Выбрать главу

Y también salieron juntos los tres que había previsto, fueron de los primeros en irse. Por suerte para Sir Peter Wheeler, el único que se estancó hasta pasadas las doce fue Lord Rymer the Flask, no porque estuviera muy animado o sin sueño, sino por su incapacidad absoluta para mover un pie ni otro. Pero eso no representaba tanto problema, al vivir en Oxford aquel Recipiente. La señora Berry llamó a un taxi y entre ella y yo hicimos ahuecar a la pesada y alcohólica Frasca el sillón en que se había clavado a mitad de velada, y con empellones discretos (imposible tarea en volandas) lo sacamos hasta la puerta bajo la supervisión y guía del bastón de Peter; la colaboración del taxista para hacerlo encajar en el interior del vehículo en modo alguno fue rechazada, el hombre se las vería negras más tarde para desatascarlo él solo en destino. Los camareros de alquiler no pudieron largarse sin antes recoger las principales sobras en sus platos y fuentes, y después yo ayudé a la señora Berry con las tazas y copas y ceniceros finales, quedó todo bastante despejado, Wheeler odiaba ver por la mañana los vestigios de la noche, es algo que casi nadie soporta, yo tampoco. Cuando se retiró el ama de llaves Peter se sentó al pie de las escaleras con lentitud y cuidado, sujetándose al pomo de la barandilla hasta bien tocar tierra (no me atreví a ofrecerle una mano), y sacó de su petaca otro cigarro.

– ¿Va a fumarse otro puro ahora? -le pregunté extrañado, sabiendo que eso le llevaría un rato.

Había creído que la súbita elección de tan impropio asiento para un octogenario largo obedecía a un momentáneo cansancio o bien que era una forma habitual de hacer pausa y breve acopio de fuerzas antes de subir hasta el primer piso, donde tenía el dormitorio, tal vez se paraba allí siempre e iniciaba luego el ascenso. Su movilidad era buena, pero no parecía aconsejable a su edad el trato tan continuado, diario, con aquellos escalones de madera -trece hasta la primera planta, veinticinco hasta la segunda-, escasos de fondo y un poco altos. Había dejado el bastón atravesado sobre su regazo como la carabina o la lanza de un soldado en su descanso, lo miré mientras se preparaba el habano, sentado en el tercer escalón, los limpísimos zapatos en el primero, la parte central con moqueta, o acaso era una larga alfombra bien ceñida o fijada, grapada invisiblemente. Su postura era de joven, también su pelo sin pérdidas aunque ya muy blanco, ondulado suavemente como si fuera de repostería, bien peinado con su marcada raya a la izquierda que ayudaba a adivinar al más que remoto niño, debía de haber estado allí aquella raya, invariable, desde la primera infancia, sería anterior sin duda al apellido Wheeler. Se había acicalado para su cena fría y no era de los que acaban en semidescomposición las fiestas, al estilo de Lord Rymer o la viuda Wadman o un poco también De la Garza (la corbata al final floja y torcida, la camisa rebelándosele en la cintura): todo seguía en su sitio intacto, hasta el agua con que se habría peinado horas antes parecía no habérsele secado aún del todo (que usara fijador lo descartaba). Y allí sentado con aparente despreocupación podía todavía vérselo, era fácil figurárselo como un galán de los años treinta o quizá cuarenta, que en Europa fueron más austeros por fuerza, no tanto cinematográfico cuanto de la vida misma, o a lo sumo de un anuncio o cartel de la época, no había irrealidad en su figura. Debía de haber quedado satisfecho de su ágape y tal vez deseaba comentarlo un poco aunque para ello dispusiéramos de la mañana siguiente, no darlo aún por clausurado, probablemente se sentía más vivaz -o era sólo acompañado- que la mayoría de las demás noches que se le terminaban pronto. Aunque fuese yo quien estuviese muy solo allí en Londres, y no él aquí en Oxford.

– Bah, sólo la mitad o menos. No me he cansado gran cosa. Y no es tanto dispendio -dijo-. ¿Qué? ¿Qué tal lo has pasado? ¿Eh?

