No dijo nada. Pero Grimya, que caminaba en silencio junto al caballo y acariciaba sus propios recuerdos de esa última comunión con el gigantesco felino de las nieves, levantaba la cabeza de tanto en tanto para mirarla mientras avanzaban por la orilla del lago. Y vio y comprendió cuando, como una liberación deseada y largo tiempo esperada, las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Índigo, serenas, sin interrupción, calladas.