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En cuanto se acercaron a Imlil, Maxine pudo ver casas de adobe derrumbadas por todas partes, y hombres que excavaban entre los escombros buscando a sus seres queridos y a algún superviviente, a veces con las manos, por falta de herramientas con las que hacerlo; algunos de ellos lloraban. Maxine sintió que le escocían los ojos. Era difícil no identificarse con ellos. Sabía que buscaban a sus esposas, hijos, hermanos o padres. Le anticipaba lo que descubriría cuando por fin se encontrara con Blake.

En las afueras de Imlil, vio a empleados de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja marroquí atendiendo a personas cerca de las casas de adobe derribadas. Parecía que no quedaban estructuras en pie, y cientos de personas deambulaban por la carretera. Algunas muías interrumpían el tráfico en la carretera. Los últimos kilómetros avanzaron muy lentamente. También se veían bomberos y soldados. El gobierno marroquí y los de otros países habían desplegado todos los equipos de rescate disponibles. Los helicópteros zumbaban por encima de su cabeza. Era un espectáculo que Maxine había visto en otros escenarios de catástrofes.

En el mejor de los casos, no había ni electricidad ni agua corriente en la mayoría de los pueblos, pero las condiciones empeoraban en los pueblos de montaña, más allá de Imlil. El chófer le dio detalles de la región mientras sorteaban campesinos, refugiados y ganado en la carretera. Le contó que los habitantes de Ikkiss, Tacheddirt y Seti Chambarouch, en la montaña, habían bajado a Imlil para ayudar. Imlil era la puerta de entrada al alto Atlas central, y el valle de Tizane, dominado por Jebel Toubkal, la cima más alta del norte de África, a más de cuatro mil metros. Maxine podía ver las montañas delante de ellos, espolvoreadas de nieve. La población de la zona era musulmana y bereber, así que hablaban dialectos árabes y bereberes. Maxine sabía que solo unos pocos hablarían francés. Blake le había dicho por teléfono que se comunicaba con la gente del pueblo en francés y a través de intérpretes. Por ahora no había encontrado a nadie, aparte de los empleados de la Cruz Roja, que hablara inglés. Pero, tras tantos años de viajes, se desenvolvía bien en francés.

El chófer también le explicó que por encima de Imlil estaba la kasba de Toubkal, un antiguo palacio de verano del gobernador. Se encontraba a veinte minutos andando de Imlil. No había otro modo de llegar, excepto montado en muía. También le dijo que transportaban a los heridos de los pueblos del mismo modo.

Los hombres que veían llevaban chilabas, las largas túnicas con capucha que vestían los bereberes. Todos parecían exhaustos y cubiertos de polvo, tras los desplazamientos en muía, las horas de caminata, o los esfuerzos por sacar a personas de entre los escombros. A medida que se acercaban a Imlil, Maxine observó que incluso los edificios de ladrillo habían sido destruidos por el terremoto. No quedaba nada en pie y empezaban a verse las tiendas que la Cruz Roja había plantado como hospitales de campo y refugios para las innumerables víctimas. Las típicas cabañas de adobe estaban completamente derruidas. Aunque los edificios de hormigón no habían resistido mucho mejor que las casas de adobe y arcilla. Había flores silvestres junto a la carretera, cuya belleza contrastaba enormemente con la destrucción que Maxine veía por todas partes.

El chófer le explicó que la sede de Naciones Unidas en Ginebra había mandado un equipo especializado para evaluar el desastre y asesorar a la Cruz Roja y a los muchos equipos de rescate internacional que se ofrecían a ayudar. Maxine había colaborado con Naciones Unidas en diversas ocasiones, y creía que si tuviera que trabajar con una agencia internacional durante un período largo, probablemente lo haría con ellos. Una de sus mayores preocupaciones en aquel momento era que los mosquitos extendieran la malaria en los pueblos destruidos, como solía suceder en la región; el cólera y el tifus también eran peligros reales, por la contaminación. Los cadáveres se enterraban rápidamente, conforme a la tradición de aquella zona, pero muchos no se habían recuperado todavía, así que la propagación de la enfermedad era un problema real.

