos cuyas palmas se apoyaban con fuerza sobre la mesa.
—No —repuso. Se produjo una pausa—: Pero yo sí.
Levantó la cabeza para encontrarse con los ojos de Índigo. Los suyos eran puro acero. Luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta, Índigo lo oyó alejarse por el pasillo. Al poco rato volvió seguido por dos hombres de rostro pétreo.
—Atadle las manos a la espalda.
Los dos hombres se aprestaron a obedecer. Carlaze, perpleja, fue obligada a levantarse, Índigo contempló su rostro, con indiferencia, observando la boca quemada y ensangrentada, los ojos hinchados, la enorme contusión morada que empezaba a extenderse desde el puente de la nariz para cubrirle las mejillas. Toda su belleza había desaparecido. No era más que una mujer golpeada y asustada que había intentado hacerse con el poder y no pudo lograrlo.
Escuchó un ruido metálico a su espalda y se volvió. Reif se dirigía a la pared del otro extremo de la habitación y descolgaba una espada de doble empuñadura que pendía de la pared junto a la ventana, Índigo ya la había visto antes; era un arma antigua, y, a diferencia del hacha y el escudo malditos, estaba limpia y conservada con esmero. Una reliquia familiar. Y una reliquia con una función determinada.
Los ojos de Carlaze se desorbitaron de terror cuando Reif empezó a andar despacio en dirección a
ella, la espada entre sus manos y la punta hacia el suelo. Se detuvo a cinco pasos y la miró con fijeza.
—Durante muchos siglos ha sido prerrogativa y privilegio del condado de Bray administrar justicia en esta región —anunció Reif con fría formalidad—. Debido a la muerte de mi padre y de mi hermano mayor, el título y las responsabilidades consiguientes han pasado a mí, y es por lo tanto mi deber ver que se haga justicia de acuerdo con las leyes de esta tierra. —Alzó la espada haciendo el saludo de estilo—. Carlaze, viuda de Kinter, se te declara culpable junto con tu esposo de asesinato y traición. Tu confesión ha sido escuchada y atestiguada por dos personas presentes aquí en esta habitación. Yo doy fe de esa confesión y de tu culpabilidad. —Miró por encima del hombro a Índigo y ésta asintió.
—Yo, también, doy fe de ello.
—Gracias. No hay nada más que decir. Invoco a todos los que me escuchan para que atestigüen que la sentencia impuesta a Carlaze, viuda de Kinter, será ejecutada sin derecho a apelación.
De la garganta de Carlaze brotó un espantoso gañido animal. Miró a Reif como si no pudiera creer lo que veía y escuchaba, pero era incapaz de articular ninguna idea coherente.
Los hombros de Reif se relajaron bruscamente y bajó la espada. Cuando volvió a hablar, el formalismo había desaparecido; su voz era simplemente la de un hombre agotado y abrumado de tristeza.
—Sacadla al patio.
Índigo no se movió cuando los dos hombres agarraron a Carlaze por los brazos y medio a rastras (la joven estaba paralizada, no podía moverse, no podía reaccionar) la llevaron hasta la puerta. Reif, sujetando la espada, los siguió; pegada a Índigo, Grimya gruñó apenas, pero Reif no volvió la mirada. Su rostro estaba rígido, desprovisto de emoción, Índigo tuvo una última visión de los ojos de Carlaze, embargados por un terror inenarrable. La muchacha se había quedado muda.
La puerta se cerró tras ellos.
La lámpara siseaba levemente. Era el único ruido de la habitación, Índigo permaneció inmóvil largo rato. Era consciente de la presencia de Grimya pero no podía comunicarse con ella, y la loba, dándose cuenta, permaneció en silencio y pensó en sus propias cosas.
El mundo de Índigo se derrumbaba. Lo sabía, aunque de momento no podía reaccionar y mucho menos expresar una pizca del dolor que sólo esperaba a que la parálisis la abandonara para herirla en lo más profundo. Había conseguido lo que se había propuesto. Lo había conseguido. Y si en aquellos momentos hubiera sido capaz de reír, Índigo habría reído ante la amarga ironía que acompañaba su éxito. Oh, sí: el demonio estaba muerto. Y también el hombre que la amaba... Y ahora, cuando ya era demasiado tarde, creía que también ella lo amaba.