Era eso lo que yo hacía por una paga, en el edificio sin nombre. Sin cesar llevaba a cabo asociaciones, más que interpretaciones o desciframientos o análisis, o éstos sólo venían luego, como débil consecuencia. Sin utilizar tal vez la palabra, Wheeler me lo había anunciado aquel domingo de Oxford, en su jardín o durante el almuerzo: No hay ni jamás hubo dos personas iguales, sabemos eso; pero tampoco hay nadie que no esté emparentado en algún aspecto con alguien que atravesó ya el mundo, que no tenga con algún otro lo que Wheeler llamó afinidades. Nadie hay sin ningún vínculo ni lo hubo nunca, sin un nexo de destino o carácter que son el mismo concepto (parafraseó Wheeler abiertamente), salvo quizá los primeros hombres, si es que los hubo en verdad anteriores a otros y no fue que surgieron muchos en muchos sitios, simultáneamente. Uno ve a dos personas totalmente distintas y además las ve separadas por siglos de su propia vida, hasta el punto de tener a la primera olvidada desde hacía esos siglos cuando la segunda se le aparece, como guardaba yo anestesiada la imagen de aquella pareja de espanto discernida por Alan Marriott. Son personas distintas en edad, en sexo, en educación, en creencias, en mentalidad, en temperamento, en afectos; pueden hablar diferentes lenguas, provenir de países entre sí muy distantes, tener biografías opuestas y no compartir una sola experiencia, ni una hora paralela de sus respectivos y desproporcionados pasados, ni una sola equiparable. Uno conoce a una joven muy joven, con su ambición tan intacta que aún no puede ni saberse si la tiene o carece de ella, recuerdo yo al escuchar a Wheeler. Su timidez.la hace hermética, tanto que no está uno seguro de que esa misma timidez no sea fingimiento sólo, una máscara huraña. Es la hija de un matrimonio español amigo al que va a visitarse, los padres la obligan a saludar, a estar presente un rato al menos, a cenar con el invitado y con ellos. La joven no quiere ser conocida ni tan siquiera vista, está allí a disgusto, simulando indiferencia y desinterés por el mundo, esperando a que sea el mundo, al que siente en deuda, quien se interese por ella y la corteje y la busque y aun le ofrezca desagravio, pero experimentando un fastidio enorme si el amigo de sus padres (que para ella no es parte del mundo: por asimilación lo ha excluido) le muestra una curiosidad insistente, la observa por simpatía, por halagarla la sonsaca. Es una esfinge vagamente ofendida, o quizá es temerosa, o vulnerable e interrogativa, o engañosa, una impostora. Imposible adivinarla, desea que le hagan caso y a la vez lo ve como intromisión, no soporta ese caso si viene de quien no cuenta, de aquel a quien no toca hacérselo, según su percepción y criterio. No es, no puede ser antipática o no llega a tanto, no lo es nunca del todo quien se ruboriza en su linda cara, pero no hay forma de imaginar qué se esconde tras el yelmo de su juventud extrema, como si llevara la celada baja y asomaran de sus ojos nada más que unas pestañas. Lo inmaduro y lo no acabado, eso es lo más insondable, como los cuatro trazos de un, dibujo incompleto y abandonado muy pronto, que ni siquiera permiten cábalas sobre la figura a que aspiraban, o iban encaminados. Y sin embargo acaba por aparecer algo, casi siempre, dice Wheeler. Rara es la persona ante la que uno se queda en tinieblas definitivamente, rara es la vez en que alguna figura no surge al cabo del tiempo de nuestra persistencia, aunque sea borrosa o muy tenue, a menudo muy distinta de la que podía esperarse, con frecuencia remota, deslindada o impropia de esos trazos primeros, incongruente muchas veces. Se va acostumbrando uno a la oscuridad de cada rostro o persona o pasado o historia o vida, empieza a distinguir tras escrutar sin rendición las sombras, la penumbra se abre paso y entonces ya capta uno algo, ya discierne: remite el desaliento entonces o bien nos invade y envuelve, según ansiáramos ver o no ver nada, según en quién descubramos qué rasgos o afinidades, o son tan sólo huellas y reminiscencias nuestras. Quien está dispuesto a ver, al final ve
casi siempre, no digamos quien está empeñado, o quien hace su profesión de ello, como tú y como yo, tú crees no haber empezado pero has empezado hace mucho, te falta ser retribuido y ahora lo serás, muy pronto; pero es así como ya vives. Somos tan pocos los que tenemos valor y paciencia para seguir mirando que nos pagan bien por eso ('Vamos, corre, date prisa, sigue pensando y sigue mirando más allá de lo necesario, también cuando sientas que ya no hay más, nada más que pensar, todo pensado, ni que mirar, todo mirado'), para ahondar en lo que se aparece liso y opaco y negro como un campo de sable heráldico, una tiniebla compacta. Pero uno percibe de pronto un gesto, una entonación, un destello, un titubeo, una risa, un tic, un ojo oblicuo, puede ser cualquier cosa y además muy nimia. Algo oye o ve, lo que sea, ve eso en la joven hija del matrimonio amigo, algo que reconoce y asocia, que oyó o vio antes en alguien, pienso mientras Wheeler se explica. Ve en la chica la misma expresión envanecida y cruel, acomplejada, idéntica, que vio tantas veces en un