Se escuchó un nuevo torrente de carcajadas. Uno de los hombres —el que parecía el mayor y más fornido, y, sin la menor duda, el cabecilla— empezó a salir de la troika por uno de los lados sonriendo como una hiena. El cerebro de Índigo tomó una rápida decisión: sacó la ballesta del arnés colocándola frente a ella de golpe, al tiempo que ponía la saeta que siempre tenía preparada en la ranura y montaba el cebo del arma con un «clic» sonoro y seco.
—Da tres pasos más y te mataré —dijo con tono categórico.
El hombretón se detuvo, mirándola fijamente. Luego se dobló sobre sí mismo y lanzó una risotada. Cuando volvió a enderezarse, exclamó:
—¡Nunca lo creeríais! ¡Una dama a quien le gusta jugar duro..., vaya vaya, esto es todo un regalito!
Alguien desde la troika lanzó un aullido de júbilo.
—¡Vamos, Corv, ve a ver de qué está hecha! ¡Vamos, cógela!
Grimya lanzó un gruñido y mostró los dientes; los ojos de Corv se desviaron hacia la loba.
—¡Ah, mirad eso! Un perrito fiel, ¿lo veis? Vamos, perrito... ven aquí, vamos, deja que el viejo Corv te rasque la barriga, ¿quieres? —Dio otro paso vacilante.
Índigo le espetó:
—¡Quédate donde estás! —Sus ojos eran duros como el acero—. No te lo volveré a advertir.
Corv fingió pedir clemencia con gesto burlón.
—¡Ah, vamos, guapa! ¡Sólo queremos ser amables!
Índigo y Grimya tenían los ojos clavados en él, y por eso ninguna de las dos vio al hombre que, oculto tras los otros dos ocupantes del trineo, levantaba algo que llevaba en las manos y apuntaba. De repente, una pequeña piedra silbó en el aire con un débil gemido, y el caballo de Índigo lanzó un relicho asustado, echándose a un lado. Cogida por sorpresa, Índigo gritó y se echó hacia atrás en la silla mientras el animal se alzaba sobre los cuartos traseros. Sus músculos se encorvaron bajo el peso de la muchacha y se desbocó. Por instinto, sin dejar de sostener la ballesta, la muchacha intentó sujetar las riendas con una mano, pero no lo consiguió y se le escaparon ambos estribos. Se aferró apenas un instante a la silla con las rodillas, pero el caballo corcoveó, y salió despedida por encima de su cabeza para aterrizar en la nieve mientras el rocín huía al galope.
¡Índigo!»
Grimya corrió hacia ella mientras los hombres se retorcían de risa, Índigo rodó sobre el suelo, se sacudió la nieve de los cabellos y pestañas, y se incorporó de rodillas hecha una furia. No se detuvo a pensar. Una figura humana estaba ante ella y, alzando con gesto brusco la ballesta, disparó.
Se escuchó un alarido de dolor y Corv cayó al suelo. Las risas se desvanecieron al punto al darse cuenta sus amigos de lo que Índigo había hecho. Cuando ésta levantó los ojos vio tres rostros sorprendidos que la miraban desde el trineo. Corv estaba de rodillas, inclinado hacia adelante y lanzando ahogados sonidos guturales; la nieve aparecía salpicada de sangre, pasando del rojo al rosa pálido al mezclarse con los blancos cristales, pero la saeta se había clavado en el brazo y la herida era más aparatosa que grave.
Uno de los hombres lanzó un juramento, y alguien saltó fuera del trineo para ayudar a Corv. Éste dejó de gemir y levantó los ojos. Apretaba los dientes a causa del dolor, pero su expresión era cada vez más vengativa.
—Eso... no está bien... —chilló irritado—. ¡Perra cochina..., eso no es amistoso!
Sus acólitos lanzaron un gruñido de asentimiento, Índigo se llevó la mano a la espalda para sacar otra saeta de su carcaj, pero descubrió con horror que el carcaj no estaba allí. Debía de haberse soltado cuando el caballo se desbocó, y, paralizada por un repentino terror, pensó llena de desesperación: «Cuatro contra dos... No podemos con ellos si están armados...»
