¿A quién le cuento ahora las cosas divertidas? ¿Me suceden verdaderamente cosas tan divertidas?
No lo sé, no creo.
A lo mejor no era algo humano lo que dejé que se fuera por la cloaca, sino el fruto de un sentimiento extremo del que he olvidado el nombre.
28
Esta mañana a las cuatro una voz me despertó y me llevó hacia el estudio. Era la mujer de marrón con las muñecas cortadas.
La observé, con miedo, y ella hizo un gesto moviendo un costado de la boca.
A menudo, durante las pesadillas, me sucede que siento un peso que me oprime y me impide gritar, pedir ayuda, correr. En la realidad a menudo me ocurre lo mismo, y me ocurre cuando no consigo rendirme cuentas a mí misma y rendírselas a los fantasmas.
– Tómala -me dijo, indicándome con la cabeza la lapicera que estaba sobre el escritorio.
No me moví.
– ¡Tómala, te dije! -sus labios apretados no se movían, pero yo la oía.
– ¿Qué debo hacer? -le pregunté, un poco asustada y un poco curiosa.
– Tú sabes lo que debes hacer. No te hagas la estúpida y toma esa puta lapicera, ¡deprisa!
La tomé y la mantuve en mi mano igual que como mantenía la barrita de hierro del Vegatest cuando visitaba al homeópata. La apretaba muy fuerte.
Fui a su lado, dormía profundamente con las sábanas que rodeaban su cuerpo sin llegar a cubrirlo. Tenía los labios entreabiertos y las femeninas pestañas larguísimas. Parecía una niña bellísima.
Su torso estaba desnudo, así que acerqué la punta de la lapicera a su pecho con la intención de lastimarlo. Y después comérmelo, y no digerirlo.
La acerqué un poco más y lo miré y los ojos se me llenaron de lágrimas. Apreté la lapicera contra su pecho, pero no pude seguir. Dejé que una gota de sangre coloreara su piel blanquísima.
Recordé un verso de una canción: “forse non è proprio legale sai, ma sei bella vestita di lividi”. [3]
Lo desperté para hacer el amor. Para curar su herida.
Y la mía.
Y él más se sumergía y más me curaba, más me curaba y más anhelaba, más esperaba la muerte, más me decía ella que esperara.
Y cuando me amó, apretándome fuerte, inundando su amor y su desesperación dentro de mi locura y mi desesperación, oí: “Iettiti voria, iettiti”. [4] Toda mi locura salió a flote, se lanzó como un viento estimulado por mi eco. No un viento que limpia y refresca, sino un viento que lleva consigo desechos y alientos antiguos, fantasmas y recuerdos.
Y después desaparecí.
Y después desapareció.
29
Recuerdo que en nuestro living había una gruta y que dentro de la gruta había una estatua de la Virgen María.
Recuerdo que ella sangraba, y el niño que tenía en los brazos también sangraba.
Yo le hablaba y tú llegabas de la otra habitación preguntándome con quién estaba hablando.
Yo no te prestaba atención y seguía hablando una lengua que no conocías.
Hablaste con el padre Pascualino y él te dijo que grabaras mi voz.
Tú lo hiciste, pero al final el casete estaba vacío.
Entonces hablaste con papá y él te pegó y después lloró, confesándote que él, esa misma mañana, había visto a un hombre caminando despreocupado por la cocina.
Fuiste otra vez a ver al padre Pascualino y él llegó por la tarde para bendecir la casa.
Cuando lo acompañamos a la puerta yo empecé a correr y a gritar, diciendo que me seguían serpientes.
Entonces me llevaste al psicólogo y él te dijo que sufría de depresión y de alucinaciones.
Yo tenía cinco años y no conocía esas palabras.
Tú me explicaste que la depresión es una tristeza profunda y que la alucinación es una profunda euforia.
Cuando le contaste a papá lo que había dicho el médico él te pegó otra vez y después rompió todos los vidrios de las ventanas.
