Выбрать главу

– Yo creo que sí, que sí podría -le contestaba a Tupra respecto del anfitrión de la cena-cum-celebridades (un cantante-celebridad él mismo, lo llamaré aquí Dick Dearlove, como uno de los desconocidos e inverosímiles nombres vistos en el fichero, allí llegué a enterarme de que era un alto y muy serio funcionario de algo, sólo leí un par de líneas, pero con semejante apellido merecería haber sido un gran ídolo de masas trotante por los mil escenarios, como nuestro cantante anfitrión ex-dentista), tras meditarlo unos segundos-. En una situación de peligro, desde luego que asestaría antes su golpe, si tuviera oportunidad de hacerlo. Incluso antes de tiempo, quiero decir antes de que el riesgo de su vida fuera inminente y cierto. La mera sombra de una amenaza grave lo haría un hombre desmedido, hasta incontrolado. Reaccionaría con violencia, creo yo, fácilmente. O más bien la anticiparía: no sé si existe en inglés, en español tenemos el dicho de que quien da primero da dos veces. Pero no sería por eso, por cálculo, ni por valentía, ni tan siquiera por nervios, ni por pánico exactamente. Está tan satisfecho con su biografía y con la existencia que lleva, tan asombrado y ufano de lo que ha conseguido y sigue logrando (aún no se ve límites), su cuento de hadas le está saliendo tan acabado y perfecto, que no podría soportar que todo se le fuera al traste en unos segundos, prematuramente, por un mal paso o por mala suerte, por una imprudencia o un mal encuentro. Sobre todo no soportaría la idea. Pongamos que se le colaran ladrones en casa, dispuestos a todo -'burglars', dije-; o que lo atracaran por la calle: no, él nunca irá por las calles andando. Pongamos que se le averiara el coche al cruzar un barrio pésimo, que se le quedara fundido una noche tarde al regresar de su mansión de campo, yendo él solo al volante o acompañado de un guardaespaldas, siempre llevará por lo menos uno, no recorrerá cien yardas sin la protección mínima. Y que nada más echar pie a tierra se vieran rodeados por una pandilla numerosa, agresiva, armada, una banda de desesperados contra la que poco pudieran hacer dos hombres, uno de ellos acostumbrado además sólo al halago y los mimos, y a la total ausencia de sobresaltos.

– Pedirían ayuda en el acto con sus teléfonos portátiles o ya lo habrían hecho con el del coche, a la policía o a quien fuese -me interrumpió Tupra. Me hacía gracia la facilidad con que se prestaba o incorporaba a mis fabulaciones. Yo creo que se divertía conmigo, bastante.

– Pongamos que el del coche ha muerto con el coche mismo, y que los otros no tenían cobertura, o se los han quitado ya, sin darles tiempo a utilizarlos. No sé en Inglaterra, pero en España es lo primerísimo que hoy roban los delincuentes, arrebatan los celulares incluso antes que las carteras, y por eso todos los atracadores, hasta los ínfimos de jeringuilla en temblorosa mano, disponen de móviles invariablemente. En Madrid no verá un ratero, casi no verá ni un mendigo, que no posea un telefonino.

– De veras -dijo Tupra tentado de sonreír. Entendía mis exageraciones, no las desaprobaba.

– De veras. Se lo aseguro, vaya a mi ciudad a verlo. Bien, en esa situación, si Dearlove llevara una navaja, no digamos una pistola (sería capaz, con su licencia y todo), es probable que se liara a pegar tiros o a soltar navajazos sin parlamentar siquiera y antes de estar seguro del alcance de la amenaza, del nivel de desesperación y odio de los desesperados, que a lo mejor resultarían haber sido admiradores suyos que habrían acabado pidiéndole autógrafos al reconocerlo, podría darse, no hay que excluir ningún grado de popularidad en su caso. En España, por ejemplo, es también un inmenso ídolo, sobre todo en el País Vasco, no sé si lo sabe.

