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– A mí tampoco. A eso me refería sobre los americanos. Son simples y directos. Los europeos son mucho más complicados. Quieren que todo sea difícil. Mis padres llevan doce años intentando divorciarse. No dejan de volver y romper de nuevo. Es un lío para los demás. Yo nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. Me parece un embrollo terrible.

Lo dijo con sencillez, como si hablara del tiempo o de un viaje, y a Blake le hizo gracia. Era una chica muy divertida, muy bonita; lo que los ingleses llaman una «hechicera». Era una especie de ninfa o hada con su sari, su bindi y sus tatuajes. Se fijó en que llevaba un brazalete enorme de esmeraldas, que pasaba inadvertido entre los tatuajes, y un anillo de rubíes enorme. Fuera quien fuese, tenía muchas joyas.

– Estoy de acuerdo contigo en que la gente arma mucho lío. Por mi parte, mantengo una buena amistad con mi ex mujer. Nos apreciamos incluso más que cuando estábamos casados.

Para él, era cierto, y estaba convencido de que Maxine pensaba lo mismo.

– ¿Tienes hijos? -preguntó ella, ofreciéndole aceitunas.

Blake se echó dos en la copa.

– Sí, tres. Una niña y dos niños. Trece, doce y seis años.

– ¡Qué bonito! Yo no quiero tener hijos, pero creo que la gente que los tiene es muy valiente. A mí me da miedo. Tanta responsabilidad. Se ponen enfermos, tienes que procurar que estudien, que sean bien educados. Es más difícil que adiestrar a un caballo o a un perro, y ambas cosas se me dan fatal. Una vez tuve un perro que hacía sus necesidades por toda la casa. Seguro que sería peor con los niños.

El no pudo evitar reír ante esa imagen. En ese momento pasó Mick Jagger y saludó a la chica, al igual que otros invitados. Todos parecían conocerla excepto Blake, que no entendía por qué no la había visto nunca antes. Pasaba mucho tiempo en Londres.

Le habló con entusiasmo de la casa de Marrakech y ella convino que parecía un proyecto fabuloso. La chica le explicó que había estado a punto de estudiar arquitectura, pero decidió no hacerlo porque no se le daban bien las matemáticas. Dijo que sacaba muy malas notas en el colegio.

Entonces aparecieron amigos de Blake que querían saludarlo, y también amigos de ella, y cuando se dio la vuelta buscándola, la chica había desaparecido. Blake se sintió frustrado y decepcionado. Le había gustado hablar con ella. Era excéntrica, inteligente, poco convencional, diferente y lo bastante guapa para seducirlo. Más tarde preguntó por ella a Mick Jagger, que se rió de Blake.

– ¿No la conoces? -se sorprendió-. Es Arabella. Es vizcondesa. Se dice que su padre es el hombre más rico de la Cámara de los Lores.

– ¿A qué se dedica?

Daba por sentado que no trabajaba, pero por otro lado algo que había dicho ella le había hecho pensar que tenía un empleo o una profesión.

– Es pintora. Pinta retratos. Es muy buena. La gente le paga una fortuna por un retrato. También les pinta sus caballos y perros. Está como una cabra, pero es muy simpática. Es el prototipo de inglesa excéntrica. Creo que estuvo comprometida con un francés muy guapo, un marqués o algo así. No sé qué ocurrió, pero no se casó con él. En lugar de eso se fue a la India, tuvo una aventura con un hindú muy importante y volvió con un montón de joyas maravillosas. Me parece increíble que no la conozcas. Tal vez estuviera en la India cuando tú estabas aquí. Es muy divertida -confirmó.

– Sí que lo es -coincidió Blake, bastante impresionado con lo que le había contado Jagger. Ahora la entendía mejor-. ¿Sabes dónde puedo encontrarla? No he conseguido pedirle el teléfono.

– Claro. Dile a tu secretaria que llame a la mía mañana. Tengo su teléfono. Como todo el mundo. Media Inglaterra se ha hecho retratar por ella. Siempre puedes utilizarlo como excusa.

Blake no creía necesitar ninguna, pero sin duda era una posibilidad. Se fue de la fiesta, fastidiado porque ella se hubiera marchado antes que él. Al día siguiente su secretaria le consiguió el teléfono. No fue difícil en absoluto.

Blake se quedó mirando el papel un minuto y después llamó. Contestó una mujer y él reconoció la voz de la noche anterior.

– ¿Arabella? -dijo, intentando aparentar seguridad, pero sintiéndose raro por primera vez en mucho tiempo.

