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Estuve a punto de arrojarle un guante al atirantado y untado pelo (se le habría sostenido bien, casi adherido), pero no tenía ninguno a mano, sólo una servilleta y no es lo mismo pese al general abaratamiento de nuestra época, de modo que me limité a contestarle, con más displicencia que sequedad para rebajar la carga:

– Hay prosas y poesías cuyo estilo es en sí mismo fascista, aunque hablen del sol y la luna y las firmen izquierdistas por autoproclamación, nuestra prensa y nuestras librerías están llenas de ellas. Pasa lo mismo que con los espíritus, o con el carácter: los hay en sí mismos fascistas, aunque los alberguen cuerpos con tendencia a levantar el puño y a sudar la gota gorda en manifestaciones y marchas con filas de fotógrafos abriendo paso e inmortalizándolos como es natural. Sólo falta que ahora se reivindiquen el espíritu y el estilo de quienes además de serlo se proclamaban fascistas, y tan ufanamente, por si no se les notaba bastante con la pluma en la mano, en cada página que dieron a imprenta y en cada denuncia entregada en comisaría. Ya han dejado suficiente estela sin necesidad de eso, entre los autores actuales, aunque la mayoría la silencien y se busquen antecesores con menos mancha, el pobre Quevedo en primera línea, y algunos no sean quizá conscientes de su herencia más cercana, en la sangre la llevan y además les hierve.

– Joder, tío, ¿cómo puedes decir eso? -De la Garza me protestó más por desconcierto que por desacuerdo, a esto no le había dado tiempo-. ¿Cómo puedes saber eso, que un estilo es fascista en sí mismo? O un espíritu. No me vengas con faroles.

Estuve tentado de responderle, imitando su habla: 'Si eso no lo sabes distinguir a los cuatro párrafos de un texto, o a la media hora de conocer a alguien, es que no tienes ni puta idea de literatura ni de las personas'. Pero me quedé pensando un poco, pensando superficialmente. Sí, en realidad no era fácil explicar el cómo, ni siquiera en qué consistían ese espíritu y ese estilo con tan variadas caras, pero yo sabía reconocerlos pronto, o eso creía entonces, o acaso fue un farol en efecto. Lo había sido desde luego hablar -pero sólo para mis adentros- de cuatro párrafos y de media hora, debería haber dicho o pensado 'a las pocas horas', y aun así habría sido una chulería de pensamiento. Son tal vez días y semanas o meses y años, a veces uno ve claro algo en esa media hora primera para sentirlo difuminado y perderlo de vista luego y ya no volver a captarlo hasta al cabo de un decenio o de media vida, o es que ya no vuelve nunca. A veces no conviene dejar transcurrir el tiempo, y que nos enrede el que concedemos y nos confunda el que nos conceden. No conviene que nos deslumbre, que es lo que el tiempo intenta siempre, y mientras tanto se va pasando. Tampoco resultaba ya fácil definir qué era fascista se está convirtiendo en un calificativo anticuado y a menudo impropio o por fuerza impreciso, aunque yo suelo emplearlo en un sentido coloquial y probablemente analógico, y en ese sentido y con ese uso sé bien lo que significa y sé que no me equivoco. Pero había recurrido a él ante De la Garza más que nada para fastidiarlo y por poner en su sitio a los escritores fascistas pésimos que él tanto admiraba, el tipo no me había gustado desde el primer instante, he visto a muchos así desde la infancia y no se extinguen, sólo se maquillan y adaptan: son clasistas y engreídos y muy simpáticos, son risueños y hasta formalmente cariñosos, son ambiciosos y semifalsos (sí, no son falsos del todo), procuran parecer exquisitos y a la vez fingirse campechanos y aun barriobajeros (mala la imitación, no dan el pego, su íntima aversión hacia lo que imitan los desenmascara rápido), de ahí que prodiguen los tacos creyendo que eso los hace llanos y que les gana confianzas remisas, de ahí que combinen su acartonado refinamiento con modales algo castrenses y léxico carcelario, la mili les venía de perlas para completar el cuadro, y el efecto que a la postre producen es de gañanes perfumados. No me pareció un espíritu fascista, el de De la Garza, ni siquiera por analogía. Era un espíritu adulador tan sólo, de los que no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan. No era de los que clavan la daga por iniciativa propia, sólo si deben hacer muchos méritos o congraciarse o reciben un encargo, y entonces sí carecen de escrúpulos, al ser muy diestros con su conciencia.

