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– No lo quiero -dijo ella con calma-. Son mis hijos. Son todo lo que tengo. Son mi vida.

Era precisamente lo que a él le daba miedo, y el motivo de que los niños lo asustaran tanto. No se imaginaba cómo podía apartarlos de ella.

– Necesitas algo más en tu vida que ellos -dijo.

Parecía que se presentara voluntario, y Maxine se conmovió. La besó de nuevo y esta vez no llamó nadie, ni hubo interrupciones. Ella le siguió dentro y entraron en el baño por turno preparándose para acostarse. Maxine se reía mientras se metía en la cama, porque era un poco incómodo y también gracioso. Se había puesto un camisón largo de cachemir con una bata a juego y calcetines. No era precisamente romántico, pero no se podía imaginar llevando otra cosa. Él llevaba un pijama de rayas. Por un momento, Maxine se vio como sus padres, en aquella gran cama, el uno al lado del otro.

– Esto es un poco raro -reconoció en un cuchicheo.

Él la besó y ya no hubo nada raro. Las manos de él se deslizaron bajo el camisón y poco a poco le quitaron la ropa entre las sábanas y la tiraron al suelo.

Hacía tanto tiempo que Maxine no se acostaba con nadie que temía sentirse asustada y fuera de lugar. En cambio, él se comportaba como un amante cariñoso y considerado, y todo parecía lo más natural del mundo. Después se abrazaron con fuerza y él le dijo que era maravillosa y que la quería. A ella la impactó oír aquellas palabras. Se preguntó si se había sentido obligado a decirlas porque se habían acostado, pero él le aseguró que se había enamorado de ella desde el día que se conocieron. Ella le dijo con toda la delicadeza que pudo que necesitaba más tiempo para saber si sentía lo mismo. Le gustaban muchas cosas de él, y esperaba sentir algo más a medida que lo fuera conociendo. Se sentía a salvo con él, lo que era importante para ella. Cuchicheó en la oscuridad que confiaba en él. Él le hizo el amor otra vez. Después, feliz, cómoda, relajada y totalmente en paz, Maxine se durmió entre sus brazos.

Capítulo 12

A la mañana siguiente, Maxine y Charles se abrigaron bien y fueron a pasear por la nieve. Él le preparó el desayuno: panqueques con jarabe de arce de Vermont, con tiras crujientes de beicon. Maxine le miró con ternura y él la besó por encima de la mesa. Era lo que Charles soñaba desde que se conocieron. En la vida de Maxine era difícil incluir momentos como ese. Sus hijos ya la habían llamado dos veces antes de desayunar. Daphne había declarado la guerra abiertamente al nuevo amor de su padre. Charles escuchó la conversación telefónica con el ceño fruncido. Maxine se quedó de piedra con lo que Charles le dijo al colgar.

– Sé que te parecerá una locura, Maxine, pero ¿no son demasiado mayores para vivir en casa?

– ¿Estás pensando que deberían alistarse en los marines o presentar una solicitud para la universidad? Caramba, Jack y Daphne solo tienen doce y trece años.

– A su edad yo estaba en un internado. Fue la mejor experiencia de mi vida. Me encantaba y me preparó para el futuro.

Solo de oírlo, Maxine se quedó horrorizada.

– Jamás -dijo con firmeza-. Jamás les haría algo así a mis hijos. Prácticamente, ya han perdido a Blake. Yo no los abandonaré también. ¿Para qué? ¿Para tener más vida social?

¿A quién le importa? Es en estos años cuando los hijos necesitan más a sus padres, deben aprender sus valores, bombardearlos con sus problemas y aprender cómo afrontar cuestiones como el sexo y las drogas. No quiero que un profesor de internado enseñe estas cosas a mis hijos. Quiero que las aprendan de mí. -Estaba estupefacta.

– Pero ¿y tú qué? ¿Estás dispuesta a aparcar tu vida hasta que vayan a la universidad? Esto es lo que sucederá si los tienes siempre cerca.

– Es a lo que me comprometí cuando los tuve -dijo ella suavemente-. Para eso están los padres. Veo cada día en mi consulta la consecuencia de que los padres no estén suficientemente atentos a sus hijos. Incluso cuando lo están, las cosas pueden torcerse. Si te rindes y los metes en un internado a esta edad, estás jugando con fuego.