hombre mayor, casi viejo, un editor de revistas con el que trabajó demasiado tiempo, una sola jornada ya habría sido con él más de la cuenta. Nada tienen que ver en principio, nadie los habría relacionado, un desatino. No hay parecido, ni desde luego parentesco. Aquel hombre tenía el pelo canoso y como cardado, el de la joven es una deslumbrante melena castaño intenso; a él se le iba cayendo la carne, la cara se le desplomaba visiblemente un poco más cada día, la de ella es tan exultante y firme que a su lado los padres parecen planos (y uno mismo, supone, pero uno no se contempla), como si sólo tuviera ella en la habitación volumen, o sólo ella estuviera en relieve; los ojos de él eran chicos y desleales, ávidos y dañinos pese a las sonrisas que frecuentaban sus dientes separados y cómo sin limar o pulir (o con el esmalte ido, su efecto era de sierras sucias minúsculas), con la esperanza de hacer cordial el conjunto (y engañaba a muchos, durante un tiempo hasta a mí mismo, o fue más bien que aparté la vista de lo que veía, es eso lo que hace el mundo constantemente, y uno no puede desgajarse del mundo siempre), y los ojos de ella son grandes y huidizos y graves y parecen no codiciar nada, sus labios no conceden sonrisas a quienes no las merecen desde su tacaño punto de vista, y no le importa mostrarse hosca (aún no le interesa engatusar a nadie), y su dentadura entrevista es una bendición radiante. No, nada tienen que ver, aquel trapacero dueño y editor de revistas, aquel hombre mayor jactancioso y jamás conmiserativo, tan inseguro de sus consecuciones y tan conocedor de sus hurtos monetarios e intelectuales que necesitaba aplastar si podía a aquellos de quienes sisaba; no, nada los une, a él y a esta chica para la que uno diría que el telón ni se ha alzado, que aún es entera potencialidad y enigma, un lienzo ya aderezado sobre el que sólo han caído unas pinceladas de prueba, unas pruebas de colores. Y sin embargo. Al cabo del rato, quizá a los postres, al cabo del tiempo de nuestra persistencia, uno ve con nitidez y amargura desinteresada ese fogonazo, ese gesto o misma mirada del hombre al que no se parece y al que no conoce (luego toda mimesis descartada). No es, no puede ser una superposición de rostros, tan distintos, tan opuestos, eso sería una aberración visual, un dislate del ojo. No, es una asociación, un reconocimiento, una afinidad captada. (Una pareja espantosa.) Es el mismo gesto de irritación o la misma expresión de exigencia, motivados sin duda por diferentes causas o tras trayectorias tan divergentes que la de él ya es declinante y la de ella apenas arranca. O quizá en ambos casos no hay causa y las trayectorias poco cuentan, no son expresión ni gesto que vengan del revés o la suerte, ni que traigan los acontecimientos. Estaban en el empresario ya asentados, moradores perpetuos de su enrojecida tez alcohólica salpicada de venillas rotas, mientras que son en la joven una momentánea tentación tan sólo, una bruma si se quiere, algo tal vez reversible y hoy por hoy sin importancia. Y sin embargo uno ya sabe, tras haber notado ese vínculo. Sabe cómo es ella en un aspecto, y que en ese tan crucial no habrá enmienda: mal lo tendrán quienes la contraríen, pero no mejor quienes la complazcan ('Hay personas que simplemente resultan ser imposibles, y lo único sabio es apartarse de ellas y mantenerlas lejos, y no existir para ellas'). Ese gesto, esa expresión indican algo advertido desde el primer momento y que ha sido mencionado antes, sólo que sin relacionarlo aún con aquel ladronzuelo viejo de la soberbia inmensa, sin haberme percatado de que la joven compartía con él ese rasgo, o lo reproduce (se lo calca sin conocerlo, idéntico). Ambos sienten, quizá juzgan, que el mundo vive en deuda con ellos; cuanto les llega de bueno les es tan sólo debido, qué menos; desconocen el contento y la gratitud por tanto; jamás tienen en cuenta los favores que se les dispensan ni la clemencia con que son tratados; ven aquéllos como pleitesía, ésta como debilidad y miedo de quien tuvo la vara en la mano y se abstuvo de apalearlos. Son gente intratable, que jamás aprende ni escarmienta. Se sienten acreedores del mundo siempre, aunque lleven la vida entera agraviándolo y despojándolo, a través de incontables vástagos suyos que se les han puesto a tiro. Y si por edad la chica no había podido abatir aún a muchos, no me cupo duda de que se resarciría pronto del tiempo intolerable de espera a que el perezoso crecimiento físico somete a los caracteres resueltos con celeridad y gran adelanto. Es entonces, al reconocer esa expresión envanecida y cruel, acomplejada -presagio de cólera siempre-, es al ver ese nexo nefasto cuando uno deja de mostrar curiosidad hacia la joven, de observarla por simpatía, de halagarla con sus cautivadoras preguntas de adulto. Y ella, que soportaba mal eso y desdeñaba las atenciones por venir de quien venían -un amigo de los padres, tan pesado, alguien antiguo-, soporta todavía menos la suspensión de sus deferencias. Por eso se termina ya el postre a toda prisa, se levanta de la mesa, se marcha sin despedirse. Ha padecido, ha acumulado, ha coleccionado otra ofensa.