Выбрать главу

Yo la abrazo, la aprieto contra mi pecho, y ella cierra los ojos y apoya la cara en mi cuello. Sentí un frío glacial que hizo que me despertara. Me toqué el cuello y estaba muy frío. Pero todo eso duró muy pocos segundos, porque volví a cerrar los ojos y seguí con mi sueño. La niña se murió en mis brazos y yo subí a la superficie pasando por una gruta. Thomas se queda abajo a mirarla y abrazarla. Pero yo me fui sólo físicamente, porque todavía veo con los ojos de Thomas. Él toma a la niña, sube a la superficie y, cuando está dentro de la gruta, toma la niña entre sus manos, extiende los brazos y grita: “¡Viva! ¡Viva!”.

Tú, vestida enteramente de negro, corres y gritas de felicidad. Yo sigo mirando su rostro tan hermoso y me doy cuenta de que no está viva. Está muerta. Pero finjo que está viva. Todos fingen que ella respira.

Un día poblaré mis sueños y allí tendrá lugar una gran orgía de amor con todos los que amo y todos los que amé.

20

Quieres? -me preguntó el hombre.

Era alto, un poco robusto, dos grandes ojos negros que ardían, el pelo crespo y la frente muy ancha.

Me estaba ofreciendo una cajita de madera semiabierta y en la otra mano tenía un cheque de cien euros y un cúter pequeño.

Lo miré e imaginé que era el jefe de una aldea africana que me ofrecía el tesoro de su tierra, mientras con la otra mano me entregaba el puñal del sacrificio con el que debería pincharme un dedo y mezclar mi sangre con la suya.

– Es buenísima, mercadería de primera -continuó.

Imaginé a los hombres de la aldea excavando la tierra oscura y seca para extraer ese material precioso y cristalino.

Me incitó con un gesto de la mano para que hiciera honor a su dádiva.

Lo miré fijamente a los ojos, lo vi ausente. Me veía, pero no me estaba mirando. No gozaba plenamente de sus facultades y no entendía que lo que tenía delante era una chica mayor de edad desde hacía poco y que, al menos, aparentaba tener cuatro años menos.

Sacudí la cabeza, negando.

Él me sonrió y extendió el polvillo sobre una bandeja de plata salpicada aquí y allá con algunas gotas de champagne. Limpió las gotas con los puños de la camisa farfullando algo.

Lo aspiró de un saque. Levantó la cabeza llevándola hacia atrás y cerró los ojos moviendo la nariz como los conejos.

Por un instante me pareció que su cuerpo se volvía transparente, vi su piel derritiéndose y su organismo enteramente visible. Sus órganos eran más oscuros que sus ojos y aquí y allá una úlcera desgarraba las mucosas. El polvillo cristalino se expandía por todo el cuerpo, se ramificaba como un río que tiene distintos afluentes, y parecía casi una fuente divina, parecía casi un manantial purificador.

Luego, por la puerta, se asomó primero una gran panza, y luego el cuerpo de una mujer bella y joven que se acercó al hombre-jefe africano y le acarició el cabello preguntándole si era buena.

Él respiró a fondo, ensanchando las narices, y respondió:

– Divina.

La mujer hizo una mueca, como si hubiese querido decir: “Di que tengo el párvulo en la panza, que si no…”.

Después me miró y me preguntó:

– Tú no habrás tomado de eso, ¿no?

Yo sacudí la cabeza y respondí:

– No, no me gusta.

Hice un gesto apuntando los pulgares hacia arriba con los puños cerrados y se dirigió a una gran casetera, abrió un casete y extrajo un porro bien confeccionado, como debe hacerse.

Lo miró como yo miraría una linda pija y después suspiró.

Lo encendió y se acostó en la cama fumando con placer.

Pocas semanas después la vi actuando en una película, tenía el cabello más largo y todavía no estaba embarazada. Sus pupilas eran pequeñas como la brasa de un porro.

21

Sucedió de improviso. Me senté en la taza del inodoro y sentí primero un hormigueo en los ovarios y luego un ruido sordo dentro de la taza. Cuando era pequeña estaba convencida de que del inodoro podían salir ranas que treparían por mi espalda. Me corrí un poco manteniendo las piernas abiertas y unas gotas de sangre cayeron en el piso.

Adentro no había una rana. Había un renacuajo. Un renacuajo de hombre. Era rojo, flotaba en una piscina dorada, mirándome con su único ojo negro, casi más grande que su propia cabeza. Tenía una pequeña cola, su cuerpo era alargado, como el de una luciérnaga.

– “Sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani” [2] -susurró ese ser despreciable.

Sentí que me temblaba el corazón y que mi mente se nublaba. Flotaba, moviéndose de aquí para allá, como si verdaderamente ese juego acuático lo estuviera divirtiendo. Oía la lejana risa estridente de un niño y ese renacuajo seguía flotando y flotando repitiendo “sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani”.

Luego, por miedo a que aquello fuese un monstruo, apreté el botón. Un potente torbellino lo arrastró a la cloaca.

El ruido del agua no me dejó oír la llegada de Thomas. Había cerrado la puerta y había apoyado el casco en el piso.

– ¡Eh, estoy en casa!

Tomarlo. Eso hubiese debido hacer. Tomarlo y destrozarlo.

– ¿Dónde te escondes?

Destrozarlo por la rabia, por el amor inmaduro, por ese amor que hizo que lo amara por un tiempo muy breve y esa muerte que me lo arrancó del vientre.

– Chiquita… ¿dónde estás?

Salí del baño con la mirada baja y le sonreí.

– ¿Qué hacías? -me preguntó.

– Estaba en el baño -respondí.

Limpiarle todo rastro de sangre y mantenerlo desnudo y limpio bajo la almohada.

– ¡Ah, tengo una sorpresa…! -dijo él, entusiasta.

Tocar sus miembros blandos y hundirse en su pecho con un dedo. Tomarle el corazón, levantarlo al cielo.

– Ya sé que tendríamos que haberlo hecho los dos, pero no pude resistirme…

Ponerlo en mi pezón por algunos minutos, el tiempo que lleva llorar.

Después sentí una cabeza peluda acariciándome los tobillos y pensé que mi hijo había vuelto bajo la forma de un fantasma aterciopelado.

Miré delante de mí y le pregunté a Thomas:

– ¿Qué es?

Él me miró y luego dijo:

– Es un perro.

Bajé la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

Y después estallé en llanto y me puse a gritar.

La oscuridad ya había hecho su ingreso en la habitación, el viento movía levemente la cortina roja, mientras el volumen alto del televisor de los vecinos ocupaba ese silencio inmóvil.

– ¿Qué hacemos? -me preguntó acariciándome los pies.

– Lo que quedaba por hacer ya lo hizo él. Todo es como antes -respondí, seca.

Él se puso de pie, prendió un cigarrillo y se asomó a la ventana. Lo sentía respirar.

El perro se refugió en un rincón, asustado, mientras con el rabillo del ojo seguía todos mis cansados movimientos.

– Todo es como antes -repetí.

El humo de su cigarrillo se disolvía en el aire bajo forma de aros.

– ¿Por qué lo tiraste? -me preguntó con un tono de voz que nunca antes le había oído.

– Salió solo, yo…

– No, no -me interrumpió-. ¿Por qué tiraste el renacuajo?

Me quedé pensando un momento, en realidad yo tampoco lo sabía.

El perro seguía mirándome y en mi cabeza retumbaba la frase “sutta ‘n palazzu c’è ‘n cani pazzu, te pazzu cani stu pezzu ri pani”.

вернуться

[2] “Debajo de casa hay un perro loco, este perro loco quiere un pedazo de pan”.