El corazón. El corazón late cubierto por una media de nylon, la que usan los bandidos. Un pequeño preservativo que adentro tiene la vida. Un bandido que huye de la muerte, pero que huye también del amor o del dolor extremo. Porque demasiada muerte ha esperado, demasiado dolor ha sepultado, demasiado amor lo está destrozando.
El cerebro. El cerebro. El cerebro. Sólo sueños. Muchos fotogramas y ningún sonido.
Cuando estaba en el auto con papá y contigo se me ocurrían muchas cosas. Amaba los viajes en auto que hacíamos, me agradaba el camino por toda la costa de Sicilia, admirando el paisaje que corría a mi lado mientras una infinidad de moléculas de pensamiento sacudían mi pequeño cerebro. Era sorprendente cómo cambiaba la costa en una distancia mínima de kilómetros: de la arena a las rocas, de las rocas al canto rodado, hasta devenir nuevamente arena y luego, inesperadamente, colina. Una colina inmensa y verde que terminaba en un acantilado que caía a pique sobre el mar.
Partíamos a la mañana temprano, yo era la primera en despertarme. No soportaba que me despertaran ustedes, no quería ser un estorbo. Entonces me levantaba y me lavaba, y cuando ustedes se despertaban me encontraban ya limpia y vestida. Para ustedes era normal encontrarme ya en pie y lista, nunca me felicitaron por eso. Tal vez, si yo tuviera un hijo, haría lo mismo, justamente para evitar que cuando fuera grande se sintiera demasiado… para no hacerlo sentir un incompetente, eso es. Como papá ni siquiera prestaba atención a cómo estaba vestida, tú me escrutabas durante minutos enteros. “¿Por qué te has puesto esa falda? No está bien, hay que lavarla”, “¿Qué haces con esos zapatos? ¿Vas a un baile? Ponte un par de zapatillas de goma… ponte las del año pasado, esas que están sucias. Hoy vamos al mar, a lo de la abuela, vamos a pasar allí la Pascua ”.
De todos modos, durante esos viajes, yo me encontraba muy bien. Dejaba la ventanilla cerrada porque odiaba el viento que se filtraba por la ventanilla del auto que corría… parecía una espada girando en el aire, o bien el lazo de un cowboy. Me gustaba el sonido de la radio y me gustaba el sonido de tu voz mientras hablabas con papá. Mia Martini y Mina, Ricardo Cocciante y Loredana Bertè: esa era la columna sonora de mis pensamientos. Esas canciones que cantabas a voz en grito y que yo aprendía y las susurraba tímidamente porque me avergonzaba mi voz ronca y masculina. Amores rotos, amores perdidos, amores olvidados: estos fueron los temas de mi infancia.
A menudo me vencía el sueño. Era estupendo dormir en el auto, protegida por un vientre artificial que permanecía con vida gracias a un motor. Casi me parecía estar volviendo adentro de tu panza. A propósito: ¿qué sensación te daba tenerme adentro? ¿Me sentías una intrusa o bien una parte de ti? ¿Pesaba mucho? Tú fuiste siempre tan pequeña, tan menuda… ¿tener otra vida dentro no dificultaba tus movimientos? ¿Me hablabas? ¿Qué me decías?
Ayer le pedí a Thomas que me chupara las tetas como si estuviera chupando leche. Es un período materno, el mío. Todo eso me hace bien, me hace sentir mujer.
Seriamente: ¿sabes qué pensaba durante esas excursiones tan largas? Pensaba: “Un día me gustaría publicar mi diario, escribir acerca de mi vida. Debo pensar seriamente en tener uno… aunque sé que pronto me cansaría de escribir”.
Un día le pedí a papá que me regalara un diario con un candado grande. Durante una semana, todos los días, cuando volvía a casa le preguntaba: “Papi, ¿me compraste el diario?”. Siempre se lo preguntaba mientras cenábamos, siempre en voz baja; y se lo preguntaba cuando la mesa ya estaba hundida en el silencio, no quería interrumpir. Cada vez que le preguntaba si me había comprado el diario sentía culpa. Cuando él me decía: “No”, yo no me enojaba: era la respuesta más adecuada a una pregunta tan indiscreta como la que había hecho. Si me lo hubiese traído, me lo habría dado enseguida, ¿qué sentido tenía que se lo preguntara?
