Otras veces es lo contrario, por suerte: lo que uno ve, o identifica, asocia, es algo tan añorado y querido que al instante se tranquiliza, me cuenta Wheeler. Oye un timbre de voz y una dicción familiares en la mujer con quien habla, acaban de presentársela. Escucha su risa fácil con un agrado nostálgico, o es más, una emoción lejana. Recuerda, escucha, recuérdala: oh sí, cómo no, ya lo creo, conozco esa predisposición a la fiesta, la jovialidad que contagia, la pronta disipación de las nieblas, la llamada a la diversión, el espíritu que se aburre de la tristeza propia y hace cuanto está en su mano por aligerar y abreviar las dosis que la vida le impone como a cualquier otro, a ella también, no es que se libre. Pero tampoco se ofrece ni se doblega inerme, y en cuanto ve que sobrevive a esa carga, se endereza un poco y trata de sacudírsela, lo más lejos posible de su frágil espalda. No para suprimir la pena, como si no la hubiera, no es que se desentienda o se zafe, no es que olvide irresponsablemente; pero sabe que esa tristeza sólo podrá vigilarla si la mantiene en perspectiva, a distancia, y así quizá también entenderla. Y en esa mujer de edad mediana uno percibe la afinidad inconfundible con una joven que lo fue para siempre, con su propia esposa -Valerie, Val, casi no le queda más que el recuerdo del nombre, pero ahora vuelven a aparecérsele vestigios vivos o animados de ella, en otra voz y en otro rostro-, que murió temprano y no pudo ni soñar siquiera en alcanzar esos años, ni desde luego alumbrar a un hijo ni fantasear con él posiblemente, demasiado joven su muerte para imaginarse madre, casi sin tiempo para imaginarse casada con Peter Wheeler, o con Peter Rylands, para imaginarse casada además de estarlo. Tenía la mirada ensoñada y diáfana, y muy alegres los labios, irónicos afectuosamente. Bromeaba mucho, no dejó atrás los usos de sus juveniles años, nunca estuvo en condición de hacerlo. Una vez me dijo por qué me quería, con esos labios: 'Porque me gusta verte leer el periódico mientras desayuno, más que nada por eso. Veo en tu cara cómo ha amanecido el mundo y cómo amaneces tú cada mañana, que eres en mi vida el representante principal del mundo. El más visible con diferencia'. Esas palabras regresan inesperadamente, al oír el timbre y la dicción idénticos, y al ver la sonrisa tan comparable. Y entonces uno sabe en seguida que de esta mujer madura que acaban de presentarle bien puede fiarse, absolutamente. Sabe que no le hará mal, o al menos no sin avisarle.