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Y aprieto la mano de Thomas mientras le susurro:

– Sácame de aquí, ahora.

10

Estoy comiendo galletas saladas, del otro lado suena un jazz delirante en el estéreo y afuera llueve. Tengo los muslos tan amplios que puedo apoyar los codos encima de ellos.

Tengo la voz ronca. Esta mañana estuvo aquí Maximiliano, ese amigo mío napolitano del que te hablé alguna vez; a veces viene a verme y cuando sonríe nunca consigo entender si está triste o qué.

– Tengo miedo -le susurré.

Él me miró con compasión e incomodidad y dijo:

– ¿De qué?

– De que él me engañe… -respondí.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Nada… lo siento.

Me miró asintiendo y enseguida comprendí en qué estaba pensando.

Abrí los ojos todo lo que pude y le grité:

– ¿Piensas que estoy loca?

Él me dijo que estoy confundiendo la realidad, que el mundo en el que creo estar viviendo no es el mundo real.

– Abre los ojos, Melissa. Te estás creando una realidad que no tiene nada que ver con la realidad que te rodea.

Lo tomé del brazo y lo empujé hacia afuera, con tanta violencia que en las manos me quedó un jirón de su camisa a cuadros, que arrancaron mis manos furiosas.

Después cerré la puerta y me sentí levemente mareada. Estoy cansada. Fui al baño y me di cuenta de que sobre el lavabo, por el apuro, había dejado la toallita llena de sangre. No importa, la sangre no es desconcertante. Salí al balcón; la lavadora eléctrica había terminado con el centrifugado. Me quedé mirando adentro de la cesta durante muchos minutos, no sé por qué. Tengo la cabeza tan llena de pensamientos que parece que estuviera vacía. Estoy saturada de felicidad, la felicidad me agota, me desmoraliza. Cada día, a cada minuto, me pregunto si esta felicidad tendrá un fin y cuándo sucederá. Soy demasiado apocalíptica, lo sé. Masoquista, tal vez. Sí, soy plenamente consciente de eso. Los mensajes que provienen del mundo son exasperantes: nada es para siempre, todo tiene un final, todo se marchita, todo muere. ¿Y si a mí no me pasara, qué hacemos? ¿Y si yo siempre me quedase en esta edad, con la misma escasa capacidad intelectual, si siguiese enamorada por siempre, qué hacemos?

Lo sé, no acepto los cambios. Soy demasiado tradicionalista, estoy demasiado ligada a los recuerdos y, paradójicamente, ligada a las fantasías sobre el futuro. Por esto mi presente es tan inquieto, aunque feliz: mezclo pasado, futuro y presente como si de esa mezcla pudiese surgir un postre exquisito. Un postre que hace bien porque hace mal. Un postre que es bueno porque tiene ingredientes contrapuestos.

No hay nada de positivo en esta riqueza de sentimientos. Esto es una orgía, mamá. Una orgía de sentimientos. En la que no se comprende quién lleva la mejor parte, en la que no se puede prever si al final ganará la vida o la muerte, el amor o el dolor. Es un caos infinito, conectado por muchos pequeños eslabones que encastran entre sí y terminan en mi cuello, arrastrándome a lugares siempre distintos, con estados de ánimo cada vez más desesperantes.

En lo más profundo soy una persona perturbada. No sé reprimir los instintos, me hago corromper por las obsesiones, las pasiones más violentas. ¿En tu opinión esto sucede porque soy siciliana? ¿O porque tengo miedo de quedar mutilada de la parte más bella de mí? De Thomas.

11

Lo desperté sacudiéndolo, agitada.

– Hay fantasmas, los siento -susurré para que no me oyeran.

Un sueño, dijo él, un mal sueño, relájate, dijo.

No, no podía. Esa mano la sentí de verdad golpeando en la pared que está enfrente de la cama. Escandía el tiempo, creando una dulce melodía. Y con los ojos semicerrados había visto una figura femenina, alta y negra.

Duerme, duerme, no tengas miedo. Duerme, duerme, no tengas miedo. No tengas miedo.

Esta mañana, el recuerdo de la noche quedó en el pasado, pero hay una extraña atracción que me lleva a desear la oscuridad, las tinieblas. Oigo un eco extraño, saboreo la leche tranquilizadora de mis pensamientos, tengo las piernas desnudas y cruzadas, observo impaciente los cigarrillos, porque siete horas sin fumar son muchas horas.

