Hay un hombre que vive enfrente, más allá de los árboles cuyas copas coronan el centro de esta plaza y exactamente a mi altura, un tercer piso, las casas inglesas no tienen persianas o raramente, si acaso visillos o contraventanas que no suelen cerrarse hasta que el sueño inicia sus cacerías atolondradas, y a este hombre lo veo bailando frecuentemente, alguna vez acompañado pero casi siempre él a solas con gran entusiasmo, recorriendo en sus danzas o más bien bailoteos el alargado salón entero, ocupa cuatro ventanales. No es un profesional que ensaye, en modo alguno, eso es seguro: suele estar vestido de calle, incluso a veces con corbata y todo, como si acabara de entrar por la puerta tras la jornada y su impaciencia le consintiera sólo desprenderse de la chaqueta y arremangarse (pero la norma es que vista jerseys elegantes o polos de manga larga o nikis de manga corta), y sus pasos de baile son espontáneos, improvisados, no carentes de armonía y gracia pero yo diría que sin mucha medida ni compás ni estudio, los que cada vez le inspira la música que yo no oigo y que acaso oiga él exclusivamente, con los prismáticos de las carreras me ha parecido ver -eso creo: me los llevo a los ojos de cuando en cuando, también en casa- que se ajusta a los oídos algún auricular o artilugio, sin duda algo inalámbrico o no podría brincar y moverse tan libremente. Eso explicaría que algunas noches dé comienzo a sus sesiones cuando ya es muy tarde, sobre todo para Inglaterra, donde ningún vecindario le toleraría música a gran volumen pasadas las once, ni siquiera una hora antes, no sé cómo hará para amortiguar el ruido de sus pies danzantes. Quizá busca llamar al sueño cuando empieza tan tarde: cansarse, enajenarse, aturdirse, distraer los afanes de la conciencia. Es un individuo de unos treinta y cinco años, delgado, de facciones huesudas -mandíbula y nariz y frente- pero constitución atlética, espaldas bastante anchas, vientre plano y agilidad notable, parece todo natural y no producto de ningún gimnasio. Luce un bigote poblado pero cuidado, como de boxeador pionero pero sin ondulaciones decimonónicas, recto, y se peina hacia atrás con raya en medio, como si llevara coleta pero no se la he visto, cualquier día se la deja. Es extraño verlo moverse a diferentes ritmos sin escuchar yo nunca la música que lo conduce, me entretengo en adivinarla, en ponérsela mentalmente para -cómo decir- evitarle el ridículo de bailar en silencio, ante mí en silencio, la visión resulta incomprensible, incongruente, casi demente si uno no suple con su memoria musical -o incluso saca el disco intuido y lo pone, si lo tiene a mano- lo que domina o guía al individuo y jamás se oye, a veces pienso 'Puede que esté bailando al son del "Hucklebuck" de Chubby Checker a juzgar por el desenfreno del torso, o algo de Elvis Presley, "Burning Love" por ejemplo, con ese cabeceo velocísimo y como de pelele y esos pasos tan cortos, o esto ha de ser menos antiguo, Lynyrd Skynyrd acaso, esa canción famosa no sé qué de Alabama, eleva mucho los muslos como la actriz Nicole Kidman cuando la bailó en una película, inesperadamente; y ahora tal vez sea un calypso, reconozco en sus caderas un vaivén absurdamente antillano o vete a saber, y además ha cogido maracas, más vale que aparte la vista o que le haga sonar de inmediato en mi tocadiscos "I Learn a Merengue, Mama" o "Barrel of Rum", qué loco este tipo, qué feliz se lo ve, qué desentendido de cuanto nos gasta y consume, entregado a sus bailes que no son para nadie, se sorprendería si supiera que yo lo observo a ratos cuando estoy a la espera u ocioso, y puede que no sea el único desde mi edificio, resulta divertido e incluso da alegría mirarlo, y también tiene misterio, no logro figurarme quién es ni a qué se dedica, se sustrae -y no es eso frecuente- a mis facultades interpretativas o deductivas, que aciertan o yerran pero en todo caso nunca se inhiben, sino que se ponen al instante en marcha para componer un retrato improvisado y mínimo, un estereotipo, un fogonazo, una suposición plausible, un esbozo o retazo de vida por imaginarios y elementales o arbitrarios que sean, es mi mente detectivesca y alerta, mi mente imbécil que me criticaba y reprochaba Clare Bayes en este mismo país hace ya muchos años, antes de que conociera a Luisa, y que hube de sofocar con Luisa para no irritarla y no darle miedo, el miedo supersticioso que más daño hace, y aun así sirvió de poco, nada sirve contra lo que ya se sabe y más se teme (quizá porque se lo atrae con fatalismo entonces, y se lo procura porque si no es un chasco), y