Recuerdo que en los años siguientes me llevabas a la casa de tus amigas y me hacías visitar todas las habitaciones, preguntándome cuáles estaban habitadas por espíritus y cuáles no.
Yo señalaba los rincones de la casa y después huía.
Hasta los ocho años veía una sombra que corría velozmente y nunca conseguía identificarla.
Volví al psicólogo y me derivó a un psiquiatra y él me dijo que invirtiera en mi locura para liberarla.
Me puse a dibujar, pero no podía pintar manteniéndome dentro del límite de los bordes.
Me compré una guitarra, pero tenía miedo de que las cuerdas me cortaran los dedos.
Escribí, y dentro de mí pasó algo.
Escribí, escribí, escribí mucho, y después me hice famosa.
Y aquello que había liberado volvió sobre sus pasos y me invadió.
Matándome.
30
Una vez tú y yo caminábamos por el campo. Yo llevaba un largo bastón con el que me ayudaba para trepar las subidas, y de tanto en tanto aplastaba cínicamente alguna luciérnaga que me pasaba cerca.
Tú estabas embarazada y tenías la panza dura e inflada. Tenía miedo de que las luciérnagas te lastimaran, temía que todo el mundo pudiese lastimarte. Entonces te protegía con mi cuerpecito y te seguía adonde fueras.
Nos detuvimos para sentarnos bajo de una gran magnolia con las flores blancas, recuerdo que la savia recorría una parte del tronco y que con ella hacía que mis dedos se pegaran entre sí; bajo de la magnolia había un charco minúsculo donde nos mojamos los pies. Era la primavera y el mundo parecía el Edén.
Suspendidas entre el cielo y la tierra volaba una infinidad de mariposas y libélulas, era como si quisieran hacernos compañía, pero nunca encontraban el coraje como para acercarse completamente.
– ¿Ves aquéllas? -me dijiste señalando las libélulas-. Esas pueden ser mujeres.
– ¿Mujeres? -te pregunté, fascinada.
– Sí, mujeres. Aparecen por la noche bajo forma de insectos y destruyen tus sueños, te echan maldiciones terribles, a veces incluso mortales -dijiste abriendo los ojos de par en par.
– ¿Y por qué? -estaba emocionadísima.
– Hay mujeres que ruegan en contra de ti, se ponen de rodillas delante de una cruz y se sueltan el pelo y repiten frases mágicas que nadie conoce.
– Mujeres de rodillas… ¿y tú conoces esas frases mágicas? -yo también quería conocerlas.
Tú sacudiste la cabeza y continuaste:
– Pero conozco las frases mágicas para espantar a las ronni ri notti.
– ¿A quiénes?
– A las ronni ri notti. Son esas mujeres que se transforman en libélulas y vienen de noche… -dijiste.
– Ah, sí, sí.
– A la mañana siguiente adviertes que vinieron porque encuentras cabellos trenzados, pequeñísimos, casi invisibles, que es imposible deshacer.
– ¿Imposible? -ya casi no podía hablar.
– No es que sea imposible… debes cubrir los cabellos con aceite y decir estas frases – tomaste aire y tu panza enorme se hinchó, casi como si estuviera por explotar-: Lunesanto, martesanto, miércolesanto, juevesanto, viernesanto, satursanto, ruminica a ronna ri notti sus alas perderá.
Me quedé con la boca abierta y susurré:
– Lindo…
– Y recuerda: cada vez que veas una libélula, mátala. Si la dejas vivir es más fácil que la que muera seas tú.
Seguimos mojándonos los pies en el charco mientras yo me dejaba invadir por la fascinación de tus relatos.
– Esperaba que volvieras pronto -le dije mientras picoteaba en el plato vacío y sucio.
– Disculpa, tuve problemas en el trabajo -responde molesto.
Me molestan las mentiras, la hipocresía, me hacen sentir pequeña e insignificante, me hacen sentir la certeza de que la otra persona me considera una estúpida, inferior, poco recomendable. En este caso, loca.
Tomo coraje y le digo: