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Esto lo observé ya en la cena fría de Sir Peter Wheeler y claro está que después, con más conocimiento de causa. Después me di cuenta, de hecho, de que su perspicacia para las biografías ya medio escritas y los trayectos medio recorridos alcanzaba a todo el mundo en general, mujeres y hombres, aunque las primeras lo estimularan y conmovieran mucho más. En la fiesta de Wheeler se presentó acompañado de la que había anunciado a éste como su nueva novia, una mujer diez o doce años más joven que él y que parecía ver en Tupra y en la situación cualquier cosa menos novedad: prodigaba sonrisas a los de apariencia más rica y los rozaba sin visible querer, y se esforzaba por atender a las conversaciones como si estuviera interpretando un consabido papel y consultando mentalmente el reloj (y lo miró un par de veces sin aparente cooperación mental). Era alta y hasta más de la cuenta sobre sus bien amaestrados tacones, con piernas fuertes y sólidas como de norteamericana y una belleza algo caballuna en el rostro, agraciados rasgos pero amenazante mandíbula y dentadura compacta de piezas en exceso rectangulares, tanto que al reír se le doblaba el labio superior hacia arriba hasta casi desaparecer -si no reía estaba mejor-. Olía bien con aroma propio, una de esas mujeres cuyo ácido y grato olor original -muy sexuado, olor corporal- prevalece sobre los agregados, sería sin duda eso lo que a su novio excitara más (exhibidos muslos aparte).

Tupra andaría por los cincuenta años y era más bajo que ella, como la mayoría de los varones de la reunión; su aspecto era de diplomático muy viajado y aun escopetado improvisadamente a menudo de aquí para allá, o de alto funcionario menos bregado en las oficinas que fuera de ellas, es decir, no tan importante nominalmente cuanto indispensable en la práctica, más acostumbrado a sofocar incendios mayúsculos y taponar grandes boquetes, a remediar desaguisados prebélicos y calmar o engañar insurrectos que a organizar estrategias desde un despacho. Parecía un tipo bien sujeto a la tierra, en modo alguno extraviado por las alturas ni alelado por el ceremoniaclass="underline" se dedicara a lo que se dedicara ('lo suyo'), transitaba seguramente mucho más por las calles que sobre moquetas, aunque tal vez fueran ya sólo escogidas calles, elegantes y acomodadas. Su cráneo abultado lo amortiguaba un pelo bastante más oscuro, voluminoso y rizado de lo que suele encontrarse en el reino (excepto en Gales), y probablemente se tintaba las sienes, donde los rizos se le convertían en poco menos que caracolillos, delatando así su inoportuno pero aplazado encanecimiento. Tenía ojos azules o grises según la luz y pestañas largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón. Su mirada pálida resultaba sin embargo burlona aun sin la intención de serlo -luego expresiva también en los momentos de inexpresividad-, y bastante acogedora o debería decir apreciativa, ojos a los que nunca es indiferente lo que tienen delante y que hacen sentirse dignas de curiosidad a las personas sobre quienes se posan, como si su disposición tan activa diera desde el primer instante la impresión de ir a desentrañar lo que hubiese en el ser u objeto o paisaje o escena avistado por ellos. Es un tipo de mirada que apenas si sobrevive en nuestras sociedades, se la reprueba y se la está desterrando. Desde luego en Inglaterra no abunda, donde la tradición ya antigua manda que sean veladas u opacas o ausentes; pero tampoco en España, donde sí se daba y ahora nadie ve nada ni a nadie ni tiene el menor interés en ello, y donde una especie de tacañería visual lleva a comportarse a la gente como si no existieran los otros, o sólo en tanto que bultos u obstáculos que deben ser sorteados o en tanto que meras apoyaturas para sostenerse o trepar por ellas, y si aplastándolas aún mejor, y donde parece que fijarse desinteresadamente en el prójimo sea concederle una inmerecida importancia que además menoscaba la de quien se fija en él.

