'¿Lo hizo usted mismo, guardar silencio?', le pregunté. '¿Le hizo mella la campaña?'
'Claro. A mí y a la mayor parte. En teoría, no creas, fueron muchísimos los que siguieron sus recomendaciones al pie de la letra. Y no sólo en la teoría, sino en la memoria colectiva. Yo digo que fracasó en conjunto y que así había de ser, pero si preguntas a otra gente que vivió esa época, o a quienes la han oído contar de primera mano, o si consultas las referencias a la careless talk en algunos libros, sean de historia, de sociología o de la mezcla de ambas que ahora llaman con ínfulas microhistoria, te encontrarás con que la versión establecida, y aun los recuerdos personales sinceros de todo aquello, coinciden en afirmar y creer que esa campaña constituyó un gran éxito. Y no es que mientan a conciencia y de común acuerdo ni que se equivoquen en masa, sino que el efecto real de algo así no es apenas verificable ni mensurable (¿cómo saber cuántas catástrofes desencadenó la imprudencia o cuántas evitó el sigilo?), y cuando las guerras acaban ganándose (no digamos si con todo en contra), se hace fácil, casi inevitable, pensar retrospectivamente que cuantos esfuerzos se llevaron a cabo fueron abnegados y vitales y heroicos, y que todos y cada uno contribuimos a la victoria. Ya que tan mal lo pasamos y nos devoró tanto la incertidumbre, contémonos al menos el cuento que más nos alivie el luto y nos compense de los sufrimientos. Oh sí, ya lo creo, hubo millones de bienintencionados británicos que se tomaron muy en serio las advertencias y las consignas, y que creyeron aplicárselas escrupulosamente en la práctica: así lo creyeron en sus conciencias, y algunos en verdad las cumplieron, sobre todo las tropas y los políticos y los funcionarios y los diplomáticos, ya te he dicho. Y desde luego yo mismo, pero sin mérito: ten en cuenta que entre 1942 y 1946 sólo permanecí en Inglaterra durante temporadas nunca muy largas, cuando venía de permiso o con alguna encomienda específica que no solía demorárseme, mi principal lugar estaba lejos, mi puesto demasiado variable. Como has leído en el Who’s Who, anduve por los sitios más diversos en esos años, y en funciones que ya llevaban aparejados o incorporados el secreto, la discreción, la cautela, el fingimiento, el engaño, la traición si se terciaba (obligadamente), y por supuesto el silencio. Yo jugaba con ventaja, a mí no me costaba nada observar este último a rajatabla. Es más, quizá por estar tan alerta siempre, allí donde me destinaran, se me hacía más perceptible lo que le pasaba en general a la gente, aquí en casa, en la retaguardia. La campaña fue también una tentación tremenda, cómo decir, para la población entera: tan descomunal como inadvertida, tan irresistible como inconsciente, tan imprevista como sibilina.'
'¿A qué se refiere, Peter? No entiendo.'
'Los ciudadanos, Jacobo, los de cualquier nación, la mayoría inmensa, normalmente no tienen nada que contar de verdadero valor para nadie. Si uno se para a pensar por la noche en lo que le han dicho o contado a lo largo del día las muchas o pocas personas con las que haya hablado (y su grado de cultura y saber es indiferente), verá que rara es la fecha en la que haya oído algo de verdadero valor o interés o discernimiento, dejando de lado los detalles y cuestiones meramente prácticos e incluyendo por supuesto, en cambio, cuanto le haya llegado desde un periódico, la televisión o la radio (otra cosa es si ha leído uno de un libro, y también depende). Casi todo lo que decimos y comunicamos todos es filfa, es relleno, es superfluo, es vulgar, aburrido, intercambiable y trillado, por mucho que sea "nuestro" y que la gente, como se repite ahora con cursilería extrema, "sienta la necesidad de expresarse". Nada habría variado apenas de no haberse expresado los millones de opiniones, sentimientos, ideas, hechos y noticias que en el mundo se expresan y relatan a diario.' (Huelga señalar que Wheeler recurrió a mi lengua para esa palabra, 'cursilería', que no tiene equivalente exacto en ninguna otra.) '"Hablando se entiende la gente", decís en español a menudo. "Hablar es bueno", suele afirmarse, en diferentes situaciones y contextos. Sólo faltaba que los psicólogos y similares metieran esa noción absurda en la cabeza de los parlantes para que éstos dieran rienda aún más suelta a lo que siempre fue su natural tendencia. Hablar no es en sí bueno ni malo, y en cuanto a entenderse haciéndolo, bueno, en tanta medida es fuente de conflictos y malentendidos como de armonía y entendimiento, de injusticias como de reparaciones, de guerras como de armisticios, de crímenes y traiciones como de lealtades y amores, de condenas como de salvaciones, de ofensas y furias como desconsuelos y apaciguamientos. Hablar es en todo caso el mayor malgasto de la población entera, sin distinción de edad, sexo, clase, riqueza ni conocimientos, el desperdicio por