'Fue muy útil esta capacidad o don durante la Guerra, es algo inapreciable en tiempo de guerra, por eso se organizó y canalizó en la época, y se rastreó a conciencia, pronto se comprobó que había pocos que lo tuvieran, ese don, esa facultad, y aún menos quizá por entonces, la guerra deforma la visión hasta extremos inconcebibles, la mitad de la gente ve fantasmas y brujas por todas partes y en la otra mitad se agudiza la habitual tendencia a no ver nada, y también a procurar no verlo. Pero fue la Guerra la que nos trajo, sólo se nos ocurren las cosa cuando nos son necesarias, hasta las más simples', había murmurado Wheeler en el jardín, mientras paseábamos con lentitud junto al río, a la espera del almuerzo. 'La lástima fue que no surgiera la idea unos pocos meses antes, quién sabe si Val, si mi mujer, si Valerie, no habría muerto en ese caso. Pero por desgracia ya había muerto cuando la idea le vino no sé si a Menzies o a Ve-Ve Vivian, o si a Cowgill o a Hollis o incluso a Philby (a Jack Curry no creo, a él lo descarto), todos querían ser los más inventivos, siempre se ha presumido de eso en el MI5 y en el MI6, se miraban de reojo, acababan espiándose también unos a otros, seguirá sucediendo, eso es seguro. Lo más probable es que se le ocurriera al mismísimo Churchill, era el más listo y el más atrevido, el que menos temía el ridículo. Tanto da. Esas cosas, esas paternidades no hay quien las sepa, y a nadie le importan más que a los candidatos a haber alumbrado el desvío de la muerte polvorienta en ayeres nuestros ya lejanos', varió Wheeler con humor amargo la cita célebre de Shakespeare, 'cada uno cuenta su historia y a ninguno se le da crédito ni se le hace maldito caso. Como quiera que fuese, todo partió de la campaña contra la careless talk, ¿has oído hablar de eso?' Me sonaba la expresión, 'charla despreocupada' literalmente, o 'negligente', o 'descuidada', o 'conversación imprudente', difícil una traducción satisfactoria y exacta, lo relacioné con lo que en español conocemos como 'hablar a la ligera', aunque no sea tampoco eso, ni 'cotilleo' ni 'chismorreo' ni 'habladurías'. Negué con la cabeza: no sabía, en todo caso, de ninguna campaña contra lo así llamado. Por entonces también ignoraba qué nombres eran esos que Wheeler había manejado con tanta soltura, a excepción de Churchill, claro está, y del famoso agente doble Kim Philby (aquel otro inglés forastero o postizo, nacido en la India e hijo de un explorador y orientalista a su vez nativo de Ceilán y convertido al Islam a los cuarenta y tantos años), que además había estado en España durante nuestra Guerra como corresponsal del Times junto al bando insurrecto, pero según parece con la encomienda (soviética, no británica) de aprovecharse de su cercanía para asesinar a Franco (la incumplió, desde luego, hasta en el grado de intento: debieron castigarlo por eso). Sólo más adelante supe que todos habían sido funcionarios o espías con responsabilidades muy altas, como también tardé en saber, por ejemplo (no voy a presumir de conocimientos infusos), que aquel primer apellido dicho por Wheeler, Menzies, era ese y que así se escribía, porque él lo pronunció extrañamente como 'Mingiss'. '¿No? Hmm', prosiguió Wheeler a la vez que abría su carpeta y rebuscaba un poco en ella. 'Se llevó a cabo durante la Guerra, se empapeló el país entero con carteles, avisos, ejemplos ilustrativos, anuncios en radio y prensa, con las viñetas de Eric Fraser y de muchos otros, Eric Kennington, Wilkinson, Beggarstaff (aquí tengo algunas, verás), cuando todos nos sugestionamos y nos convencimos de que Inglaterra, y Escocia y Gales, estaban plagadas de espías nazis, muchos de ellos tan británicos como el que más de nacimiento y educación y aficiones, gente comprada o fanática y hechizada, gente traidora, gente enferma e infectada. Se desconfiaba de cualquiera, sobre todo una vez que se inició la campaña, con desiguales resultados prácticos (combatía algo invencible) pero considerable eficacia anímica o psíquica: se recelaba del vecino, del pariente, del profesor, del colega, del tendero, del médico, de la mujer, del marido, muchos aprovecharon las sospechas tan fáciles, tan extendidas, tan comprensibles en aquel clima, para perder de vista al aborrecido cónyuge. Aunque no pudiera demostrarse que uno estaba conviviendo con un agente alemán encubierto o infiltrado, la sola e insuperable duda parecía suficiente obstáculo para hacer imposible la permanencia al lado del supuesto monstruo detectado, o lo que es lo mismo, suficiente motivo para divorciarse. ¿Cómo podía compartirse