Ese convencimiento hacía aún más extraña a mis ojos la actitud de su nueva novia hacia él, pues más bien semejaba alguien que hubiera efectuado el recorrido completo a su lado ya tiempo atrás: tan completo que incluso hubiera llegado a estirarlo más de la cuenta y a abusar del trayecto común, y por lo tanto a aburrirse también un poco de Tupra, a quien más se habría dicho que toleraba con envejecido afecto y ánimo conciliador -y tal vez algo adulador- que perseguía con entusiasmo por el gran salón, o con la pegajosidad del amante de reciente estreno que aún no da crédito a su fortuna (este hombre me quiere, esta mujer me quiere, qué bendición) y la confunde con la predestinación u otras zarandajas enaltecedoras. No es que no se la viera pendiente de Tupra, pero más por ser él su acompañante y quien la había arrastrado o guiado hasta la casa de Wheeler con aquella gente mitad universitaria y mitad diplomática o financiera o política o empresarial, o quizá literaria o de profesión liberal (uno no distingue tanto a los engalanados en país ajeno y de arcaica etiqueta, aunque haya vivido en él; y había un embriagado y gigantesco noble, Lord Rymer, viejo conocido mío de Oxford y director o warden ya jubilado de un college, All Souls), que por querencia o sumisión o deseo o amorosidad, o por la habitual impaciencia ante las novedades que todavía esconden el término inevitable de su condición, el cual en el fondo se prefiere siempre acelerar (cansa mucho lo nuevo, pues requiere adiestramiento y está sin cauce). Peter me la había presentado como Beryl a secas. 'Mr Deza, un viejo amigo español', había dicho en inglés cuando llegaron y yo ya estaba allí, dándoles natural preeminencia al mencionar mi nombre primero, la dama obligaba a ello y tal vez algo más; y a continuación: 'Mr Tupra, cuya amistad se remonta en el tiempo aún más lejos. Ella es Beryl'. Nada más.
Si Wheeler quería que me fijara en Tupra y le dedicara más atención que a nadie durante la velada, había cometido un error de cálculo al convidar a otro español, un tal De la Garza, no me quedó claro al principio si agregado cultural o de prensa o de naturaleza aún más vaga y parasitaria en la Embajada de nuestro país, aunque algunas de sus expresiones me impidieron descartar que tan sólo fuera encargado de relaciones impúdicas, sumiller de licores, sobornador in péctore o chambelán. Un tipo atildado, fatuo y lenguaraz que, como suele ser norma entre mis compatriotas cuando coinciden con extranjeros en cualquier ocasión y lugar, sea en España como anfitriones o fuera como agasajados, estén en mayoría absoluta o en minoría individual, en realidad no soportaba alternar con guiris ni verse en la circunstancia latosa de deber dispensarles una curiosidad cortés, y que por consiguiente, en cuanto divisó a un paisano, ya apenas si se despegó de mí y prescindió totalmente de hacer ningún caso a ningún nativo (al fin y al cabo nosotros éramos los guiris allí), con excepción de las dos o tres o quizá cuatro mujeres sexualmente apreciables entre la quincena de comensales (fríos, luego a ratos sentados pero sin sitio fijó y a ratos de aquí para allá o quietos de pie), pero más para remirárselas con ojos en exceso diáfanos, hacer sobre ellas comentarios zafios, señalármelas con su ingobernable barbilla y hasta soltarme algún sonrojante e improcedente codazo alusivo, que para acercárseles y entablar conocimiento o conversación, es decir, para tirarles los tejos más allá de lo visual, eso no debía de resultarle nada fácil de hacer en inglés. Noté en seguida su contento y su alivio cuando nos presentaron: con un español a mano, se ahorraba la tensión y fatiga del uso oneroso del idioma local, que él creía hablar, pero su acento indecente convertía las más vulgares palabras en ásperos vocablos irreconocibles para todos salvo para mí, sin que eso fuera privilegio sino tormento, pues mi familiaridad con su inconmovible fonética me llevaba a descifrar sandeces y petulancias tan sólo, sin yo querer; podía dar generosa espita a sus críticas y maledicencias sin que le entendieran los criticados presentes, si