antonomasia. Casi nadie dispone de nada para decir que sus posibles oyentes considerasen en verdad apreciable, digno de atender, o no digamos de ser comprado, ¿quién paga por lo que es gratis siempre salvo en contadísimas excepciones, y aun a veces es obligado? Y sin embargo, extrañamente, con todo, la mayoría se empeña en hablar sin parar, y además a diario. Es asombroso, Jacobo, si se molesta uno en pensarlo: los hombres y las mujeres explican y cuentan sin cuento y también se explican hasta la saciedad así mismos, buscando a quien los escuche o imponiendo sus discursos si pueden, el padre a los hijos, el maestro a los discípulos, el párroco a sus feligreses, el marido a la mujer y la mujer al marido, el comandante a sus tropas y el jefe a sus subalternos, el político a sus partidarios y aun a la nación congregada, las televisiones a sus espectadores, los escritores a sus lectores y hasta los cantantes a sus adolescentes, que encima les corean sus estribillos, para mayor tributo. También los pacientes a sus psiquiatras, sólo que aquí la índole de la relación es reveladora, se trata de una transacción muy clara: cobra quien escucha, paga quien habla. Desembolsa quien raja, se retrata quien larga.' (Y estos cuatro últimos verbos fueron españoles de nuevo. Pensé en una amiga mía de Madrid, la Doctora García Mallo, psicoanalista muy sabia: le recomendaría aumentarse los honorarios sin la menor mala conciencia.) 'Esa es una relación ejemplar, sería la apropiada en el fondo, para todas las ocasiones. Pues que escuchen de buen grado nunca hay muchos, no sobran, más que nada porque son infinitos más los que aspiran a la trinchera contraria, esto es, a decir ellos y a ser oídos por tanto. En realidad, si te fijas, hay una permanente y universal disputa por hacerse con la palabra: en cualquier lugar concurrido, privado o público, hay decenas si no centenares de voces incontenibles pugnando por prevalecer o por abrirse paso, y el
desideratum de cada una de ellas sería elevarse por encima de las demás y acallarlas: ya lo intentan, en la medida de lo tolerable. Da lo mismo que sea una calle que un mercado que el Parlamento, la única diferencia es que en el último se establecen turnos y se conmina a quienes aguardan a fingir que atienden; da lo mismo que sea un pub que un té en casa aristocrática, sólo varían la intensidad y el tempo, en la segunda se va poco a poco, se disimula un rato hasta adquirir confianza para explayarse como en la taberna, aunque con el diapasón más bajo. Y bastan cuatro personas en torno a una mesa para que al menos dos rivalicen por llevar la voz cantante. Yo hice bien en ser profesor: durante,.muchos años gocé sin lucha del enorme privilegio de no verme interrumpido por nadie, o no sin mi consentimiento previo. Y aún gozo de él en mis libros y artículos. No otro es el espejismo de cuantos escribimos, creer que se abren nuestros volúmenes y que se recorren de cabo a rabo, contenido el aliento y con poca pausa. Lo es y lo ha sido de todos, no lo dudes, yo lo sé por experiencia ajena y también por propia, y a ti te falta esta última que yo sepa, no te imaginas lo bien que has hecho en no dejarte tentar por la escritura. Esa es la idea ilusoria de esos novelistas que lanzan sus varios e inmensos tomos llenos de aventuras y reflexiones desmesuradas, como vuestro Cervantes, Balzac, Tolstoy, Proust, o aquel pesado cuádruple de Alejandría que tanto estuvo de moda o nuestro Tolkien de Oxford (él sí era sudafricano de nacimiento, ¿sabes?), cuántas veces me lo crucé en Merton College o lo vi tomándose algo en The Eagle & Child con Clive Lewis al caer la tarde sin que ninguno sospecháramos lo que iba a ocurrir con sus tres entregas tan excéntricas por entonces, él aún menos que nosotros, sus muy escépticos colegas; y la de esos poetas torrenciales que tanto meten y concentran en cada una de sus engañosas líneas que se aparecen tan cortas, como Rilke y Eliot, o antes Whitman y Milton y antes vuestro gran Manrique; y la de esos dramaturgos que pretenden, tener a los espectadores sentados durante cuatro o más horas, como el propio Shakespeare en Hamlet y en Enrique IV: claro que en su tiempo muchos estaban de pie y entraban y salían del teatro como si nada y cuantas veces se les antojara; también la de esos cronistas y diaristas y memorialistas como Saint-Simon, Casanova, vuestro Inca Garcilaso, vuestro Bernal Díaz o nuestro ilustre Pepys, que no se hartan nunca de entintar hojas como maniáticos; y la de esos ensayistas como el incomparable Montaigne o como yo mismo (salvando todas las insalvables distancias, te lo suplico), que nos figuramos ingenuamente, mientras redactamos, que alguien tendrá la milagrosa paciencia de tragarse cuanto queramos soltarle sobre Henrique el Navegante, imagínate qué locura, mi último libro sobre él tiene cerca de quinientas páginas, una descortesía, un abuso. ¿Lo has leído ya, por cierto?'