El la miró incrédulo y divertido.
– Maxine, dejemos algo claro. Me da la sensación de que cree que la estoy invitando a un encuentro interdisciplinario o algo así. Me parece estupendo que ambos seamos médicos. Pero si le soy sincero, no me importaría si fuera gogó o peluquera. Me gusta. Creo que es una mujer hermosa. Es agradable hablar con usted y tiene sentido del humor, y no parece odiar a los hombres, lo que hoy en día ya es bastante. Su currículo avergonzaría a muchos hombres y mujeres. Pienso que es atractiva y sexy. La he invitado a comer porque deseaba conocerla, como mujer. Y la invito a cenar porque quiero conocerla mejor. Es una cita. Cenamos, charlamos y nos conocemos mejor. Salir. Algo me dice que no es una de sus prioridades. No me imagino por qué, y si existe alguna razón, debería decírmela.
Ella sonreía, todavía ruborizada, mientras él hablaba.
– Sí. Claro. Creo que he perdido la práctica.
– No entiendo cómo ha podido ocurrir, a menos que vaya por ahí con un burka. -Le parecía preciosa, y la mayoría de los hombres estarían de acuerdo con él. De algún modo se había apartado del mercado y había renunciado a salir-. Entonces, ¿qué día le apetece quedar?
– No lo sé. Estoy bastante libre. El miércoles de la semana que viene tengo una cena de la asociación nacional de psiquiatras, pero aparte de eso no tengo planes.
– ¿Qué le parece el martes? La recojo a las siete, y vamos a algún sitio bonito.
A Charles le gustaban los buenos restaurante y los vinos caros. Era el tipo de velada de las que Maxine no disfrutaba desde hacía años, excepto con Blake y los niños, y esas veladas no resultaban muy adultas. Cuando quedaba con sus amigas casadas no iban a restaurantes, sino a cenar en la casa de alguno de los matrimonios. Y esto también lo hacía cada vez menos a menudo. Su vida social se había reducido por falta de atención e interés. Charles le acababa de recordar, sin querer, que había sido demasiado holgazana con su tiempo libre. Todavía estaba sorprendida con la invitación, pero aceptó quedar el martes. No se apuntó la cita en la agenda, convencida de que se acordaría. Le dio las gracias y se marcharon.
– ¿Dónde vive, por cierto?
Maxine le dio su dirección y dijo que conocería a sus hijos cuando fuera a buscarla. El le aseguró que le apetecía mucho. Mientras la acompañaba a la consulta, ella pensó que le gustaba caminar al lado de él. Había sido un almuerzo agradable. Le dio las gracias otra vez por la comida y entró en su consulta un poco aturdida. Tenía una cita. Una cita para cenar como Dios manda, con un médico de cuarenta y nueve años muy atractivo. Le había dicho su edad durante el almuerzo. No sabía qué pensar pero decidió que, al menos, su padre estaría contento. Se lo contaría la próxima vez que hablaran. O quizá después de la cena.
Y entonces dejó de pensar en Charles West de golpe. Josephine la esperaba en su consulta. Maxine se quitó el abrigo y se apresuró a empezar la sesión.
Capítulo 7
Maxine había pasado un fin de semana de locos. Jack tenía un partido de fútbol, y le había tocado a ella preparar los bocadillos para el equipo. Sam estaba invitado a dos fiestas de cumpleaños, y tuvo que acompañarlo y recogerlo, y Daphne había invitado a diez amigas a comer pizza. Era la primera vez que llevaba a sus amigas a casa después de la famosa noche de la cerveza, así que Maxine las vigiló de cerca, pero no sucedió nada raro. Zelda estaba otra vez en forma, pero tenía el fin de semana libre. Pensaba ir a una exposición de arte y había quedado con unas amigas.
Maxine trabajó en otro artículo en las horas libres que le quedaron por la noche. Además, dos de sus pacientes fueron hospitalizados durante el fin de semana: uno por sobredosis y el otro para mantenerlo vigilado por riesgo de suicidio.