La troika crujió amenazadora al salir de ella los otros ocupantes. Corv había cerrado los ojos y maldecía en voz baja, animado por las palabras pronunciadas por un segundo hombre que avanzaba hacia Índigo.
—Muy bien, señora, ya te has divertido. ¡Pero a nosotros no nos gustan las mujeres que hacen cosas desagradables!
Corv sacudió la cabeza violentamente con gesto afirmativo.
—¡Ajústale las cuentas! —susurró—. Pequeña weyer asesina... ¡Cógela!
—La cogeré. —El otro hombre siguió avanzando lentamente hacia ella, Índigo vio que había
sacado un cuchillo—. ¡Y le daré una lección que no olvidará fácilmente!
Grimya volvió a gruñir, interponiéndose entre Índigo y el atacante que se acercaba, Índigo exclamó:
—¡Grimya, no! Tiene un cuchillo. —Se aferró al peludo cuello de la loba en un intento de obligarla a retroceder cuando ésta se agazapaba para atacar, pero Grimya la empujó, retorciéndose para desasirse, y la muchacha perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.
Entonces, inesperadamente, a su espalda, un rugido aterrador atravesó el aire cargado de remolinos de nieve.
Grimya lanzó un gañido, y el pelaje del lomo se le erizó como si un rayo la hubiera atravesado. El hombre que se dirigía hacia Índigo se detuvo en seco, levantó la vista, y un terrible sonido inarticulado surgió del fondo de su garganta.
—¡Corv! —Los otros dos hombres lanzaron un aullido de pánico.
—¡Corred! ¡Por la Madre, volved aquí!
—¡Salid de ahí, deprisa, por lo que más queráis!
Empezaron a regresar desordenadamente al trineo, arrastrando a Corv entre todos. Los tres caballos, encabritados, no cesaban de relinchar mientras el conductor sujetaba como podía las riendas luchando por evitar que se desbocasen como había hecho el otro caballo. Todo sucedió tan deprisa que Índigo se sintió demasiado aturdida para hacer otra cosa que permanecer muy quieta allí donde había caído; y golpeando con fuerza su mente y aumentando su confusión le llegaba, desde la mente de Grimya, una oleada de terror que inundaba su conciencia.
Los caballos volvieron a relinchar, y de repente la troika se puso en movimiento, lanzándose hacia adelante y levantando una oleada de nieve en forma de arco que cegó a Índigo. Esta giró a un lado, intentando protegerse los ojos; escuchó el sonido de las campanillas repicando enloquecidas y el rasgueo de los patines del trineo mientras ganaba velocidad y se alejaba con tanta rapidez como los caballos podían arrastrarlo. Y luego, de forma aterradora, todo quedó en el más profundo silencio.
«Índigo...» Era la voz de Grimya en su interior, y la mente de la loba estaba poseída de un temor incontrolable. «Índigo...»
Muy despacio, Índigo empezó a levantar la cabeza. El corazón le latía violentamente con una mezcla de sobresalto, incomprensión y terror que recogía de Grimya. Oyó algo; se quedó inmóvil. El ahogado sonido de una respiración, mezclada con lo que parecía un fuerte y profundo ronroneo. Y su nariz se ensanchó cuando detectó el olor cálido de un animal.
Sus ojos se esforzaron por mirar hacia arriba, luego se concentraron en un punto.
Y su voz se quebró llena de asombro y temor mientras murmuraba:
—Por la Diosa...
Era tres veces el tamaño de Grimya; pesaba cinco veces más que ella misma. Un pelaje espeso y cremoso cubierto de rayas de un negro intenso le caía sobre los hombros inmensos y el lomo alargado y flexible; su cola se agitó nerviosa, y las patas delanteras enormes y engañosamente blandas se flexionaron para mostrar unas uñas parecidas a pequeñas dagas. Las redondeadas orejas estaban vueltas hacia adelante, y los dorados ojos del tigre de las nieves la contemplaban fijamente y con preternatural inteligencia.