– No, les juro que no me meto en el agua, sólo quiero tomar sol -decía yo, seria.
– ¡Te vas a insolar!
– Me mojo la cabeza cada tanto -respondía yo, sabiamente.
Salía entonces con todo el armamento acompañada de Francesco y Ángela, que antes me habían mandado en expedición para convencerlos de que nos dejaran ir.
Atravesábamos la calle tomados los tres de la mano y una vez que llegábamos a la orilla tirábamos los colchones inflables al agua y nos extendíamos sobre ellos. Jugábamos a apostar quién se mojaría primero la panza. El agua era muy fría y toda la comida que pocos minutos antes habíamos asimilado podía congelarse dentro del estómago. Después de las primeras malas experiencias incluso nos habíamos acostumbrado a las medusas. Por esos lados son pequeñas, pero terribles. Llevábamos aceite de oliva, crema Nivea y manteca. Mezclábamos todo y lo untábamos sobre la zona apenas infectada, que en contacto con las sustancias y expuesta al sol se freía como un huevo con panceta.
Después poníamos una piedra caliente encima, apretábamos los dientes y zapateábamos en el sitio.
Francesco, aunque era pequeño, conseguía atravesar a las medusas con el cuchillo. En el borde del agua había muchas medusas en estado de descomposición que se deshacían al sol y de las que emanaba vapor.
Mientras él asesinaba cruelmente medusas en la playa, Ángela y yo íbamos corriendo debajo de la ducha, seguras de que nadie nos veía. Dejábamos que el agua nos corriese por encima y cantábamos: “¡Brancamen-ta! Ta-ra-ta-ta…”, haciendo contorsiones como serpientes en una canasta.
A eso de las cinco llegaban ustedes. De lejos, descoloridos por el aire caliente y sofocante, parecían personajes salidos de una película de Sergio Leone. El calor, el silencio que nos rodeaba, ustedes armados con los instrumentos de combate: aceites solares, almohadones para las cervicales, redecillas para el pelo, anteojos de sol, pareos, radios, tuppers con galletitas, fruta y sándwiches de tomate, aceite y sal. Mis preferidos, los que me hacían arder los labios agrietados.
Nos mirábamos de lejos, nos sentíamos como animales sin pensamientos que observan a otro animal para entender cuál es su punto débil. Instintivamente. Después de algunos minutos empezaban a correr y a gritar en dirección a nosotros:
– ¡Desgraciados! ¡¿Se metieron en el agua, no?!
– ¡Ocho años perdidos! ¡Tienes ocho años y están perdidos!
– ¡Te rompo el alma, cretina!
– Pero, mamá, ¿cómo harás para matarme?
Me parecía una imagen tan bella, tú que me hacías un agujero en el estómago, me sacabas el alma con las manos, como si fuese una soga, y la estrellabas contra el suelo, haciéndola pedazos.
Experimentábamos una alegría exponenciaclass="underline" la alegría del juego acuático y la alegría de la trasgresión a sus reglas estúpidas. Porque… si no querían que nos bañáramos después de haber comido, ¿para qué nos traían la comida a la playa?
A las siete, cuando el sol comenzaba a retirarse y el mar se volvía gris, llegaba la jefa.
La jefa no era más alta que nosotros, los niños, tenía el pelo rubio y corto, ojos muy verdes y grandes, la piel lisa como la seda, las tetas caídas por haber tenido seis hijos en seis años, la panza hinchada y dura. Y los muslos… los muslos más bellos que jamás haya visto. Finos y ágiles, sin una huella de celulitis, tonificados y suaves.
La jefa llegaba más armada que ustedes, traía bidones de agua, bandejas llenas de comida, helados y bananas. La jefa nos daba miedo y nosotros, los niños, estábamos obligados a comer las bananas bajo su vigilancia.
– Come, niñita, come que te hace bien.
Nuestros estómagos eran reservas infinitas de alimento, hubiéramos podido vivir sin comer durante meses. Era su modo de expresar afecto.