Parecía más un torbellino que una mujer, y era mucho más refinada que las chicas con las que salía normalmente.

– Sí, yo misma -dijo ella, con su acento británico aspirado.

Y se echó a reír incluso antes de saber quién era él. Eran las mismas campanillas de hadas que había oído la noche anterior. Desprendía magia.

– Soy Blake Williams. Nos conocimos anoche en Kensington Palace, en el bar. Te marchaste antes de que pudiera despedirme.

– Estabas ocupado y me fui. Eres muy amable por llamar.

Parecía sincera y contenta de hablar con él.

– De hecho, preferiría decirte hola en vez de adiós. ¿Estás libre para almorzar?

Fue directo al grano y a ella le hizo gracia.

– No, no lo estoy -dijo con pesar-. Estoy pintando un retrato, y mi modelo solo puede venir a mediodía. Es el primer ministro y tiene una agenda muy apretada. ¿Qué te parece mañana?

– Me gustaría mucho -dijo Blake, sintiéndose como si tuviera doce años. La chica tenía veintinueve años, y aunque él tenía cuarenta y seis, se sentía como un niño con ella-. ¿Te parece bien en el Santa Lucia a la una?

Había sido el restaurante preferido de la princesa Diana y el de todo el mundo desde entonces.

– Perfecto. Allí estaré -prometió Arabella-. Hasta mañana.

Colgó enseguida. No hubo ninguna conversación banal. Solo lo justo para quedar para almorzar. Blake se preguntó si se presentaría con el bindi y el sari. Se moría de ganas de verla. No estaba tan entusiasmado con una mujer desde hacía años.

Al día siguiente, Blake llegó al Santa Lucia puntualmente a la una, y se quedó en el bar esperándola. Arabella llegó veinte minutos tarde, con los cabellos rojizos en punta, una minifalda, botas de piel marrón de tacón alto y un abrigo enorme de lince. Parecía un personaje de una película, y no se veía el bindi por ninguna parte. Parecía milanesa o parisina, y sus ojos eran del azul intenso que él recordaba.

– Qué amable eres invitándome a almorzar -dijo como si fuera la primera vez que la invitaban, aunque era evidente que no era el caso.

Era muy glamurosa y, al mismo tiempo, poco pretenciosa. A Blake le encantó. Se sentía como un cachorrillo a sus pies, lo que era extraño en él, mientras el camarero les acompañaba a su mesa y se desvivía tanto con Arabella como con Blake.

La conversación fluyó con naturalidad durante la comida. Blake le preguntó por su trabajo y él le habló de su experiencia en el mundo de la alta tecnología puntocom, que ella encontró fascinante. Conversaron sobre arte, arquitectura, navegación, caballos, perros y sobre los hijos de Blake. Intercambiaron ideas sobre cualquier cosa que se pueda imaginar y salieron del restaurante a las cuatro. Blake dijo que le encantaría ver su obra, y ella le invitó a su estudio al día siguiente, después de su sesión con Tony Blair. Le dijo que aparte de eso tenía la semana bastante desocupada y que, por supuesto, el viernes se marchaba al campo. Todo el mundo que pretendía ser alguien en Inglaterra se marchaba al campo el fin de semana, a su casa o a la de algún otro. Cuando se separaron en la calle, Blake se moría de ganas de volver a verla. De repente estaba obsesionado con ella, así que aquella tarde le mandó flores con una nota ingeniosa. Ella le llamó en cuanto las recibió. Le había enviado orquídeas y rosas, mezcladas con lirios del valle. Había ido a la mejor floristería de Londres, y había mandado lo más exótico que había podido imaginar, porque le parecía lo más adecuado para ella. Blake creía que era la mujer más interesante que había conocido y le resultaba increíblemente sexy.

Al día siguiente fue a verla al estudio, inmediatamente después de que Tony Blair se marchara, y se quedó asombrado por el aspecto de Arabella. Era una mujer de múltiples rostros, exótica, glamurosa, infantil, una niña abandonada, ahora una reina de la belleza, ahora un elfo. Cuando le abrió la puerta del estudio llevaba unos vaqueros ajustados, unas deportivas Converse rojas altas, y una camiseta blanca, con un brazalete de rubíes enorme en un brazo, y de nuevo el bindi. Todo en ella era un poco exagerado, pero enormemente fascinante para él. Le mostró varios retratos a medias, y algunos antiguos que había hecho para sí misma. También había algunos hermosos retratos de caballos. El del primer ministro le pareció extraordinario. Estaba tan dotada como Mick Jagger le había dicho.