Resultaba desalentador, incluso para Maxine, ver la magnitud del trabajo, sabiendo el poco tiempo de que disponía para asesorar a Blake. Tenía exactamente dos días y medio para hacer lo que pudiera. De repente, Maxine lamentó no poder quedarse unas semanas en lugar de unos días, pero era imposible. Tenía obligaciones, responsabilidades, sus hijos la esperaban en Nueva York y no quería tensar la situación con Charles más de lo que ya estaba. Pero Maxine sabía que los equipos de rescate y las organizaciones internacionales permanecerían meses allí. Se preguntaba si Blake también se quedaría.

Una vez en Imlil, vieron más cabañas derribadas, camiones volcados, grietas en el suelo y personas que lloraban a sus muertos. La escena empeoraba a medida que se adentraban en el pueblo donde Blake había dicho que la esperaría. Estaba trabajando en una de las tiendas de la Cruz Roja. Al acercarse a las tiendas de rescate, Maxine percibió el hedor repulsivo y fuerte de la muerte que ya conocía y que nunca olvidaría. Sacó una de las máscaras de la bolsa y se la puso. Era tan dramático como había temido, y no podía por menos que admirar a Blake por estar allí. Sabía que la experiencia tenía que ser impactante para él.

El jeep la dejó en el centro de Imlil, donde las casas estaban derrumbadas, había escombros y cristales rotos por todas partes, cadáveres en el suelo, algunos tapados con lonas y otros no, y personas que deambulaban todavía conmocionadas. Había niños que lloraban, cargados con niños más pequeños o bebés, y vio dos camiones de la Cruz Roja con voluntarios que servían comida y té. También vio una tienda médica con una enorme Cruz Roja y otras más pequeñas formando un campamento. El chófer le señaló una de ellas y la acompañó a pie por el terreno lleno de obstáculos. Los niños la miraron con sus caras sucias y los cabellos enmarañados. La mayoría de ellos iban descalzos; algunos ni siquiera llevaban ropa, porque habían huido en plena noche. No hacía frío, por suerte, así que Maxine se quitó el jersey y se lo anudó a la cintura. El olor a muerte, orina y heces lo impregnaba todo. Maxine entró en la tienda, buscando a Blake. Allí solo conocía a una persona y la encontró a los pocos minutos, hablando con una niña en francés. Blake había aprendido el francés en clubes de Saint Tropez y ligando con mujeres, pero lograba hacerse entender. Maxine sonrió en cuanto le vio y se acercó a él. Cuando él levantó la cabeza, Max descubrió lágrimas en sus ojos. Terminó lo que estaba diciendo a la niña, le señaló un grupo de personas a cargo de un voluntario de la Cruz Roja, y abrazó a Maxine. Ella casi no pudo oír lo que le decía a causa del ruido de los bulldozer. Blake los había hecho traer de Alemania para que los equipos de rescate pudieran seguir buscando supervivientes.

– Gracias por venir -dijo, conmocionado-. Es terrible. Por ahora, hay más de cuatro mil niños que parecen haber quedado huérfanos. Todavía no estamos seguros, pero creemos que habrá muchos más.

Habían muerto más de siete mil niños. Y más del doble de adultos. Todas las familias habían quedado diezmadas o habían sufrido alguna pérdida. Blake dijo que la situación en el siguiente pueblo, en la montaña, era peor. Había estado allí los últimos cinco días. Prácticamente no había supervivientes y casi todos habían bajado a la llanura. Estaban mandando a los ancianos y a los heridos graves a hospitales de Marrakech.

– A primera vista, es terrible -confirmó ella.

El asintió, tomándole la mano. La llevó a dar una vuelta por el campamento. Había niños llorando por todas partes y casi todos los voluntarios sostenían a uno en brazos.

– ¿Qué va a ser de ellos? -preguntó Maxine-. ¿Se ha organizado algo oficialmente?