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Vas a la cama sabiendo que no fui yo quien te llamó y no podrás enojarte diciendo: “¿Pero qué carajo te importa si me quedo dormida en el sillón?”.

Vas a la cama arrastrándote, con lágrimas secas en las mejillas.

Y yo en otros mundos, enamorándome.

Pienso en mí, en ti, en él, sobre todo en mí y en él. Tus ojos están hechos de agua, los míos de fuego, los suyos de tierra. De los tres soy yo la que soporta su dominio y lo ama.

16

Primero me acerqué lentamente, luego, una vez que con la rodilla llegué a tocar su muslo, mis movimientos se hicieron aún más envolventes. Con un movimiento ligero lo rodeé con un brazo. Su cuerpo se puso rígido y su respiración, durante un instante, pareció haberse detenido. Me quedé inmóvil, interrumpiendo cualquier contacto con el mundo viviente. Con el meñique percibí su erección. Era poderosa, y sin embargo condenadamente ligera. En realidad nunca había tocado una verdadera erección. Fue por esta razón que mi mano se movió yendo cada vez más arriba, a la altura de su corazón. Fue cuando él tocó levemente mis dedos cuando me di cuenta de que a partir de entonces nada sería como antes.

– ¿Quieres dormir conmigo esta noche? -le pregunté.

Estábamos en Cosenza y la universidad que me había alojado había puesto a mi disposición dos cuartos, uno para mí y otro para mi acompañante.

– Es feo dormir solos… -seguí, hundiéndome cada vez más en la vergüenza.

– OK -respondió él, mientras sus mejillas se encendían.

El olor de su cuello era embriagador; era joven, era un niño. Era todo lo que quería.

– Tu aliento… -susurró él de golpe, en la noche-, amo tu aliento.

Apreté entre los dedos su camiseta y cerré los ojos.

Él aprisionó mi aliento en un alambique de vidrio y lo huele cada vez que me ama.

17

La marcha del tren acompaña nuestros movimientos mientras los suspiros crean un coro ligero y líquido, roto a veces por los nudos en la garganta, por el roce de los labios que cada vez más se vuelve una carrera hacia el cuerpo del otro, las lenguas ingresan de manera imperiosa, perturbadora, la oscuridad de la noche, rota a veces por los faroles esparcidos en las rutas del campo, concilia turbiedades y fantasías provocadoras, mientras mis muslos aprietan su cuerpo, lo comprimen y le gritan: “¡No te irás, no te irás! ¿Por qué te escapas? ¿Por qué no vuelves? ¿Por qué no bebes mi aliento?”.

Las palmas de las manos contra su pecho cálido y maternal, el cuello inclinado hacia atrás, los ojos que retienen las lágrimas, tal vez lágrimas de sangre.

El eco ha vuelto otra vez a susurrar en mi cabeza, demasiado suave para poderlo interpretar, pero lo suficientemente fuerte para percibir un soplo de viento, de brisa. De golpe he gozado, ha emanado de mí tanta energía que él también sufrió una sacudida en el vientre. Sangre, sangre por todas partes. Sangre en mi cabeza, sangre en mis ojos. Mis venas vacías.

Entonces trazo un recorrido con la estilográfica que me regaló papá, la que uso para escribir, quiero saber si todavía tengo sangre adentro. Vacía, completamente vacía.

Sólo recuerdo que él volvió al compartimento y gritó. Recuerdo sus dedos sucios y sus ojos abandonados, ya tan distantes.

Y la distancia, un día, lo llevará al extremo del segmento de nuestra vida, se alejará de mí y terminará en los brazos de Ella. Cuando esté con Ella verá una niebla espesa que le impedirá recordar. Mientras esté con Ella yo moriré lentamente dejándome llevar por esa niebla. Así, al menos, lo veré de cerca.

Una lombriz venenosa anida en nuestros vientres; en su cuerpo están impresas las diapositivas de nuestra vida. Cada vez que la lombriz se mueve, una diapositiva se apoya en nuestro ombligo y la luz proyectada hacia el exterior nos encanta. Nos quedamos allí, mirándola. Después estallamos en llanto.

Al principio no entendía qué era lo que se movía dentro de mi vientre. Pensaba que era un bebé que no quería crecer, que no quería nacer, que quería quedarse inmerso y en suspensión dentro de mi líquido amniótico. Pero después vi imágenes en mi cabeza, y esas imágenes eran el fruto de un dolor.

