– Lo siento mucho -dijo Maxine en cuanto lo vio-. He tenido un día de locos. Uno de mis hijos está enfermo, al otro lo han dejado tirado después del entrenamiento de fútbol, mi hija tiene que presentar un trabajo de ciencias mañana y la niñera tiene gripe. Estoy desquiciada, pero pasa por favor. -Charles entró en el piso justo cuando Sam aparecía en el pasillo, con la cara verdosa-. Este es mi hijo Sam -explicó Maxine mientras Sam vomitaba otra vez y Charles lo miraba, atónito.
– Vaya por Dios -dijo el hombre, mirando a Maxine con expresión alarmada.
– Lo siento. ¿Por qué no pasas al salón y te sientas? Voy enseguida.
Metió a Sam en el baño, donde el niño volvió a vomitar, y regresó corriendo al pasillo a limpiar el desastre con una toalla. Luego metió al niño en la cama. Daphne entró en ese momento.
– ¿Cuándo haremos el trabajo?
– Dios mío -exclamó Maxine, a punto de llorar presa de un ataque de histeria-. Olvídate del trabajo. Hay un hombre en el salón. Ve a hablar con él. Se llama Charles West.
– ¿Quién es?
Daphne estaba perpleja; su madre parecía haber perdido la cabeza. Se lavaba las manos e intentaba peinarse a la vez. Estaba desbordada.
– Es un amigo. No, es un desconocido. No sé quién es. Voy a cenar con él.
– ¿Ahora? -Daphne parecía horrorizada-. ¿Y mi trabajo? Es la mitad de la nota final del semestre.
– Entonces deberías haberlo pensado antes. No puedo hacer tu trabajo. Tengo una cita, tu hermano está vomitando, Zelda se está muriendo, y probablemente Jack va a contraer una neumonía por haberse pasado una hora bajo la lluvia en una parada de autobús.
– ¿Tienes una cita? -Daphne la miró fijamente-. ¿Cuándo ha sido eso?
– No ha sido. Y a este paso seguramente no será nunca. ¿Quieres ir a hablar con él, por favor?
Mientras hablaba, Sam dijo que iba a vomitar otra vez, así que tuvo que llevarlo corriendo al cuarto de baño. Daphne se fue a conocer a Charles con expresión resignada. Antes de marcharse tuvo tiempo de añadir que, si suspendía, no sería culpa suya, ya que su madre no quería ayudarla con el trabajo.
– ¿Acaso es culpa mía? -gritó Maxine desde el cuarto de baño.
– Me encuentro mejor -anunció Sam, pero no lo parecía. Maxine volvió a acostarlo, con toallas a los lados, se lavó las manos otra vez y se olvidó de su pelo. Estaba a punto de salir para ir a ver a Charles, cuando Sam le preguntó con mirada triste desde la cama-. ¿Cómo es que tienes una cita?
– La tengo y ya está. Me ha invitado a cenar.
– ¿Es simpático? -Sam parecía preocupado.
Ni siquiera se acordaba de la última vez que su madre había salido. Ella tampoco.
– No lo sé todavía -dijo sinceramente-. No es para tanto, Sam. Solo es una cena. -El niño asintió-. Volveré enseguida -prometió para tranquilizarlo.
Era imposible que pudiera salir a cenar esa noche.
Por fin llegó al salón a tiempo de oír cómo Daphne le hablaba a Charles del yate, el avión, el ático en Nueva York y la casa de Aspen de su padre. No era exactamente lo que Maxine quería que le contara, pero estaba agradecida de que Daphne no hubiera comentado nada de Londres, Saint-Barthélemy, Marruecos y Venecia. Lanzó una mirada de advertencia a Daphne y le dio las gracias por hacer compañía a Charles. A continuación, Maxine se deshizo en disculpas por la aparición de Sam en el pasillo. Pero por lo que realmente deseaba disculparse era por la ostentación que había hecho Daphne de su padre. Al ver que su hija no se marchaba, le dijo que tenía que empezar su trabajo de ciencias. Aunque de mala gana, Daphne se marchó por fin. Maxine tenía la sensación de estar a punto de tener un ataque de histeria.
– Lo siento muchísimo. Normalmente mi casa no es esta locura. No sé qué ha pasado. Hoy todo ha salido al revés. Y perdona a Daphne.