El lunes debía visitar a seis chicos en dos hospitales distintos, y a un montón de pacientes en la consulta. Cuando volvió a casa, Zelda estaba fatal, con fiebre y gripe. El martes por la mañana estaba peor. Maxine le dijo que no se preocupara por nada y se quedara en la cama. Daphne podía recoger a Sam en la escuela, ya que Jack tenía entrenamiento de fútbol y otra madre lo acompañaría a casa. Se las arreglarían. Y lo habrían conseguido si los dioses no hubieran conspirado contra ella.
Maxine estuvo ocupada todo el día, sin un segundo de descanso. El martes era el día que recibía a los nuevos pacientes, y debía redactar sus historias clínicas. La primera visita era crucial con los adolescentes, por lo que necesitaba poner todos sus sentidos en ellas. A mediodía la llamaron de la escuela de Sam. Había vomitado dos veces en la última media hora, y Zelda no estaba en condiciones de ir a recogerlo. Tendría que ir ella. Disponía de una pausa de veinte minutos entre dos pacientes; tomó un taxi y recogió a Sam en la escuela. Tenía muy mala cara y vomitó encima de ella en el taxi. El conductor se puso furioso, pero Maxine no tenía nada con que limpiarlo, así que le dio una propina de veinte dólares. Llevó a Sam a casa, lo metió en la cama y le pidió a Zelda que le echara un vistazo de vez en cuando, a pesar de la fiebre. Era casi peor el remedio que la enfermedad, pero no tenía otra alternativa. Se duchó, se cambió y regresó a la consulta. Llegó diez minutos tarde para el siguiente paciente, y la madre de la chica le dejó claro que le parecía muy desconsiderado por su parte. Maxine le explicó que su hijo estaba enfermo y se disculpó como pudo.
Dos horas después, Zelda llamó para decir que Sam había vomitado otra vez y estaba a treinta y nueve. Maxine le pidió que le diera Tylenol y le recomendó que se tomara uno ella también. A las cinco se puso a llover. Su última paciente llegó con retraso, y reconoció que había fumado hierba aquella tarde, así que Maxine se quedó más tarde de la hora para hablarlo con ella. La chica había estado yendo a Fumadores de Marihuana Anónimos; aquello era una mala señal, y muy mala idea ya que tomaba medicación.
Acababa de marcharse la paciente cuando Jack llamó visiblemente alterado. La mujer que debía acompañarlo se había marchado y estaba solo en la calle, en una zona peligrosa del Upper West Side. Maxine habría matado a la madre que lo había dejado tirado. Su coche estaba en el taller, y tardó media hora en encontrar un taxi. Eran más de las seis cuando por fin encontró a Jack, temblando bajo la lluvia en una parada de autobús. Hasta las seis y cuarto no llegaron a casa, debido al tráfico. Los dos estaban empapados y muertos de frío, y Sam parecía encontrarse realmente mal y estaba llorando cuando Maxine entró en su habitación. Mientras cuidaba de él y de Zelda se sintió como si dirigiera un hospital. Mandó a Jack a la ducha porque estaba calado hasta los huesos y estornudaba.
– ¿Cómo te encuentras? No estás enferma, ¿verdad? -dijo a Daphne mientras pasaba a su lado camino de la habitación de Sam.
– Estoy bien, pero mañana tengo que entregar un trabajo de ciencias. ¿Puedes ayudarme?
Maxine sabía que la verdadera pregunta era si su madre lo haría por ella.
– ¿Por qué no lo hicimos el fin de semana? -preguntó Maxine con expresión agotada.
– Se me olvidó.
– Y yo me lo creo -murmuró Maxine.
En ese momento sonó el interfono. Era el portero; dijo que un tal doctor West la esperaba abajo. Maxine abrió mucho los ojos, presa del pánico. ¡Charles! Lo había olvidado. Era martes. Habían quedado para cenar, y él debía recogerla a las siete. El había llegado puntual, la mitad de la casa estaba enferma, y Daphne tenía que entregar un trabajo de ciencias que Maxine debía ayudarla a hacer. Tendría que anularlo, pero era una grosería hacerlo en el último minuto. No podía ni plantearse salir, y todavía llevaba la ropa que se había puesto para la consulta. Zelda estaba demasiado enferma para dejarle a los niños. Era una pesadilla. Tres minutos después, cuando le abrió la puerta a Charles estaba aterrada. El se quedó estupefacto al verla en pantalones y jersey, con los cabellos mojados y sin maquillaje.