El olor de los platos sucios en la pileta está aumentando a medida que pasan los días, esta mañana me decido y limpio la casa, lo juro, lo hago. Estoy tranquila, aunque ese eco parece un canto tibetano que no me deja pero tampoco me molesta.

Él me dice:

– Ven a ver.

Yo voy a ver con los labios abiertos en una sonrisa, atravieso el estrecho corredor y pienso y siento que esta mañana realmente tengo ganas de hacer el amor. Pienso que cuando entro en la habitación lo tiro sobre la cama y le hago el amor sin mirarlo siquiera. Acaba de ducharse y está húmedo, ya siento la piel de su espalda femenina rozándome la yema de los dedos.

– Ven a ver.

No entro. Me paro en la puerta, con una pierna contra la pared y una sonrisa que claramente da a entender mis proyectos.

Él la nota, me señala la pared con un dedo.

Una mano negra. Mejor dicho, no una mano, sino tres dedos. Tres dedos negros impresos en la pared, como si alguien hubiera prendido fuego a su propia piel y después hubiese apoyado los dedos contra la pared.

Solamente digo:

– Te lo dije -y siento como dos morsas apretando algo adentro, y alguien me dice que debo esconderme porque nadie puede y nadie sabe escuchar ese eco.

12

Me di cuenta de que estaba enamorada una noche de finales de verano. Una noche eléctrica, en una Roma más puta que nunca, replegada sobre sí misma como si se estuviera disculpando por hacer tanto ruido, por ser tan bella, tan esquizofrénica, tan antigua. La Roma de los emperadores y de los usureros, de los políticos y de los taxistas, de las chicas perdidas y de las chicas con minifalda y tacos; la Roma de los vinos y la Roma de las lecherías, de las iglesias y de los prostíbulos.

Tomando mi vino blanco observaba las imágenes que corrían por la pantalla. La televisión me englobaba y me contenía, y por primera vez los ojos y las palabras de todos los espantapájaros de la televisión apuntaban hacia mí, como toscas espadas que esperan ser terminadas. ¿Cómo era yo? No era. No era yo. Era la caricatura de mí misma, era la última exasperación de mí misma, decía todo lo que nunca hubiera querido decir, porque lo que quiero decir es demasiado loco y demasiado desordenado para que pueda ser entendido. Estaba ficticiamente adecuada a los acontecimientos.

Martina y Thomas estabas sentados en un lindo sillón de cuero, Simone y yo teníamos los ojos pegados al televisor.

– Tommy, ¿me darías unos masajes en la espalda? La tengo hecha pedazos… -dijo Martina.

Él se había llevado el cigarrillo a la boca y lo mantenía apretado con los labios, dejando que pendulara. Tenía los ojos semicerrados para resguardarse del humo que lo hacía lagrimear; sus ojos tan grandes y con pestañas casi femeninas me parecían aún más grandes, dos medialunas.

Martina le ofreció la espalda y él, con una fuerza delicadísima, comenzó a masajearle las vértebras con los dedos. Pensé en lo bello que sería sentir dos grandes manos como esas por el cuerpo y el humo de su cigarrillo invadiéndome las narices. En ese momento lo deseé, y no sólo físicamente.

En un momento determinado incluso se me ocurrió preguntarle: “Thomas, ¿me harías un masaje también a mí?”, juro que casi lo digo.

Después no sé cómo ocurrió…

Esa misma noche, en una cama de estilo imperial, enorme, Claudio se había acostado sobre mí y yo había abierto las piernas con desgano. Sólo tenía puesto un corpiño negro de seda.

El perfume de la madera estacionada me daba una reconfortante sensación de calor. La oscuridad se tragaba todo, en el cuello llevaba un collar con la perla que me había regalado, única fuente de luz dentro del cuarto. Mis pensamientos eran como estrellas fugaces enormes de las que no lograba divisar la cabeza. Claudio experimentaba hacia mí algo parecido a los celos y a la envidia, y si no le dedicaba suficiente tiempo se ponía mal y me hacía sentir culpable. Lloraba hablando por teléfono, rogándome que no lo dejara, mortificando mi felicidad.