– Por miedo, tal vez -respondí.
– ¿Miedo de qué?
Alcé los hombros, pero él no podía verme.
– Tendrías que habérmelo mostrado – dijo después.
– ¿Qué habría cambiado…? -respondí con lágrimas que volvían a quemarme los ojos.
Después se giró y dijo:
– Lo siento.
Todo es como antes.
¿Todo es como antes?
22
Tú eres casi negra y yo blanca como el algodón, tú eres alegre y yo, una melancólica perenne.
Recuerdo muy bien tu auto amarillo: un Fiat 127 amarillo, un modelo muy viejo, ya no se ven por ahí. Era simpático, parecía salido de una historieta, y nosotros los dos personajes principales. Tú tenías un impermeable del mismo color, amarillo canario. Para mí eras “La señora de amarillo”. Tenías unos pendientes que recordaban mucho a los caramelos Alpenliebe, amarillos y suaves, con un pequeño agujero en el centro. Yo los miraba mientras conducías. Te miraba el lunar que tienes detrás de la oreja, ese lunar que te hacía reconocible como mi mamá. Ese lunar eras tú. Sin ese lunar nunca hubieras sido tú, ni siquiera con el impermeable amarillo y los Alpenliebe en las orejas.
Después de comer nos quedábamos solas y jugábamos como dos hermanas que tienen pocos años de diferencia. Tú me hablabas y yo escuchaba. Tú me hablabas porque mientras te escuchaba estaba seria y movía la cabeza como diciendo: “Entiendo, no te preocupes, sigue adelante”.
Me decías muchas cosas, mamá, y todas esas cosas ya no las tengo en la cabeza, aunque tal vez quedaron alojadas indisolublemente en mi alma.
Luego, cuando estabas cansada de hablar, te preguntaba:
– Mamá, ¿hoy a dónde vamos?
Tú alzabas los hombros, sonriéndome con confianza, y decías:
– ¡Qué importa! ¡Vayamos en auto, será él quien nos lleve!
El auto estaba embrujado, el 127 amarillo nos llevaba a lugares siempre distintos, que para mí eran lugares que también estaban embrujados. Lugares anónimos, plazoletas grises y vacías, casas de paredes charlatanas y teatrales, el centro de estética de tu mejor amiga, con la que intercambiabas confidencias importantes, cosas sobre el matrimonio y los maridos. Sentada en un banco observaba tu cuerpo cubierto de cremas y aceites; basta que piense en eso para que vuelva a sentir su perfume.
Tus palabras y las de tu amiga para mí fueron fundamentales: creo que en ese cuarto del centro de estética comenzó mi recorrido sexual. Creo que exactamente allí empecé a oír hablar de hombres y a hacerme más o menos una idea. Estaba muy atenta, mantenía la boca cerrada durante dos horas seguidas y escuchaba con avidez. Siempre, cuando volvía a casa, traía conmigo algún descubrimiento, una nueva curiosidad satisfecha. Cada vez que yo te preguntaba: “Mamá, ¿a dónde vamos?”, esperaba que me respondieras: “¡Al centro de estética!”.
El 127 era nuestro nido, nuestro refugio. ¿De qué? A lo mejor del tiempo. Tú tenías alrededor de veinticinco años y yo tenía casi cinco, pero ambas intuíamos que tal vez el tiempo nos robaría algo muy valioso: la despreocupación.
Cuando cambiaste el 127 amarillo por un auto rojo más moderno, nuestra relación cambió y yo me vi obligada a tener que ir sola a los lugares embrujados, a los lugares donde viven las ilusiones.
“Mañana tu niña podrá caminar sola por las calles de la vida, tejidas con lágrimas y sueños, y tal vez tendrá en el corazón su herida.”
¿Recuerdas estas palabras?
Yo las recuerdo. Todos los días.
23
Bajo a comprar cigarrillos -dijo mientras salía, golpeando fuerte la puerta.
Yo, tirada en el sillón, fumaba el último, impresionada por las imágenes y las voces de la televisión. Asentí, mirando derecho enfrente de mí.
Cuando oí la puerta del ascensor abriéndose y cerrándose, fue como si de improviso un rayo me hubiese atravesado, cargándome de una energía sobrehumana. Fui corriendo hacia la ventana y tomé su celular, que estaba apoyado en el alféizar.