Y ese dolor era el fruto del movimiento de mis intestinos, de mis vísceras, de mi carne.

Un dolor que tiene sus propias raíces en mi pasado, y no puedo deshacerme de ese pasado con un ataque de tos: debo vivirlo y debo cuidarlo.

La lombriz me ayuda en esto, ella me ama.

18

El mar estaba agitado y yo tenía cuatro años y una malla enteriza, roja. La playa ardía por el sol de la primera tarde, las piedras brillaban y el contraste con el azul intenso del mar era fuerte, muy fuerte. Alrededor de la panza tenía un salvavidas de plástico con un estampado de manzanas rojas. Lo mantenía en su lugar con ambas manos mientras zapateaba porque a toda costa quería bañarme, a pesar de que las olas parecían querer tragárselo todo.

– ¡Quiero bañarme! -gritaba yo con lágrimas en los ojos y a voz en cuello.

Papá, tirado sobre una esterilla, fingía no oírme.

– ¡Quiero bañarme! -repetí hasta que estuvo obligado a alzar los ojos y mirarme con aspecto intolerante.

– No puedes -me dijo-, el mar está demasiado agitado.

– Por eso me gusta -respondí-, juego con las olas.

Tú, panza abajo, tomabas sol en la espalda; interviniste farfullando:

– Deja que se bañe, por favor, si tú estás cerca de ella no puede pasarle nada.

Satisfecha sonreí por dentro, pero mi rostro aún se veía tremendamente alterado.

Fui corriendo hacia la orilla, siempre sosteniendo mi salvavidas. Papá me alcanzó, puse un pie en el agua y estaba muy fría, pero no me importó.

– Está fría -dijo él-, salgamos.

No respondí, seguí adelante hasta que el agua me llegó a la cintura.

Me alejé, las puntas de mis pies ya no tocaban el fondo y ahora eran las olas las que me arrastraban a mí y mi salvavidas. Papá, detrás de mí, me miraba, impaciente por oírme decir: “Vamos, papá”.

Yo nadaba y jugaba con las olas que me levantaban, altas y majestuosas. Tal vez sonreía. Eran como grandes brazos que me levantaban y después me dejaban caer, y por un momento experimentaba una mezcla de miedo y excitación. Miedo de ahogarme y excitación por estar siendo elevada hacia el cielo, por un instante, por un segundo. Sentía como si me estuvieran acunando.

Me di vuelta y vi su mirada que, antes impaciente, se había vuelto dolorida.

Sentí tanta pena en ese momento, vi su traje de baño mojado y me pareció mal que sintiese frío. Vi la expresión sufrida de su rostro y experimenté tanta ternura que me reproché haber sido tan egoísta, haber pensado solamente en mis juegos.

– Papá, volvamos a la orilla.

Él prácticamente salió corriendo del agua, mientras yo daba brazadas con vehemencia, luchando contra las olas que cada vez más intentaban llevarme mar adentro.

Con los ojos un poco desencajados trataba de acercarme, sin conseguirlo. Pero no decía nada, no quería volver a ver en él esa mirada, tenía que arreglarme sola.

Cuando llegué a la orilla él ya estaba tendido en la esterilla y leía el diario.

19

Anoche tuve un sueño muy bello e inquietante. Estábamos Thomas, una niña y yo. Una niña hermosa, de cabellos rojos, el rostro redondo y dos labios rojos y carnosos. Casi me daba miedo mirarla, era hermosa de una manera desconcertante. Era nuestra hija.

Pero en el sueño yo era tanto yo misma como Thomas y la niña. Veía con los ojos de todos. Me sentía parte de todos.

Estábamos vestidos como en el siglo XIX. No el siglo XIX de las cortes, sino el siglo XIX popular de las ciudades.

La niña nos lleva al mar. Hace que nos sumerjamos, pero no nos mojamos.

Quedamos mucho tiempo sumergidos en el agua, como si fuéramos peces. Alrededor de nosotros hay pólipos, medusas, langostas… la niña está acostada sobre la nada, con los brazos a los lados y el cabello rojo, larguísimo, que sigue creciendo y moviéndose bajo el agua. Es bello, sedoso, y crece y crece. Luego, en un determinado momento, su cabello se vuelve blanco e insípido y empieza a disiparse, hasta desaparecer por completo. Ahora tiene la cabeza pelada. Es una recién nacida. Pero sigue siendo sorprendentemente hermosa.