A la octava banana, si alguno de nosotros decía “Basta, abuela, estoy lleno”, te echaba una mirada hosca que hacía que te hicieras pis encima, y suerte que las mallas ya las teníamos mojadas. Después llegaban papá y los tíos, ellos también portando sus propios instrumentos: máquinas fotográficas y filmadoras. Decían que querían fotografiarnos a nosotros, los niños, pero el objetivo, en realidad, siempre apuntaba a los culos de las mujeres del mar. Ustedes se enojaban, pero seguían tomando sol balbuceando:
– ¿Pero qué ven de lindo en ese culo? Es fláccido, caído…
Todos los fines de semana llegaba la orquesta y se instalaba en el patio central al que se asomaban todos los veraneantes. Yo miraba todo sentada en la escalera de cemento armado, haciendo pendular las piernas porque no llegaba al piso con los pies. Estaba el Señor Sbilla, que cuando su mujer se alejaba coqueteaba con la vecina, una mujer gorda y vulgar que emanaba un olor rancio, fuerte. Después estaba la Megera, que venía ataviada con joyas, los ojos maquillados con una sombra verde y brillante, el cabello negrísimo, largo hasta los hombros, y siempre con vestidos fluorescentes y apretadísimos. Se ubicaba cerca del pianista y trataba de seguir las notas para poder después, al otro día, reproducirlas en su pianola. Ella era nuestra orquesta durante toda la semana.
Los muslos de la abuela, en esas ocasiones, eran sublimes; mientras bailaba “Batti in aria le mani, e poi lasciale andar… se fai come Simone, non puoi certo sbagliar”. [1]
Eran sublimes para mí y para el señor Loy, ese sardo que tenía una mujer que se parecía a una tarántula. Todos los fines de semana la orquesta estaba obligada a irse antes de lo previsto porque el abuelo se agarraba a trompadas con el señor Loy, que impertérrito seguía babeándose detrás de la abuela.
Ella resplandecía más que nadie, la reina del verano. Brillaba, y su brillo era más potente que el reflejo del sol. Más que las joyas de la Megera.
15
Aveces pienso en ustedes. No, no es cierto, no pienso en ustedes a veces, pienso siempre. Y cada vez que pienso en ustedes se me escapa una lágrima, de un solo ojo. Si Thomas me pregunta por qué estoy llorando le respondo que no es nada, que miré fijamente un punto en el horizonte y que por eso me arden los ojos. Pienso en ustedes y en soledad al mismo tiempo.
Acaba de llegar la pizza y ustedes se han puesto a revolver en la alcancía buscando monedas porque el muchacho del delivery no tiene cambio. Cuando él y sus granos rojos se van ustedes se ríen y dicen:
– Qué bobo es éste…
Se sientan en el sofá con las piernas cruzadas y encienden la televisión, buscando una película que pueda emocionarlos. Preferiblemente películas con una trama simple y romántica. Francesco y Morino están oliendo el tomate de las pizzas, ustedes les dan una pizca de salsa con el dedo. Ya han abierto las ventanas, el balcón y el jardín están a pocos pasos de ustedes, sienten la frescura del prado que acaban de regar. Es lindo ver a Ornella tirada panza abajo sobre la alfombra, con un almohadón debajo de la cara y el televisor pegado a los ojos. Tiene los párpados cerrados, se acaba de dormir.
Es estupendo oírla mandándote a la mierda cuando tú la llamas para que vaya a la cama y se tape con la sábana. Ella se levanta, te mira con sus ojos arrogantes y directos y te dice:
– Eres una cretina del carajo, ¿por qué mierda me has despertado?
Tú no le respondes porque, si no, la cosa termina a cachetazos y patadas.
Si yo hubiese estado con ustedes me habría quedado inmóvil con la mejilla contra tus nalgas y me habría quedado dormida enseguida. Pero tú ahora estás sola y los gatos siguieron a Ornella bajo las sábanas.
Prendiste un cigarrillo y lloraste delante de la televisión. Tus ojos hechos de agua se ahogan en un océano de lágrimas.
Cuando despiertas adviertes que no fui yo la que te llamó, sino el fastidioso olor de otro cigarrillo que no has apagado, que ha hecho otro agujero en el mismo sillón.