Hice que velozmente se deslizaran los mensajes entrantes y no vi nada que pudiera preocuparme, aunque por un instante tuve el presentimiento de que él pudiera haber trascripto el número de alguna otra con mi nombre o el nombre de su madre. Entonces controlo todos los textos de los mensajes y el presentimiento se desvanece.
De pronto una tos ronca, exactamente detrás de mí, me hace dar un brinco, siento el viento que mueve mis cabellos.
La miro y le digo:
– ¿Qué quieres? Estoy ocupada. No es el momento.
Ella me sonríe y me susurra con un graznido:
– Me gusta lo que estás haciendo. Debes saberlo todo. Sigue, sigue controlando cada uno de sus movimientos, sigue cada uno de sus pasos y escucha atentamente cada una de sus palabras: podría mentirte de un momento a otro. Estoy aquí para ayudarte, para hacerte dar cuenta de que la realidad nunca es como te la imaginabas.
– ¿Ah, sí? -digo con desprecio-, ¿y tú qué sabes?
Ella no dice nada, va a la cocina y se sirve un poco de agua en un vaso. Sin decir una palabra gira hacia mí vertiendo el agua, que ante mi sorpresa no cae al piso sino que sigue una línea horizontal, perfecta y precisa. Una línea que se detiene a pocos centímetros de mi nariz. Miro a la mujer y, extasiada, le pregunto:
– ¿Qué es eso?
Ella se cruza de brazos y con una sonrisa responde:
– Esa es tu realidad. Transparente, perfecta, decidida, fluida. Tú la has vertido en el lugar donde te parecía más apropiado y ahora vives dentro de ella, pero el espacio en el que la has liberado no es el que le pertenece. La que tienes delante de tus ojos es tu realidad, la real, donde debería estar: en una línea recta y perfecta que sigue, al mismo tiempo, distintas direcciones. Esa línea eres tú.
– ¿Lo que estás tratando de decirme es que hice elecciones equivocadas? ¿Es eso?
Sacude la cabeza y se me acerca, haciendo que se estremezca el agua suspendida en la habitación.
– Lo que quiero decirte -dice- es que hasta ahora has escondido tu verdadera naturaleza porque te atrae la idea de una vida tranquila y normal. Pero tú no quieres esto, nunca lo has querido. Lo que estás haciendo ahora, controlar sus movimientos, es un gesto sensacional de tu parte: el primero de una larga serie. Por eso te digo: basta con tanta charla, mira qué hay en ese puto teléfono y piensa en lo que haces.
Las palabras, pronunciadas velozmente, la hicieron toser otra vez y, mientras las convulsiones la hacen temblar y sacudirse, desaparece. Disipándose.
Desaparece también el riacho que flotaba a pocos centímetros de mi nariz, mientras los ruidos y el frío de la habitación vuelven a hacerse sentir.
Sin agitación alguna, como si apenas hubiese abierto la puerta de casa a la vecina que me pedía un par de limones, seguí haciendo correr los datos interesantísimos que me suministraba ese aparatito diabólico.
Un nombre nuevo se distingue entre las llamadas entrantes: Viola. ¿Y quién carajo vendría a ser esa Viola?
De inmediato se asoman a mi mente los rasgos de una cara dulce y al mismo tiempo disgustada, dos manos largas y bien cuidadas, dos piernas largas y ágiles que sostienen un culo perfecto. De inmediato aparece ante mis ojos la mujer de sus sueños.
Un estrato sutil y punzante de miedo se insinúa entre los pliegues de mis músculos. La boca se tuerce y comienza a temblar, mientras los latidos cardíacos aumentan cada vez más. El frío se mezcla con una rara sensación de calor que me hace transpirar y al mismo tiempo tiritar.
Y mientras una serie de fotogramas obscenos invade mi cabeza, arrastrándome a lugares oscuros e inexplorados, él abre la puerta.
24
Una es flaca y alta, la piel bronceada y un chal marrón que la envuelve por completo. Me muestra las muñecas y están cortadas.
Una es pequeña y rubia, tiene los ojos azules, el cabello violeta y un chal lila. Parece una artista de circo. Tiene las piernas amputadas.