Algunas semanas después me llevaste en el auto, me hiciste bajar y entramos en la librería. La señora esquelética que estaba detrás del mostrador, esa con ojos de pescado hervido y cabellos finos, finos, finos, era la mamá de una compañera mía de la escuela. Me gustaba esa mujer, parecía un hada disfrazada de bruja. Todos mis compañeros de clase le tenían miedo; yo, en cambio, hasta podría decir que la encontraba bella. Me indicaste un estante donde había cuadernos, lápices, lapiceras y otros útiles de escritorio; en medio de todo eso estaba tirado un diario. La tapa era de raso blanco, un blanco sucio. Estaba ilustrada con una chica rubia con una flor roja montada a una moto. El diario era muy delgado, no tendría más de veinte hojas. Y el candado parecía muy frágil, dorado y sucio, con algunas manchas marrones. Era el único que había. Era un sobrante de los años ochenta. Me fui contentísima, el diario era horrendo, pero me gustaba muchísimo. El hada disfrazada de bruja te lo cobró mil quinientas liras.
Pero mi habitual incoherencia hizo que pronto abandonara el proyecto. Escribí solamente cinco páginas, me cansé enseguida.
“Escribiré cuando no pueda evitar decir algo”, me prometí a mí misma. Odiaba tener que escribir algo que no tuviera sentido.
Así, cuando pensé que había llegado el momento de enterrar mi alma y mantener con vida sólo mi materia, pura e inconsciente, un ángel perverso me susurró al oído: “Escribe. Estas emociones no volverán. Si escribes, un resto de tu alma se quedará en tu pecho”.
Y dado que nunca tuve mucho que perder, fingiendo que tenía un diario escribí una novela.
8
Esta noche, mientras ella reía, noté que un diente se encimaba a otro, como si tímidamente tratara de esconderse. Me pareció un defecto increíblemente fascinante y me pregunté por qué extraño motivo nunca me había percatado de él. Conozco sus lunares, sus pelos, conozco los variados olores que poco a poco van surgiendo cuando explora su cuerpo. Sé que tiene una costilla de más, esa que no se le ha dado a la mujer. Tiene pecas en la espalda y profundos y grandes nudillos en las manos. El brillo de las estrellas es débil y monótono comparado con el brillo de sus ojos. Tiene una boca blanda, como sólo las mujeres poseen. Tiene vientre y senos maternos, blandos como los miembros de un recién nacido.
Tiene un lunar debajo del ojo, a la misma altura que el mío.
Mientras miraba ese diente torcido, extasiada, él me miró y casi molesto dijo:
– ¿Qué pasa?
Entendí que algo andaba mal.
Entendí que estoy por ser abandonada.
Lo primero que compartimos fue un libro de poesías de Mao Tse-Tung comprado en una librería de viejo. Lo leímos de noche, en su habitación, con una manta que cubría nuestros cuerpos desnudos y todavía tibios. Las luces rojas de la Navidad colgaban en las paredes de la habitación y creíamos estar en un cubo transparente colgando en medio de la nada, donde podíamos ser vistos por cualquiera.
9
Nos pusieron afuera, bajo un cielo cargado de agua y humedad. Para repararnos sólo había alguna sombrilla, para calentarnos sólo alguna estufa. Una luz muy fuerte estaba dirigida hacia nuestra mesa y el humo del asado se adhería insolente a nuestros cabellos.
Quería irme, me preguntaba qué estaba haciendo allí.
“Ver a gente importante”, eso es lo que mi condición me impone hacer. Pero mi alma y mi cuerpo se rebelan completamente.
Para mí no es gente importante la que está sentada alrededor de esta mesa invadida por el asado y la humedad. Ese actor me importa bien poco, ese editor puede tranquilamente irse a la mierda, esa fotógrafa puede aplastar su cuerpo contra una de sus creaciones y quedarse a vivir allí dentro para siempre.
Porque eso es lo que nosotros, seres humanos, hacemos: quedarnos atrapados dentro de nuestras creaciones, nuestros mundos. Y nadie puede salvarnos de nuestros mundos, nadie puede sacarnos de allí.
Y mientras todos brindan por mi éxito y por mil éxitos más yo repito en mi cabeza una sola cosa: “Váyanse todos a cagar, estúpidos chupamedias. Quisiera ver sus caras si les hiciera ver mi concha”.