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Cuando Charles la llamó a las seis, le dijo que acababa de levantarse; se quedó admirado al saber que ella llevaba todo el día arriba y abajo.

– Estoy acostumbrada -comentó Maxine riendo-. No hay reposo para los valientes. Al menos cuando tienen hijos.

– No sé cómo te las arreglas. Yo me siento como si me hubiera atropellado un autobús. Soy un blandengue. ¿Cómo está tu paciente? -Hablaba en un tono adormilado y sexy.

– Increíblemente bien. Es la ventaja de la juventud. En general tenemos muchas posibilidades de salvarlos, aunque no siempre.

– Me alegro de que vaya a ponerse bien. -Ahora él tenía un interés personal en su recuperación-. ¿Qué haces esta noche?

– Vamos al cine a las ocho, y antes seguramente iremos a tomar una pizza o a un chino. -Entonces tuvo una idea. Supuso que Charles estaría demasiado cansado para ir con ellos, y ella tampoco estaba demasiado animada, pero los domingos siempre tenían cena familiar, una comida un poco más festiva que el resto de la semana-. ¿Qué te parece cenar con nosotros mañana?

– ¿Contigo y con los niños? -Parecía dubitativo, y menos entusiasmado de lo que ella esperaba.

Para él era una idea nueva.

– Sí, de eso se trata. Podemos pedir comida china, o lo que a ti te guste.

– Me encanta la comida china. Pero no querría entrometerme en una cena familiar.

– Creo que podremos soportarlo. ¿Podrás tú?

Maxine sonreía al decirlo y él no encontró una buena excusa para negarse.

– De acuerdo -dijo, en un tono como si hubiera aceptado hacer puenting en el Empire State Building.

En cierto modo, así se sentía él. Maxine le agradeció que estuviera dispuesto a realizar ese esfuerzo. Era evidente que estaba muerto de miedo.

– Entonces, quedamos mañana a las seis -concluyó, mientras Daphne, que acababa de entrar, la miraba furiosa.

– ¿Acabas de invitarlo a cenar? -preguntó Daphne cuando su madre colgó.

– Sí.

No tenía ninguna intención de pedir permiso. Sus hijos invitaban a sus amigos continuamente, y Maxine los recibía con los brazos abiertos. Ella también tenía derecho a traer amigos, aunque ejerciera poco ese privilegio.

– En ese caso mañana no cenaré con vosotros -gruñó Daphne.

– Sí, comerás con nosotros -dijo Maxine con tranquilidad y le recordó que sus amigos eran bien recibidos en casa-. No sé por qué organizas tanto jaleo con esto, Daphne. Es un hombre muy simpático. No pienso escaparme con él. Y tú ya estás acostumbrada a las novias de tu padre.

– ¿Es tu novio? -Daphne parecía horrorizada.

Maxine meneó la cabeza.

– No, no es mi novio, pero tampoco tendría nada de chocante si ocurriera algún día. Es más raro que no haya salido con nadie en tantos años. No hace falta que te lo tomes tan en serio. -Pero quizá era normal. Era evidente que su hija se sentía amenazada por Charles y por la idea de que su madre tuviera a un hombre cerca. A Jack tampoco le hacía ninguna gracia-. No va a pasar nada, Daff. Pero, por Dios, anímate. No hagas una montaña de esto. Viene un amigo a cenar. Si algún día es algo más que eso, os lo diré. Por el momento, solo es una cena. ¿Entendido?

Al decirlo se acordó del beso de aquella mañana. Daphne no se equivocaba tanto. Era más que una cena. La chica no dijo nada; se limitó a salir de la habitación de su madre en silencio.

Cuando Charles apareció al día siguiente, Daphne estaba en su habitación, y Maxine tuvo que persuadirla, suplicarle y amenazarla para que saliera a cenar. Fue a la cocina, pero dejó claro con su lenguaje corporal y su actitud que estaba allí contra su voluntad. Ignoró a Charles por completo y miró a su madre enfurruñada. Cuando llegó la comida china a las siete, Daphne se negó a comer. Sam y Jack no se hicieron de rogar. Charles felicitó a Jack por el partido ganado el día anterior y le pidió detalles.