Lo preguntó con un mínimo dejo de condescendencia y orgullo, estaba claro que pensaba haberme favorecido mucho con su convocatoria y su idea, permitiéndome salir de mi supuesto aislamiento, ver y conocer a gente. Así que aproveché su venial arrogancia para formularle antes de nada el único reproche que se merecía:

– Muy bien, Peter, se lo agradezco. Pero lo habría pasado mucho mejor si no hubiera usted invitado a ese mamarracho de la Embajada, cómo se le ha ocurrido. ¿Quién diablos era? ¿Dónde ha pescado a ese mal merluzo? Con futuro político, eso sí, tiene futuro político y hasta diplomático. Si van por ahí los tiros y aspira usted a sacarle subvenciones para simposios o publicaciones o algo, entonces no digo nada, aunque sea injusto que me haya tocado a mí hacerle de intérprete, casi de alcahueta y niñera. En España será ministro algún día, o embajador en Washington por lo menos, es la clase de pretenciosa bestia con un perfume de cordialidad aparente que la derecha de mi país multiplica y cría y la izquierda reproduce e imita cuando gobierna, como si la asaltara un contagio. Lo de la izquierda es sólo un decir, ya sabe, como en todas partes hoy. De la Garza es inversión segura, eso se lo reconozco, y a corto plazo, hará carrera con cualquier partido. Lo único es que no se fue muy contento. Menos mal, algo es algo, a mí me ha echado a perder media fiesta. -Ese fue mi desahogo.

Wheeler encendió su puro con otra de sus cerillas largas, sin tanto ahínco como antes. Alzó entonces la vista y la fijó bien en mí con leve conmiseración cariñosa, me había quedado de pie, de frente a la escalera, a poca distancia, apoyado en el quicio de la puerta corredera que desde el salón principal daba paso a su despacho y que él solía mantener descorrida (siempre dos atriles visibles en aquel estudio, en uno el diccionario de su lengua abierto, una lupa, en el otro un atlas, el Blaeu a veces o el magnífico Stieler también abiertos, y otra lupa), yo cruzado de brazos y con el pie derecho cruzado asimismo por encima del izquierdo, de aquél sólo la punta en vertical sobre el suelo. Así como los ojos de su colega y amigo y semejante Rylands habían poseído una cualidad más bien líquida y habían sido muy llamativos por sus colores distintos -un ojo era color de aceite, el otro de ceniza pálida, uno era cruel y de águila o gato, había rectitud en el otro y era de perro o caballo-, los de Wheeler tenían un aspecto mineral y eran demasiado idénticos en dibujo y tamaño, como dos canicas casi violetas pero jaspeadas y muy translúcidas, o incluso casi malvas pero veteadas y nada opacas, o hasta casi granates como esta piedra, o eran amatistas o morganitas, o calcedonias cuando más azulosos, variaban según la iluminación que les diera, según el día y según la noche, según la estación y las nubes y la mañana y la tarde y según el humor de quien los dirigía, o eran granos de granada cuando se le achicaban, aquella fruta del primer otoño en mi infancia. Habrían sido muy brillantes, y temibles cuando coléricos o punitivos, ahora conservaban ascuas y fugaz enfado dentro de su general apaciguamiento, solían mirar con una calma y una paciencia que no eran connaturales sino aprendidas, trabajadas por la voluntad a lo largo de mucho tiempo; pero no habían atenuado su malicia ni su ironía ni el sarcasmo abarcador, terráqueo, de que se los veía capaces en cualquier instante de su aquiescencia; ni tampoco la asentada penetración de quien se había pasado la vida observando con ellos, y comparando, y reconociendo lo ya visto en lo nuevo, y vinculando, asociando, y rastreando en la memoria visual y así previendo lo aún por ver o no ocurrido, y aventurando juicios. Y cuando se aparecían piadosos -y en modo alguno era infrecuente-, una especie de constatación maltrecha o acatamiento abatido rebajaba su espontánea piedad en seguida un poco, como si en el fondo de sus pupilas habitara el convencimiento de que al fin y al cabo y en alguna medida, por infinitesimal que fuera, todos nos traíamos nuestras, propias desgracias, o nos las forjábamos, o nos prestábamos a padecerlas, o consentíamos tal vez en ellas. 'La infelicidad se inventa', cito a veces con el pensamiento.