– Lo supongo. En estos tiempos todos los mamarrachos triunfan universalmente -dijo Tupra-. Continúa. -Por aquel entonces él me llamaba ya Jack, pero yo a él Mr Tupra todavía.

– Lo que Dearlove no podría soportar -a Dearlove no lo llamaba Dearlove, claro está, sino por su verdadero apellido- es que su fin fuese ese, cómo decir: lo soportaría casi menos que el fin mismo. Por supuesto que lo aterraría ver truncada su vida de éxitos e ir a perderla, como a cualquiera, y aunque fuese de fracasos; y además no lo creo un valiente, ya le he dicho, sentiría un miedo infinito. Pero lo que más espanta a Dearlove, como a otra gente de escaparate (aunque quizá no lo sepan), es que el final de su cuento sea de tal carácter que predomine sobre lo anterior y oscurezca cuanto lleva andado y acumulado hasta ahora, que lo eclipse; que casi borre y anule el resto y a la postre se erija en el dato único, en el que cuenta y en el que se cuenta. Si sería capaz de matar (y creo que lo sería), es más que nada por eso, por repugnancia narrativa, si la expresión se me permite. Verá, Mr Tupra, si alguien como él es muerto por un grupo de patibularios en Clapham o en Brixton, o aún más llamativo, si es linchado, esa clase de muerte constituiría tal escándalo en su caso, impresionaría tanto al mundo, que ya sería sacada a colación junto con su nombre siempre, en toda ocasión y circunstancia, aunque se hablara de él por cualquier otro motivo, por su aportación a la música popular de su tiempo o a la historia y auge de los mamarrachos, por la descomunal fortuna amasada con su garganta o como uno de los ejemplos más preocupantes del delirio de las masas. Daría lo mismo, siempre se agregaría la cantilena de que murió linchado en Brixton en un mal paso, en Clapham una noche aciaga junto con su mejor guardaespaldas, a manos de unos facinerosos de Stratham de crueldad indecible. Llegaría un momento en el que, de hecho, de él sólo se recordaría eso. Hasta las madres reconvendrían con la cantilena a sus hijos cuando fueran a adentrarse en barrios broncos o en zonas turbias: 'Acuérdate de lo que le pasó a Dick Dearlove, y eso que él era famoso e iba con guardaespaldas'. Una verdadera maldición póstuma, para alguien como él, me refiero.

– 'Acuérdate de Dick Dearlove, cielo, de cómo se lo cargaron' -la mejoró Tupra, ahora con sonrisa abierta: 'Darling', dijo. How they did 'im in', dijo (si mal no recuerdo), imitando un acento cockney (o acaso era del sur de Londres semieducado, yo no distingo tanto) y poniendo voz de madre-. Santo cielo, seguro que a él no se le ha ocurrido un epitafio tan sórdido. Ni en sus aprensiones más ominosas. Ni en sus pesadillas más vejatorias. Qué más entonces, sigue.

– Bueno, yo no sé si esa fobia estará registrada, ni si tendrá algún nombre menos pedante de como la he llamado. Desde luego Dearlove no emplearía semejantes términos. Ni siquiera tendrá conciencia de lo que estoy describiendo, le parecería griego. Pero no se trata de otra cosa: es un horror narrativo, o una repugnancia; es pavor a su historia arruinada por el desenlace, echada a perder para siempre, hundida, a su completo desbaratamiento por un final demasiado espectacular para el mundo y aborrecible para el interesado; a un estropicio para el cuento sin posible remedio, a una mancha tan poderosa y ávida que se extendería hasta anegar todo el resto, retrospectivamente. Dearlove sería capaz de matar por evitarse tal sino. Tal sino estético, argumental, narrativo, como prefiera. Sería capaz de matar por eso, ya lo creo. O eso creo. -Al terminar retrocedía un paso a veces, me encogía un poco, ya de nada servía, había hablado, había dicho.