El colchón cruje ante mi peso y yo finjo no haber oído nada.
Dos ojos azules como los tuyos me miran y me sonríen. Susurro “mamá”, pero ella sacude la cabeza y me sonríe dulcemente.
– Debes irte -me dice-, debes escapar y debes entender.
Finjo no haber oído nada.
– Mírame -exclama, sacudiéndome-, mira dentro de mis ojos.
La miro y adentro hay palabras. Al principio son confusas, garabatos que parecen manchas de tinta; luego, poco a poco, las letras cobran una forma concreta y se encastran formando frases. Es una carta. Parece una escritura femenina, una escritura joven, pomposa, dentro de las “o” y las “a” hay una excesiva vitalidad que infla a las letras como si fueran globos.
La carta dice:
Querida Melissa:
Soy una admiradora tuya. Sé que soy una de tantas, pero espero que leas esta carta, a lo mejor incluso me responderás, quién sabe.
La historia que has contado no es mi historia, no me pertenece. Yo tengo una vida distinta a la tuya, tuve experiencias distintas, a lo mejor hice elecciones equivocadas, pero en cualquier caso son mías y de nadie más.
Y sin embargo, querida Melissa, siento que estoy en contacto contigo. Es como si hubiera una cuerda que nos mantiene atadas. Existe una correspondencia, eso entiendo, y espero que no me consideres una arrogante o quién sabe qué cosa. Sólo quería decirte lo que pienso. Es algo muy fuerte, que no sé explicarme.
Tuya
Penélope
PS: Te mando mi foto, pienso que es importante darle una cara a quien se esconde detrás de las palabras.
– ¿Y entonces qué? -le pregunto a la mujer con los ojos como los tuyos-. Otra que cree ser yo. ¿Entonces?
– Entonces, boba, esto podría aliviar tus sufrimientos. ¿No entiendes, no entiendes que la única correspondencia que las une es él? El único punto en común podría ser el amor que las liga a él.
– ¿Qué carajo quieres decir? ¿Qué no era Viola sino esta Penélope la que puso en riesgo mi historia con Thomas? ¿Quieres decir que fui ciega, como siempre?
Nuevamente tiene los ojos dulces y eso me pone nerviosa.
– No -dice-, ella llegará después de ti, todavía no existe en sus pensamientos. Ella llegará si tú lo decides, si vas abajo, abres el correo y ves la foto que te ha mandado. Entonces podrías decidir si vivir o morir… bué, no sé qué es peor entre las dos cosas -ríe tapándose la boca con la mano, púdica.
– ¡Cállate! Cállate… no te rías. Explícame mejor -la incito.
Ella se recompone y dice:
– Haz esto. Si quieres morir totalmente lo que debes hacer es lo siguiente: la invitas a tu casa uno de estos días y unas horas antes de que ella llegue, te escapas. Te vas. Pero debes irte de verdad, definitivamente. Encuentra el modo de que él se encuentre en casa, de modo que cuando suene el timbre será él quien le abra y ella, obligatoriamente, tendrá que aceptar su invitación a entrar, porque hizo un largo viaje… y tú así morirás, pero al menos serás feliz. Y sabrás que todo es real y que ya nada es imaginario.
La sigo mirando, pienso, me muerdo el labio y susurro:
– Voy a verla.
Abro el correo, advierto que está la carta y la cosa no me inmuta, no pienso en nada. Cuando miro su foto pienso en algo: “Esta es más linda que yo”.
Y ya tomé una decisión.
37
Tomé el tren, los campos del Lacio y luego los de la Umbría corren paralelos a mi cara, pero mis ojos miran el asiento que se encuentra frente a mí, donde diviso un rostro familiar pero efímero.
Él me mira como me miraba unos meses atrás, adentro de las pupilas, con los ojos brillantes, la nariz vibrante y la boca semiabierta. Me mira como me miraba cuando mi exceso de vida aún era débil.
Ahora no tengo más la muerte en el corazón, porque el corazón ya fue descarnado. Ahora la muerte avanza como un tumor, la siento hormigueando e instalándose en las articulaciones y los músculos.