Pero aplacé estos pensamientos para más tarde, y tan sólo ladeé la cabeza y alcé las cejas en respuesta, como concediendo o diciendo: 'Tú verás, qué quieres que yo te diga' y dejando caer el asunto, sobre el que él no insistió, y aprovechó mi inhibición, en cambio, para comunicarme que también sabía un huevo -a título de aficionado, puntualizó, ya no como experto- de literatura fantástica universal, incluida la medieval (eso dijo, dijo 'un huevo' e 'incluida la medieval'). Por su tono fue manifiesto que le parecía chic lo fantástico. Pensé que llegaría algún día a Ministro de Cultura, o por lo menos a Secretario de Estado del ramo según la expresión de antaño, aunque nunca he sabido del todo lo que significaba 'ramo' en esa acepción burocrática y no floral.

Aquellos segundos de tirantez político literaria no fueron impedimento, ya he dicho, para que el agregado se me adhiriera o me rondara con poca pausa después de concluido nuestro inicial encuentro y pese a apartarme sin disimulo de él varias veces y ponerme a departir con otros en el inglés más oscuro, afectado y para él disuasorio de que fui capaz. Y así, por ejemplo, el escaso rato en que hablé a solas con Tupra estuvo viciado por sus incongruentes entrometimientos ocasionales en español. No fue sino hasta bastante tarde, los dos tomando café de pie junto a los sofás que en aquel momento ocupaban Wheeler y la novia Beryl y la rebosante viuda del Deán de York y dos o tres más, el trasiego y el intercambio de posiciones son constantes en estas cenas nómadas informales frías.

La verdad era que Wheeler no había hecho nada por reunimos, a Tupra y a mí, y yo había llegado a pensar que su perorata telefónica sobre el individuo o fellow o más bien sobre su apellido y su nombre había sido algo casual y sin segundas intenciones, por mucho que me costara imaginar a Peter ciñéndose en ningún aspecto a las aburridas y planas intenciones primeras, no digamos a la absoluta ausencia de ellas. Había estado equitativamente atento a casi todos sus convidados, asistido por la señora Berry (más compuesta que de costumbre), el ama de llaves que había heredado de Toby Rylands a la muerte de éste hacía ya años, y por tres camareros contratados para la velada junto con las viandas y cuyo turno acababa a las doce en punto, según me había comentado con leve preocupación (confiaba en que para entonces no le remolonearan muchos invitados por allí). El y yo no habíamos coincidido apenas, a sabiendas ambos de que al día siguiente dispondríamos de nuestro tiempo: yo me quedaría a dormir esa noche en su casa, como hacía a veces, para así pasar con él la mañana y compartir el almuerzo dominical. A distancia no lo había visto muy pendiente de nadie en particular, como buen anfitrión, ni tampoco propiciar acercamientos concretos, no al menos en lo que respectaba a mí, pues no podía creer que me hubiera echado encima a De la Garza a propósito, quien me había amargado el alma y entorpecido cualquier diálogo con sus tentativas de cháchara y sus apostillas nunca relacionadas con lo que se estuviera tratando; y aunque entendía la lengua inglesa mejor que la hablaba, las muchas copas con que fue distrayendo sus soliloquios involuntarios -quería participar, no estaba conforme con ser su único oyente- deterioraron velozmente sus facultades intelectivas (es un decir) y envilecieron la índole de sus observaciones.