Y sin embargo quien todavía mira como Bertram Tupra, pensé, quien enfoca con nitidez y a la altura adecuada, que es la del hombre; quien atrapa o captura o más bien absorbe la imagen que está ante él, tiene mucho ganado, sobre todo para saber y cuanto el saber permite: persuadir e influir, para hacerse imprescindible y ser añorado cuando se aparta o se marcha o tan sólo lo amaga, para disuadir y para convencer y apropiarse, para inocular y para conquistar. Algo tenía Tupra en común con Toby Rylands, de quien había sido discípulo, aquella cálida y envolvente atención; y algo tenía en común asimismo con Wheeler, sólo que la mirada de Wheeler era acechante, emboscada, y sus ojos parecían estar opinando hasta cuando se los veía rememorativos o distraídos o soñolientos, pensando por sí solos sin intervención de la mente, juzgando sin necesidad de formular ningún juicio, ni siquiera para sus adentros. Tupra en cambio no intimidaba al principio, no producía esta impresión y por lo tanto no instaba a ponerse en guardia, más bien invitaba a bajar el escudo y quitarse el yelmo, para mejor dejarse captar por él. Algo había común entre ellos, y él como nexo me hizo advertir más semejanzas entre los dos ancianos, el amigo muerto y el amigo vivo: vínculos de carácter; o no era eso, sino vínculos de capacidad. O acaso en los tres era un don.

Pensé que Tupra resultaría irresistible para las mujeres (lo pensé muchas veces, lo vi), de cualquier clase, profesión, experiencia, grado de engreimiento o edad, aunque ya rondara la cincuentena y no fuera propiamente guapo sino sólo atractivo en conjunto y con algún rasgo quizá repelente para la objetividad: no tanto la nariz algo basta y como partida por un antiguo golpe o por varios más; no tanto la piel inquietantemente lustrosa y tersa para sus años y de un bonito y acervezado color (toda arruga ahuyentada, y sin recurso artificial); no tanto las cejas como tiznones y con tendencia a juntarse (sin duda se despejaría de vez en cuando con pinzas el espacio entre las dos); sino más bien la boca demasiado carnosa y mullida, o tan carente de consistencia como sobrada de extensión, labios un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos, que al besar cederían y se desparramarían como plastilina manoseada y blanda o daría esa sensación, con un tacto como de ventosa y de siempre renovada e inextinguible humedad. Y aun así, me dije, aun así él prendería a quien quisiera prender, porque nada dura menos que la objetividad, y entonces casi nada repele, una vez que se ha perdido o uno se ha deshecho por ventura de ella, para poder vivir. Y no faltaría a quien gustase y encendiese esa boca, eso además. Rara vez, siendo ya adulto o incluso joven y más vacilante, he sentido ante un hombre el convencimiento de que contra él nada habría que hacer en según qué terrenos; y de que si ese individuo o fellow ponía sus ojos en la mujer que estuviera a mi lado, no habría posibilidad alguna de retenerla ahí. Pero yo no llevaba ninguna mujer a mi lado, ni en la cena fría de Wheeler ni durante la mayor parte del tiempo en que me tuvo contratado Tupra como colaborador. Menos mal que Luisa no está conmigo, pensé; no está por aquí y nada debo temer (lo pensé muchas veces, lo vi). Este hombre la divertiría y halagaría y 1a comprendería, la sacaría de juerga todas las noches y la expondría a los más convenientes y fructíferos riesgos, se mostraría solícito y solidario y se tragaría su historia entera de cabo a rabo, y también la aislaría y le deslizaría muy pronto sus exigencias y sus prohibiciones, todo ello a la vez o en muy breve lapso, y no tendría que cavar ni una pulgada más hondo para enviarme al fondo del fondo de los infiernos, ni tomar el menor impulso para despedirme al limbo, a mí y al recuerdo de mí, y a la ocasional e improbable nostalgia de mí.