En el trato, en la vida sin sobresaltos, no se dan tales avisos y quizá no debiéramos olvidar nunca su ausencia o falta, o lo que es lo mismo, la siempre implícita y amenazante repetición recta o torcida de cuanto decimos y hablamos. La gente va y cuenta irremediablemente y lo cuenta todo más pronto o más tarde, lo interesante y lo fútil, lo privado y lo público, lo íntimo y lo superfluo, lo que debería permanecer oculto y lo que ha de ser difundido, la pena y las alegrías y el resentimiento, los agravios y la adoración y los planes para la venganza, lo que nos enorgullece y lo que nos avergüenza, lo que parecía un secreto y lo que pedía serlo, lo consabido y lo inconfesable y lo horroroso y lo manifiesto, lo sustancial -el enamoramiento- y lo insignificante -el enamoramiento-. Sin pensárselo dos veces. La gente relata sin cesar y narra sin darse ni siquiera cuenta de lo que está haciendo, de los incontrolables mecanismos de insidia, equívoco y caos que pone en marcha y que pueden resultar funestos, habla sin parar de los otros y de sí misma, y también de los otros al hablar de sí misma y también de sí misma al hablar de los otros. Ese contar constante es percibido como una transacción a veces, aunque se disfrace con éxito de dádiva siempre (porque en toda ocasión tiene algo de eso), y sea más bien a menudo un soborno, o el saldo de alguna deuda, o una maldición que se lanza a un destinatario concreto o quizá al azar para que éste labre atolondradamente fortuna o desgracia, o la moneda que compra relaciones sociales y favores y confianza y hasta amistades, y por supuesto sexo. Y también un amor, cuando lo que cuenta el otro se nos hace imprescindible y pasa a ser nuestro aire. A algunos nos han pagado por eso, por contar y oír y ordenar y contar. Por retener y observar y seleccionar. Por sonsacar, aderezar, recordar. Por interpretar y traducir e instigar. Por tirar de la lengua y persuadir y tergiversar. (A mí me han pagado por contar lo que aún no era ni había sido, lo futuro y probable o tan sólo posible -la hipótesis-, es decir, por intuir e imaginar e inventar; y por convencer de ello.)
Luego la mayoría olvida cómo o a través de quién llegó a enterarse de lo que sabe, y hay personas que incluso creen haberlo alumbrado ellas, lo que sea, un relato, una idea, una opinión, un chisme, una anécdota, una falacia, un chiste, un juego de palabras, una máxima, un título, una historia, un aforismo, un lema, un discurso, una cita o un texto entero, de los que se apropian ufanamente, convencidas de ser sus progenitores, o acaso sí saben que están robando pero lo alejan de su pensamiento y así se lo esconden. Ocurre cada vez más en nuestro tiempo, como si hubiera en él prisa por que pasara todo al dominio público y ya no hubiera autorías, o, dicho con no tanto prosaísmo, por convertir todo en sólo rumor y refrán y leyenda que corran de boca en boca y de pluma en pluma y de pantalla en pantalla, todo incontrolado sin fijeza ni origen ni sujeción ni dueño, todo espoleado y desbocado y sin freno.
Yo trato en cambio de recordar muy bien siempre mis fuentes, quizá por mi deformación profesional pasada que también es presente porque no me abandona (había de adiestrar la memoria a distinguir lo cierto de lo figurado, lo acaecido de lo supuesto, lo dicho de lo entendido); y según cuáles sean procuro no hacer uso de mi información y mi conocimiento, o hasta me lo prohíbo, ahora que ya no me dedico a eso más que ocasionalmente, cuando es más fuerte que mi querer y no puedo evitarlo o cuando me lo piden amigos que no me pagan o no con dinero, sólo con su gratitud y una vaga sensación de endeudamiento. Mal pago éste, pues a veces sucede, y quizá no es tan raro, que intentan transferirme esa sensación para que sea yo quien la sufra, y si no me presto al trueque de los papeles y no la hago en efecto mía y no me comporto como si les debiera la vida, acaban por considerarme un cerdo desagradecido y por rehuirme: hay mucha gente que se arrepiente de haber solicitado favores, y de haber explicado en qué consistían, y de haberse explicado, por tanto, demasiado a sí misma.
Hace cierto tiempo una amiga no me pidió nada, sino que me obligó a escucharla, y, con menos aspaviento que sincero susto, me hizo partícipe de su recién inaugurado adulterio, siendo yo más amigo de su marido que de ella, o más antiguo. Flaco servicio el suyo, pasé meses atormentado por mi saber -que ella me ampliaba y renovaba teatral y egoístamente, cada vez más presa de narcisismo-, con la certidumbre de que ante mi amigo yo debía guardar silencio: no ya por juzgarme sin derecho a enterarlo de lo que acaso él -cómo saberlo- habría preferido seguir ignorando; no ya por no querer asumir la responsabilidad de desencadenar acciones o decisiones ajenas con mis palabras, sino también por ser muy consciente del modo en que me había llegado aquel incómodo relato. Yo no puedo disponer libremente de lo que no he averiguado por casualidad ni por mis medios, me decía, ni en el cumplimiento de un encargo o ruego. Si hubiera sorprendido a la mujer de mi amigo embarcando en un vuelo rumbo a Buenos Aires con el amante, acaso podría plantearme revelar de manera neutra esa visión involuntaria mía, ese dato interpretable pero nunca incontrovertible (para empezar, sin constancia de la relación con el hombre, le habría tocado a mi amigo y no a mí ocuparse de la sospecha), si bien me habría sentido probablemente un delator y un intruso y no creo que me hubiera atrevido en ningún caso. Pero la posibilidad habría cabido, eso me decía. Teniendo conocimiento, en cambio, de lo que sabía por ella, me estaba del todo vedado volverlo en su contra o divulgarlo sin su consentimiento, ni aun en la creencia de obrar así en favor del amigo, y esa creencia me tentaba mucho en los momentos de mayor desasosiego, por ejemplo cuando estaba con ambos o cenábamos los cuatro juntos (mi mujer el cuarto comensal, no el amante) y ella cruzaba conmigo una mirada de entendimiento y temor complacido (y yo contenía el aliento), o él se refería despreocupadamente a algún conocido caso del conocido amante de alguien cuyo cónyuge sin embargo ignoraba el caso. (Y yo contenía el aliento.) Y así permanecí callado durante bastantes meses, oyendo y casi asistiendo a lo que me interesaba poco y me desagradaba mucho, y todo seguramente, pensaba en mis instantes más nublados, para ser denunciado un día, cuando se descubra lo desagradable o por fin se cuente o aun se restriegue y exhiba, como connivente o cómplice, o consabedor si se quiere, por aquella a quien guardo el secreto y cuya autoridad exclusiva sobre la materia he reconocido y respetado siempre, sin decirle nada a nadie. Su autoridad y su autoría, ambas cosas, aunque en esa materia suya anden involucradas otras dos personas al menos, una sabiéndolo y la otra sin la menor idea, o quizá mi amigo no esté aún involucrado a pesar de todo y sólo pasaría a estarlo si yo le contara. Puede que sea yo en cambio el que ya está involucrado por mi saber, y por haber oído e interpretado -pensaba-, así me lo sugieren mi larga experiencia y mi larga lista de responsabilidades, de las que compruebo a diario, cada día que pasa y me las difumina y aleja y hace que me parezcan a ratos tan sólo leídas o vistas en la pantalla o fantaseadas, que no es tan fácil desprenderse, ni tan siquiera olvidarse. O que no es posible en modo alguno.
No, yo no debería contar nunca nada, ni oír tampoco nunca nada.