Ella es lenta, tierna, sinuosa, felina. No me asusta. Ella juega bien su papel, sabe cómo aferrar con el lazo a los seres humanos.
Lo abandono y vuelvo a la casa roja en la colina, llevo conmigo sus camisetas rotas impregnadas con su olor, no duermo porque tengo la impresión de que si durmiese después no me despertaría más, nunca más. Me acurruco en el sillón y pienso. Hasta que la luz aplaca su entusiasmo y ya de noche enciendo la chimenea y dejo que las lágrimas caigan, echándole la culpa al humo.
No sé qué habrá hecho Penélope, me pregunto si habrá ido. Espero que sí, entonces me acurruco y pienso en ella y en él. Él le dice: “Entra, vamos, Melissa debería llegar de un momento a otro”, y ella dice: “Oh, no, lo lamento, mejor vuelvo más tarde”. Entonces ella lo mira y se da cuenta de que tiene unos ojos bellos y un bello rostro enmarcado por bellos cabellos. Pero aún no lo desea, no, aún no. Ella baja a esperarme y yo nunca llegaré, de modo que golpeará a la puerta y le dirá: “Oye, todavía no ha llegado. Mi tren ya se ha ido… puedo tomar el de las diez y media”. Entonces, inevitablemente, él la invitará a subir y tal vez le ofrecerá una cerveza fría, y entonces, sólo entonces, él se dará cuenta, mientras la observa saboreando la cerveza, que ella tiene la boca más bella que jamás haya visto. Y entonces, sólo entonces, se decidirá a besarla. Después me duermo.
Y cuando te oía llorar por las noches, antes de que te abandonase, me daba vuelta y pensaba: “A fin de cuentas es mi vida. Podía haber hecho que fuera más feliz en el pasado… pero no pude. ¿Debería pedir disculpas?”
¿Debería pedir disculpas?
Mis nuevas pieles de serpiente arden con demasiada rapidez.
38
Lo sigo de noche mientras recorre la ciudad en moto con los senos de Penélope pegados a su espalda. Pienso en cuando nos divertíamos contando los baches de Roma, los agujeros inmensos que infestaban las calles y nos hacían tambalear, y nosotros los contábamos. Del Trastevere hasta el Esquilino contábamos treinta y ocho baches; de Piazza Fiume hasta Via Cassia había tantos que se hacía difícil contarlos.
Vacilo entre las calles malolientes y estrechas, en las escaleras cercanas a nuestro departamento hay un vagabundo que caga, las cortinas metálicas bajan y los mecánicos se saludan, se dan cita para el día siguiente, los amos llevan de la correa a sus perros. Se abre el portón y sale él, después ella, después el perro. Yo me ubico detrás de la escalera y observo a la muchacha que se sube el vestido y ocupa su puesto en la moto; se sienta como Audrey Hepburn en La princesa que quería vivir. Van tres meses que todas las noches vigilo el portón del edificio esperando verlos salir juntos. Tomo el tren de las seis y me voy, y cada noche doy vueltas por Roma como una drogadicta, con la diferencia que mi veneno es el amor. Y quien me reconoce por la calle me mira y no me habla, y por sus ojos comprendo que me considera una drogada, una estrella lanzada demasiado pronto en el star system y que no consiguió conservar su integridad. Es verdad, no conseguí encontrar una integridad. Soy una persona perturbada hasta la médula.
Ella tiene una sonrisa bondadosa que conozco bien, tiene los pómulos rellenos y sus cabellos revolotean desordenados. Él tiene cierto sentimiento de muerte dentro, él carga con una herencia sucia, que debe soportar, que también sabe amar.
Quisiera que se enamorara perdidamente, y tal vez no porque su felicidad me haga feliz, sino porque es el mal que me hago lo que me hace feliz.
Cinco meses más tarde me planto debajo del balcón y oigo los gemidos de placer de ella. Vuelvo a casa y me hago pequeños cortes en la piel. Escribo su nombre con un cúter, escribo el mío, escribo lo mismo que escribía en el pizarrón en la secundaria: “Melissa y Thomas forever”.