– Yo salí bien -dijo él a la defensiva.

– Sí, pero decidiste no tener hijos -dijo ella sin tapujos-. Esto también indica algo. Quizá sí echabas algo de menos en tu infancia. Fíjate en los ingleses, ellos mandan a sus hijos a un internado a los seis o a los ocho años, y muchos de ellos se echan a perder por esto; al menos, así lo reconocen cuando son mayores. A esta edad no puedes alejar a un niño de sus padres y esperar que no haya consecuencias. Más adelante, esas personas tienen problemas de apego. Tampoco me fiaría de dejar a unos adolescentes solos en una escuela. Quiero estar cerca para ver qué hacen, y que compartan mis valores.

– A mí me parece un sacrificio enorme -dijo Charles severamente.

– No lo es -contestó Maxine, preguntándose si lo conocía realmente.

Sin duda a Charles le faltaba algo cuando se trataba de niños, y era una pena, en opinión de Maxine. Tal vez era esa pieza la que hacía que ahora ella dudara de él. Quería amarlo, pero necesitaba saber que él también podía querer a sus hijos, y sin duda no presionarla para que los mandara a un internado. Solo de pensarlo, se estremeció. El se dio cuenta y recogió velas. No quería que se enfadara, por mucho que le pareciera una idea interesante y deseara que ella la aceptara. Pero no lo haría; había quedado claro.

Aquella tarde fueron a esquiar a Sugarbush, y deslizarse por las pistas con él fue fácil y divertido. Maxine nunca había esquiado tan bien como Blake, pero era buena; además ella y Charles tenían el mismo nivel así que coincidían en las mismas pistas. Después ambos se quedaron relajados y felices, y ella olvidó la pequeña discusión de la mañana por el internado. Tenía derecho a defender sus puntos de vista, siempre que no pretendiera imponerlos. Aquella noche, Maxine no supo nada de sus hijos y Charles se sintió aliviado. Era agradable estar con ella sin que los interrumpieran. La llevó a cenar fuera y, cuando volvieron, hicieron el amor frente al fuego. Maxine estaba atónita por lo cómoda y tranquila que se encontraba con él. Era como si hubieran dormido juntos toda la vida, acurrucados en la cama. Fuera nevaba y Maxine se sentía como si el tiempo se hubiera detenido y estuvieran solos en un mundo mágico.

En casa de Blake, en Aspen, el ambiente era menos pacífico que en Vermont. El estéreo estaba a todo volumen, Jack y Sam jugaban con la Nintendo, las visitas de amigos se sucedían y Daphne estaba decidida a amargarle la vida a Arabella. Hacía comentarios groseros y secos, y observaciones malintencionadas sobre la ropa de Arabella. Cada vez que cocinaba ella, Daphne se negaba a comer. Le preguntó si se había sometido a la prueba del sida antes de hacerse los tatuajes. Arabella no tenía ni idea de cómo tratarla, pero le dijo a Blake que resistiría. El insistió en que eran buenos chicos.

Quería que los niños estuvieran contentos. Pero Daphne hacía todo lo posible para que nadie lo estuviera, e intentaba poner a los chicos contra Arabella, aunque por el momento no había funcionado. Les parecía simpática, aunque les diera un poco de grima su pelo y sus tatuajes.

Jack prácticamente no hacía caso a Arabella, y Sam era educado con ella. Le preguntó por el bindi, y su padre le contó que Arabella lo llevaba desde que había vivido en la India; luego añadió que le parecía muy bonito. Sam le dio la razón en esto. Daphne se encogió de hombros y le dijo a Arabella que habían visto entrar y salir tantas mujeres en la vida de su padre que ya no se tomaban la molestia de conocerlas. Le aseguró que su padre la dejaría al cabo de pocas semanas. Fue el único comentario que realmente crispó a Arabella. Blake la encontró en el cuarto de baño llorando.

– Cariño… cielo… Bella… ¿qué te pasa? -Lloraba como si se le hubiera roto el corazón, y si algo no podía soportar Blake era ver llorar a una mujer, y menos si era la que amaba-. ¿Qué ha pasado?