Después de esto, Sam y Charles entablaron una conversación. Daphne miraba a sus dos hermanos como si fueran traidores, y a los veinte minutos se encerró en su habitación. Charles se lo comentó a Maxine mientras ella recogía la cocina, y guardaba las sobras. La cena había sido agradable y Charles había salido airoso. Era evidente que hablar con los niños le exigía un esfuerzo, pero lo intentaba. Para él, todo aquello era nuevo.

– Daphne me odia -dijo él, con expresión preocupada, comiendo otra galleta de la fortuna que había quedado sobre la mesa.

– No te odia. Es solo que no te conoce. Está asustada. Nunca había salido con nadie y no había traído a ningún hombre a cenar. Le da miedo lo que esto puede representar.

– ¿Te lo ha dicho?

Parecía intrigado y Maxine se echó a reír.

– No, pero soy madre y psiquiatra de adolescentes. Se siente amenazada.

– ¿He dicho algo que la haya angustiado? -preguntó Charles con inquietud.

– No, lo has hecho muy bien. -Maxine le sonrió-. Simplemente ha decidido enrocarse. Personalmente no soporto a las adolescentes -admitió Maxine con total tranquilidad. Esta vez él rió, pensando en lo que hacía ella para ganarse la vida-. De hecho, las de quince son las peores. Pero empieza a los trece. Con las hormonas y todo eso. Deberían encerrarlas hasta los dieciséis o diecisiete.

– Muy bonito para una mujer que dedica la vida a ocuparse de ellas.

– Precisamente por eso sé de lo que hablo. A esa edad todas torturan a sus madres. Sus padres son los héroes.

– Me he dado cuenta -dijo Charles, abatido. Daphne se había jactado del suyo el primer día que se habían visto-. ¿Lo he hecho mejor con los chicos?

– Fenomenal -repitió ella, y le miró a los ojos sonriendo cariñosamente-. Gracias por hacer todo esto. Sé que no es lo tuyo.

– No, pero tú sí lo eres -dijo él amablemente-. Lo hago por ti.

– Lo sé -repuso ella en voz baja y, antes de que fueran conscientes de ello, se estaban besando en la cocina.

De repente entró Sam.

– ¡Eh! -exclamó en cuanto los vio. Ellos se separaron de golpe, sintiéndose culpables. Maxine abrió la nevera e intentó parecer ocupada-. Daff te matará si te ve besándolo -advirtió el niño a su madre, y ella y Charles se echaron a reír.

– No volverá a suceder. Lo prometo. Lo siento, Sam -dijo Maxine.

Sam se encogió de hombros, cogió dos galletas y salió de la cocina.

– Qué simpático es -comentó Charles cariñosamente.

– Para ellos es bueno que vengas, y para Daphne también -dijo Maxine-. Es mucho más realista que tenerme para ellos en exclusiva.

– No sabía que estaba aquí en misión educativa -se quejó Charles con un gemido, y ella se rió otra vez.

Se sentaron en el salón y hablaron un rato. Charles se marchó sobre las diez. A pesar de la hostilidad de Daphne durante la cena, había sido una velada agradable. Charles se sentía como si hubiera bajado por las cataratas del Niágara metido en un tonel, y Maxine parecía contenta cuando entró en su habitación y encontró a Sam en la cama, medio dormido.

– ¿Te casarás con él, mami? -susurró, incapaz de mantener los ojos abiertos.

– No, no me casaré. Es un amigo.

– Entonces, ¿por qué lo has besado?

– Porque me gusta. Pero eso no significa que vaya a casarme con él.

– ¿Como papá y las chicas que salen con él?

– Sí, algo así. No es para tanto.

– El también lo dice siempre.

Sam, aliviado, se durmió enseguida. La entrada en escena de Charles sin duda los había alterado un poco a todos, pero ella seguía pensando que era para bien. Para Maxine era divertido tener un hombre con quien salir. No era un delito, ¿no? Los niños tendrían que acostumbrarse. Al fin y al cabo, Blake salía con chicas. ¿Por qué no podía hacerlo ella?