– ¿De qué tengo que perdonarla? Solo hablaba de su padre. Está muy orgullosa de él. -Maxine sospechaba que Daphne había intentado que Charles se sintiera incómodo, pero no quería decirlo. Había sido una grosería y su hija lo sabía-. No tenía ni idea de que estuvieras casada con Blake Williams -dijo, un poco intimidado.
– Sí -confirmó Maxine, deseando poder empezar la velada de nuevo, pero sin la escena inicial del Exorcista. También habría ayudado que se hubiera acordado de que había quedado con él para cenar. No lo había apuntado y se le había ido de la cabeza-. Estuve casada con él. ¿Te apetece beber algo?
Al decirlo se dio cuenta de que no tenía nada en casa aparte de un vino blanco barato que Zelda usaba para cocinar. Había tenido la intención de comprar un buen vino el fin de semana, pero lo había olvidado también.
– ¿Vamos a salir a cenar? -preguntó Charles directamente. No lo creía probable, con un niño enfermo, otro con un trabajo pendiente y Maxine que parecía fuera de sí.
– ¿Me odiarías si no fuéramos? -preguntó sinceramente-. No sé cómo ha podido ocurrir, pero lo he olvidado. He tenido un día de locos, y no sé por qué no lo apunté en la agenda. -Parecía a punto de llorar, y a Charles le dio pena. En otras circunstancias se habría puesto furioso, pero se sentía incapaz. A la pobre se la veía abrumada-. Será por esto que no salgo nunca. No se me da bien -concluyó, por decir algo.
– Tal vez sea porque no quieres salir -aventuró él.
A ella también se le había ocurrido, y sospechaba que Charles tenía razón. Parecía demasiado complicado organizarse. Entre su trabajo y sus hijos, su vida estaba llena. No había sitio para nadie más, ni tenía el tiempo y la energía que exigían las citas.
– Lo lamento, Charles. Normalmente no es así. Lo tengo todo bastante controlado.
– No es culpa tuya si tu hijo y la niñera están enfermos. ¿Quieres volver a intentarlo? ¿Qué te parece el viernes?
Maxine no se atrevía a decirle que Zelda tenía el viernes libre. Podía pedirle que trabajara en caso de que fuera necesario. Entre el empaste de la semana anterior y esta noche, Zelda le debía una, y era muy comprensiva con estas situaciones.
– Sería estupendo. ¿Quieres quedarte un rato? De todos modos tengo que cocinar para los niños.
Charles tenía una reserva para ellos en La Grenouille, pero no quería hacer que ella se sintiera mal, así que no lo mencionó. Estaba decepcionado, pero se dijo que ya era mayorcito y podía soportar que se anulara una cena.
– Me quedaré un rato. Ya tienes bastante trabajo. No es necesario que cocines para mí. ¿Quieres que examine a tu hijo y a la niñera? -ofreció amablemente.
Ella le sonrió agradecida.
– Sería todo un detalle. Solo es una gripe, pero es más tu campo que el mío. Si les da por suicidarse, me encargo yo.
Charles rió. A él sí le habían entrado ganas de suicidarse al ver el caos de aquella casa. No estaba acostumbrado a los niños y a la confusión que creaban. Llevaba una vida tranquila y ordenada, y a él le gustaba.
Maxine acompañó a Charles por el pasillo hasta su dormitorio, donde Sam estaba en la cama, mirando la tele. Tenía mejor color que por la tarde. Cuando entró su madre, levantó la cabeza. Le sorprendió ver a un hombre con ella.
– Sam, te presento a Charles. Es médico y va a echarte un vistazo.
Mientras sonreía a Sam, Charles se dio cuenta de que quería a sus hijos con locura. Habría sido imposible no darse cuenta.
– ¿Ibas a salir con él? -preguntó Sam con desconfianza.
– Sí -admitió Maxine, un poco avergonzada-. Es el doctor West.
– Charles -corrigió él con una sonrisa simpática y se acercó a la cama-. Hola, Sam. Ya veo que no te encuentras muy bien. ¿Has vomitado todo el día?
– Seis veces -dijo Sam con orgullo-. He vomitado en el taxi volviendo de la escuela.
Charles miró a Maxine con una sonrisa de simpatía. Podía imaginarse la escena.
– No parece muy agradable. ¿Puedo tocarte la barriga?
Sam asintió y se levantó la camiseta del pijama. En ese momento entró su hermano.