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'Me suena vagamente que en nuestra Guerra Civil hubo avisos parecidos contra los quintacolumnistas, pero no estoy seguro, ¿usted se acuerda, Peter?', le pregunté. 'No sé, me ronda la cabeza algún lema del tipo "El enemigo tiene miles de oídos", pero quizá me lo invento, no sé, no conservo en la retina imágenes, por otra parte, equivalentes a las que usted me enseña, no creo haberlas visto reproducidas.' En verdad no lo sabía, aunque no era descartable que hubiéramos exportado también esa iniciativa. O tal vez mi memoria se confundía con el difamatorio cartel contra el POUM de la primavera del 37, el rostro cruzado por una svástica apareciendo bajo la careta con la hoz y el martillo; Nin había sido víctima de la paranoia semi-justificada que hizo ver espías y colaboradores de Franco en cualquier esquina, o más bien se habían valido sus enemigos de esa paranoia para acusarlo de traición y espionaje. Se lo acusó de haber informado, de haber hablado, y fue eso paradójicamente lo que nunca hizo ante sus torturadores. Allí calló y no se salvó, mantuvo la boca cerrada, no se fue de la lengua, no soltó prenda, he kept mum precisamente, lo que sabía se lo guardó para sí o bajo el sombrero, o quizá no dijo nada por ser todas las incriminaciones falsas, tendría que haberse inventado patrañas e historias para poder admitirlas y reconocerlas, para confesarse el 'caballo de Troya' que aquel poético 'amante de la verdad' y 'quijotesco de pro' glosó algo más tarde con 'su voz de candil' que enamoró a Trapp-Tello, tan infamatoria esa voz.

'Anoche te dije que antes de la Guerra contra Alemania había pasado por la vuestra, y yo suelo expresarme con bastante precisión, Jacobo. Aún creo hacerlo. Eso quiere decir que no estuve mucho tiempo en España. Sólo eso, que pasé por allí', me contestó Wheeler, y percibí una nota de leve impaciencia en su voz, como si lo importunara un poco que yo le sacara en aquel instante otra contienda y otra época, por relación que tuviese con la suya aquélla y cercana que ésta le fuese. 'Así que no estoy en condición de jurártelo, pero no recuerdo haber asistido en tu país a una cosa semejante, y tampoco he leído ni oído hablar de ello. Carteles, campaña contra los quintacolumnistas sí, eso lo hubo si no me equivoco; se instó a la población de Madrid y Barcelona y quizá Valencia a que los buscara y los descubriera, los sacara de sus cloacas y los aplastara, y lo mismo en el otro bando: rastrear y aniquilar a emboscados, pocos quedarían vivos en esa zona llena de locuaces curas confesores, pero esa fue la instigación. Claro que se pidió a la gente que mantuviera los ojos abiertos y vigilara la retaguardia, como también se hizo tímidamente durante la Primera Guerra, aquí y en Francia, que yo sepa. Pero lo que no creo que hubiera nunca es una campaña como esta contra la careless talk, en la que no sólo se puso a los ciudadanos en guardia contra los posibles espías, sino que se les recomendó el silencio como norma generaclass="underline" se les encomendó que no hablaran, se les ordenó y se les imploró callar. De pronto a la gente le fue presentada su propia lengua como enemiga invisible, incontrolable, inesperada e imprevisible: como la peor, la más asesina y la más temible, como un arma espantosa que uno mismo, cualquiera, podía activar y poner en funcionamiento sin que fuera posible saber nunca cuándo de ella partía una bala o no, ni si ésta acabaría convertida en los torpedos que echarían a pique a uno de nuestros acorazados en mitad del océano a millares de millas, o en las bombas de un Junker que alcanzarían con enorme precisión nuestros barrios y nuestras casas, o que caerían sobre los objetivos militares que más había que resguardar y que defender, sobre los más secretos y camuflados y más vitales. Yo no sé si te das cuenta del todo, Jacobo: se alertó a la gente contra su principal forma de comunicación; se la hizo desconfiar de la actividad a la que se entrega y se ha entregado siempre de manera natural, sin reservas, en todo tiempo y en todo lugar, no sólo aquí y entonces; se nos enemistó con lo que más nos define y más nos une: hablar, contar, decirse, comentar, murmurar, y pasarse información, criticar, darse noticias, cotillear, difamar, calumniar y rumorear, referirse sucesos y relatarse ocurrencias, tenerse al tanto y hacerse saber, y por supuesto también bromear y mentir. Esa es la rueda que mueve el mundo, Jacobo, por encima de cualquier otra cosa; ese es el motor de la vida, el que nunca se agota ni se para jamás, ese es su verdadero aliento. Y de pronto se pidió a la gente que lo apagara, ese motor; que dejara de respirar. Se le pidió que renunciara a lo que le es más querido e indispensable, a aquello por lo que vivimos y de lo que todos pueden disfrutar y valerse casi sin excepción, los pobres como los ricos, los incultos como los instruidos, los viejos como los niños, los enfermos como los sanos, los soldados como los civiles. Si algo hacen o hacemos todos que no sea una estricta necesidad fisiológica, si algo nos es en verdad común en tanto que seres con voluntad, eso es hablar, Jacobo. El hablar funesto. La maldición de hablar. Hablar y hablar sin parar, para eso a nadie se le acaban las municiones nunca. Poco importan los conocimientos gramaticales y sintácticos y léxicos, las dotes oratorias todavía menos, y aún menos la pronunciación, la dicción, el acento, la eufonía, el ritmo. El hombre más sabio del mundo hablará con mayores orden y propiedad y precisión, y con mayor provecho para sus oyentes tal vez, o más bien sólo para los oyentes semejantes a él o que se le quieran asemejar. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor soltura que el ama de casa semianalfabeta que no calla en todo el día un segundo, y a la noche sólo porque la vencen el sueño y su abusada y resentida garganta. El hombre más viajado del mundo podrá contar infinitas historias amenas y maravillosas, incontables anécdotas y aventuras de países inauditos, remotos, exuberantes y peligrosos. Pero no necesariamente hablará más ni con mayor desparpajo que el tabernero rudo que nunca ha salido de detrás de su barra y sólo ha visto en su vida las veinte calles y el par de plazas de que se compone su aldea recóndita. El más iluminado poeta o el narrador más zigzagueante podrán inventar y recitar de improviso palabras encadenadas e hipnóticas que sonarán como música, tanto que a quienes escuchen les importará poco el sentido, o mejor dicho, lo captarán sin esfuerzo y sin tener que pensar en él antes de aprehenderlo o de ser absorbidos, será todo simultáneo y todo uno, aunque tal vez luego, acabada la música, esos oyentes no serán capaces de repetirlo ni de resumirlo, quizá ni siquiera de seguir comprendiendo lo que hacía un instante comprendían tan bien mientras se sentían mecidos y les duraba el encantamiento, con tanta ligereza en sus mentes como en sus oídos, con la misma permeabilidad en ambos. Pero no necesariamente hablarán más ni con mayor desenfado o desenvoltura que el oficinista ignorante, repetitivo y romo que se cree lleno de donaire y gracia y que se da machaconamente en todas las oficinas del mundo, no importa en qué latitudes o climas, y aunque sean oficinas de intérpretes y de espías…'