almohada, noche tras noche, con alguien de quien se desconfiaba tan gravísimamente, con alguien tan temible que no vacilaría en matarnos si se sentía descubierto o amenazado? Esa era la idea del espía enemigo, fuera joven o viejo, mujer u hombre, británico o extranjero, la de individuos despiadados, sin escrúpulo ni límite algunos, siempre dispuestos a infligir el mayor daño posible indirecto o directo, en la retaguardia o en el frente, en la moral colectiva o en los materiales bélicos, a la población civil o a las tropas, lo mismo daba. No era errónea la idea, por cierto. La gente exageraba sus miedos con vistas a no creérselos en el fondo, a concluir a la postre que nada podía ser tan maligno como se lo imaginaba, es algo que hacemos todos, pensar lo peor a propósito pero sin aparente conciencia, de forma paranoica, descabellada, figurarnos lo más truculento para así acabar descartándolo en nuestro fuero interno: al término del proceso, de ese atroz viaje mental, llamémoslo, nos decimos invariablemente: bah, no será tanto. Lo gracioso o lo tétrico es que la verdad sí suele serlo: será tanto o todavía más. Según mi experiencia, según mis conocimientos, la realidad coincide a menudo con lomas cruel de lo presentido y aun lo deja corto en ocasiones, es decir, coincide precisamente con lo que fue rechazado en el apogeo o culminación del miedo, con lo que al final fue tomado por pesadillas excesivas, locas, de la aprensión y la fantasía. Claro que los numerosos agentes nazis en suelo británico mataban a quien hiciera falta o les supusiera el más mínimo riesgo, lo mismo que los nuestros en el continente ocupado, los del SOE principalmente, pero no sólo ellos. En tiempo de paz es del todo imposible hacerse a la idea o entender qué es una guerra, de hecho ésta es inconcebible, y ni siquiera son recordables las ya vividas, las que ya se dieron y además aquí mismo, en las que uno incluso tomó o tuvo parte; del mismo modo que en el tiempo de guerra es la paz lo que no resulta recordable, ni concebible. La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro, lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento (como el dolor y el placer cuando no están presentes), o a lo sumo lo convierte en ficticio, uno tiene la sensación de que nunca ha conocido ni experimentado de veras lo que en cada tiempo está ausente; y eso ausente, si lo hubo antes, no funciona igual, no se asemeja al pasado, o al resto de lo que ya es pretérito, sino a las novelas y a las películas. Se nos vuelve irreal, es un invento. Y en lo que respecta a la guerra, nos parece increíble tantísimo desperdicio.' Estuve tentado de preguntarle a Wheeler si él también había matado, en el MI6 (saco de carne, mancha de sangre), quizá en el Caribe, o en el África Occidental, o en el Sudeste Asiático; o en España antes. Pero no dio tiempo a que la tentación cuajara, porque apenas si hizo pausa antes de añadir: 'Nos cuesta indeciblemente darle crédito luego, en cuanto la guerra se acaba; nada más encontrarnos con la derrota o con la victoria, sobre todo con una victoria. Son como compartimentos estancos, el estado de paz, el estado de guerra. Cuánto desperdicio'. Y en seguida regresó a lo previo: 'Mira esto, ¿nunca lo habías visto reproducido?' Wheeler sacó de su carpeta un recorte de periódico amarillento con una viñeta en la que lo primero que saltaba a la vista era una gran cruz gamada en el centro, peluda como una araña, y la tela que ésta había tejido, la cual envolvía o más bien atrapaba unas cuantas escenas. 'Información al enemigo', rezaban las letras grandes, un título presumiblemente, a juzgar por las pequeñas al pie, que más o menos decían: 'Esta obra de G R Rainier, que ilustra cómo las charlas imprudentes' (dejemos
'careless talk' aquí en eso), 'por muy inocentes que puedan parecer en el momento, podrían ver juntadas y encajadas sus piezas por el enemigo y así traicionar secretos vitales, se emitirá de nuevo esta noche a las diez en punto'. Cuatro eran las escenas: tres tipos charlan en un pub mientras juegan a los dardos, el más rezagado sería el espía, por el aparente monóculo, la nariz curvada, el ahuecado pelo de artista y la relamida barba; un soldado conversa en un tren con una dama rubia, ella sería sin duda la espía, no sólo por exclusión, sino también por elegancia; hablan dos parejas en una calle, una de dos varones y la otra mixta: los respectivos espías debían de ser el individuo de la pajarita y el de la bufanda, aunque aquí no estaba tan claro (pero yo diría que son los que escuchan); por último, un aviador es recibido en