uno suele saber cómo acaban las cosas, cómo evolucionan y qué nos aguarda, hacia dónde se encaminan y cuál ha de ser su término; todo está ahí a la vista, en realidad todo es visible desde muy pronto en las relaciones como en los relatos honrados, basta con atreverse a mirarlo, un solo instante encierra el germen de muchos años venideros y casi de nuestra historia entera -un solo instante cargado o grave-, y si queremos la vemos y la recorremos ya, a grandes rasgos, no son tantas las variaciones posibles, los indicios rara vez engañan si sabemos discernir los significativos, si se está -pero es tan difícil y catastrófico- dispuesto a ello; uno ve un día un gesto inconfundible, asiste a una reacción inequívoca, oye un tono de voz que dice mucho y más anuncia aunque también oiga uno la lengua morderse -demasiado tarde-; siente en la nuca el carácter o la propensión de una mirada cuando ésta se sabe invisible y resguardada y a salvo, tantas son involuntarias; nota la melosidad o la impaciencia, percibe las intenciones ocultas que no están ocultas jamás del todo, o las inconscientes antes de que se vuelvan conciencia en quien deberá abrigarlas, a veces prevé uno a alguien antes de que ese alguien se prevea a sí mismo ni se conozca ni se intuya siquiera, y adivina la traición aún no fraguada y el desdén aún no sentido; y el empacho que uno causa, el cansancio que provoca o la aversión que ya inspira, o bien lo contrario que no es mejor siempre: la incondicionalidad que se nos tiene, la demasiada expectativa, la entrega, el afán de agradar del otro y de sernos vital para suplantarnos luego y ser así quien nosotros somos; y el ansia de posesión, la ilusión que uno crea, la determinación de alguien de estar o permanecer a su lado, o de conquistarlo, y la lealtad irracional, desvariada; nota cuándo hay entusiasmo y cuándo es sólo lisonja y cuándo es mezcla (porque nada es puro), sabe quién no es trigo limpio y quién ambicioso y quién no tiene escrúpulos y quién pasará por encima de su cadáver después de aplastarlo y quién es un alma cándida, y sabe qué será de estas últimas cuando se las encuentra, el destino que les espera si no se enmiendan y vician y también si lo hacen: sabe si serán víctimas suyas. Ve quién abandonará a quién algún día cuando le presentan a un matrimonio o pareja, y lo ve en el acto, nada más saludarlos, o a los postres ya lo entiende. También percibe cuándo algo se tuerce y se echa a perder, o da un gran vuelco y las tornas cambian, cuándo se fastidia todo, en qué momento uno deja de querer como antes o dejan de quererlo a uno, quién se acostará con nosotros, quién no, y cuándo un amigo descubre su propia envidia, o más bien decide rendirse a ella y dejar que ahora sola lo conduzca y guíe; cuándo empieza a rezumar o se carga de resentimiento; sabemos qué es lo que exaspera o revienta en nosotros y qué nos condena, qué convino decir y no dijimos o qué callar y no callamos, qué hace que de pronto un día se nos mire con otros ojos -turbios o malos ojos: es ya inquina-; cuándo decepcionamos o cuándo irrita que aún no lo hagamos y no ofrezcamos el pretexto ansiado, para ser despedidos; qué detalle no se soporta y señala la hora de que nos volvamos insoportables ya para siempre; y también sabemos quién va a amarnos, hasta la muerte y más allá y a nuestro pesar a veces, más allá de la muerte suya o de la mía o de ambas… contra nuestra voluntad a veces… Pero nadie quiere ver nada y así nadie ve casi nunca lo que está delante, lo que nos aguarda o depararemos tarde o temprano, nadie deja de entablar conversación o amistad con quien sólo nos traerá arrepentimiento y discordia y veneno y lamentaciones, o con aquel a quien nosotros traeremos eso, por mucho que lo vislumbremos en el primer instante, o por manifiesto que se nos haga. Intentamos que las cosas sean distintas de lo que son y de cómo aparecen, nos empeñamos insensatamente en que nos guste quien nos gusta poco desde el principio, y en poder fiarnos de quien nos inspira desconfianza aguda, es como si a menudo fuéramos en contra de nuestro conocimiento, porque así lo sentimos muchas veces, como conocimiento más que como intuición o impresión o corazonada, nada tiene que ver todo esto con las premoniciones, no hay nada sobrenatural ni misterioso en ello, lo misterioso es que no atendamos. Y la explicación ha de ser simple, de algo tan compartido por tantos: es sólo que sabemos, y lo detestamos; que no toleramos ver; que odiamos el conocimiento, y la certidumbre, y el convencimiento; y nadie quiere convertirse en su propio dolor y su fiebre…'