bien se olvidaba a veces del perfecto dominio del castellano de Sir Peter Wheeler, y cuando se acordaba y veía a éste a distancia de oído, recurría a jergas obscenas o patibularias, quiero decir aún más que cuando no; se sentía autorizado a sacarme temas nacionales absurdos con no siempre justificada naturalidad, pues apenas sé nada de toros ni de los adefesios de la prensa rosa ni de los integrantes de la familia real, aunque nada tenga tampoco en contra de los primeros ni casi de los terceros; y también, conmigo, podía soltar tacos y ser soez, y eso sí que es difícil en otro idioma (con soltura y veracidad) y además se echa indeciblemente de menos si se está acostumbrado a ello, he tenido ocasión de comprobarlo a menudo en el extranjero, donde he visto a ministros, aristócratas, embajadores, potentados y catedráticos, y hasta a sus respectivas y muy ataviadas mujeres e hijas y aun madres y suegras de variables crianza, nociones y edad, aprovechar mi momentánea presencia para desahogarse con juramentos y blasfemias diabólicas en nuestra lengua (o en catalán). Yo era una bendición y una ganga para De la Garza, así que me buscaba y seguía por toda la habitación y el jardín, pese al fresco nocturno, para alternar groserías con pedanterías y resarcirse bien en español.
Lo tuve como una sombra la velada entera, y aunque yo estuviera charlando con otras personas, forzosamente en inglés, él se aparecía cada pocos minutos (en cuanto alguien le daba esquinazo, estomagado por sus barbarismos e idiotismos fonéticos) y se inmiscuía, primero con su afrentosa dicción en esa lengua, para pasar en seguida a la nuestra, visto el forcejeo que suponía para mis interlocutores intentar comprenderlo, y con la pretensión inicial y aparente de que yo le sirviera de intérprete simultáneo ('Anda, tradúcele a esta tía petarda el chiste que he hecho, se ve que no me quiere entender'), pero con la más verdadera y firme de ahuyentármelos a todos para monopolizar mi atención y mi conversación. Procuraba no prestarle lo uno ni darle lo otro y continuaba a lo mío sin escucharle apenas o sólo cuando elevaba demasiado la voz, de modo que me iban llegando fragmentos equívocos o frases sueltas que él intercalaba a la más mínima pausa o sin siquiera esperar a ellas, ignorando yo sin embargo el contexto a que pertenecían las más de las veces, ya que el agregado De la Garza, en realidad, se me agregaba en todo momento y en ninguno dejaba de perorarme, tanto si le contestaba u oía como si no.
Esto empezó a ocurrir tras nuestro primer asalto, que me cogió desprevenido, del que escapé ya alarmado y maltrecho y durante el que me interrogó sobre mis cometidos y atribuciones en la BBC Radio y pasó a proponerme al instante seis o siete proyectos de emisiones radiofónicas que oscilaban entre lo imperial y lo necio, coincidiendo ambas cosas más de una vez, supuestamente beneficiosos para su Embajada y nuestro país y sin duda alguna para él y su promoción, pues me comunicó que era experto en la pobre Generación del 27 (pobre por explotada y sobada), en el pobre Siglo de Oro (pobre de tan manoseado y mentado), y en los nada pobres escritores fascistas de la preguerra, la postguerra y la intermedia guerra, que en todo caso eran los mismos (sufrieron pocas bajas durante la contienda, mala suerte), y a los que él no dedicó desde luego ese epíteto, le parecían gente honorable y desinteresada aquella pandilla de delatores y chulos mayúsculos.
– Extraordinarios estilistas la mayoría, quién puede ser hoy tan mezquino para acordarse de su ideología ante versos y prosas así. Hay que separar de una vez la literatura de la política, tío. -Y remachó-: De una puta vez. -Tenía esa mezcla de cursilería y zafiedad, ñoñería y ordinariez, edulcoración y brutalidad, que se da tanto entre mis compatriotas, una verdadera plaga y una grave amenaza (sigue ganando adeptos, con los escritores al frente), los extranjeros acabarán tomándola por rasgo predominante del carácter nacional. Me había tuteado desde que me vio, por principio: era de los que el usted lo reservan ya sólo para subalternos y menestrales.