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Entonces Wheeler no jugó más. Le vi tensar las mandíbulas, noté cómo apretaba las muelas, encajaba unas en otras, como quien hace acopio de aplomo para que la voz no se le quiebre cuando vuelva a decir algo.

'Eso…', dijo. 'Déjame que te lo cuente otro día, si te parece. Si no tienes inconveniente.' Parecía estar pidiendo un favor, le costó cada palabra.

No iba a insistir. Se me ocurrió silbar lo que acababa de escuchar al piano, un pasaje pegadizo, por ver de disipar la niebla que de golpe lo había envuelto. Pero aún tenía que contestarle, callar aquí no era respuesta.

'Como usted quiera', dije. 'Cuéntemelo cuando usted quiera, o si no quiere no me lo cuente'.

Y a continuación inicié ya mi silbido. Yo sé que silbar es contagioso, y también resultó serlo entonces: Wheeler unió el suyo en seguida al mío, sin querer seguramente; pero no en balde se conocía de memoria la pieza, lo más probable era que también él la tocase. Se interrumpió sin embargo un segundo, en seco, para añadir algo:

'En realidad no debería uno contar nunca nada.'

Eso fue lo que dijo Wheeler ya de pie, nada más levantarse, y yo lo imité en el acto. Me cogió del codo, se sujetó a mí para recuperar firmeza. La señora Berry nos hacía señas desde la ventana. La música había parado, y ya sólo se oyeron nuestros silbidos, flojos y desacompasados, mientras dábamos la espalda al río y caminábamos hacia la casa.

Seguía lloviendo y aún no me cansaba de verlo desde mi ventana a la Square o plaza, era una lluvia aposentada, cómoda, tan sostenida y fuerte que parecía iluminar ella sola la noche con sus hileras continuas como varas flexibles metálicas o como lanzas interminables, era como si excluyera para siempre el raso y descartara todo otro tiempo futuro en el cielo y no permitiera ni concebir su ausencia, al igual que la paz cuando había paz y la guerra cuando era guerra lo único que existía. Mi bailarín de enfrente aún había ejecutado con su pareja unas estúpidas country square dances de anodinas figuras y medidos pasos tras su ametrallamiento de pies gaélicos, y los dos se habían calado sombreros vaqueros para aquel fin de fiesta decepcionante, los muy locos o los muy contentos. Ahora acababan de apagar las luces, la mujer mulata se quedaría a dormir, con aquella lluvia, pero antes de poder pensar un rato con simpatía en ella tenía que comprobarlo, así que durante unos minutos miré hacia abajo y más allá de los árboles y de la estatua, vigilé la plaza por si acaso ella salía y se iba, en contra de lo probable. Y fue entonces cuando vi venir hacia mi portal a las dos figuras, a la mujer y al perro, ella con su paraguas cubriéndola y el animal dando bandazos -tis tis tis- desprotegido. Al acercarse a la fachada salieron de mi campo visual casi del todo, mi perspectiva era demasiado a plomo cuando se detuvieron ante la puerta, sólo se me aparecía un fragmento de la cúpula del paraguas abierto. Sonó el timbre, era el de abajo. Todavía miré fuera inútilmente un segundo con la ventana alzada, asomándome, inclinándome (me mojé nuca y espalda), antes de dirigirme a contestar a la entrada: todo excepto el trozo de tela curvo seguía fuera de mi visión en picado. Descolgué el telefonillo. '¿Sí?', dije en inglés, fue una traducción literal de mi lengua en la que estaba pensando, y fue en ella en la que me hablaron: 'Jaime, soy yo', dijo la voz femenina. 'Por favor, ¿puedes abrirme? Ya sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo. Será breve, un momentito.'

Sólo hacen eso al llamar, por teléfono o a la puerta, sólo dicen 'Soy yo' y omiten avanzar su nombre quienes jamás se acuerdan de que 'yo' no es nunca nadie, y también quienes están seguros de ocupar mucho o bastante los pensamientos de la persona que buscan. O bien quienes no tienen duda de que van a ser reconocidos sin necesidad de más -quién si no-, desde la primera palabra y el primer instante. Y tenía razón la mujer del perro si creía esto último, aunque fuera inconscientemente y sin haberse parado a pensarlo. Porque en efecto yo reconocí su voz, y desde arriba le abrí la puerta sin preguntarme, para que entrara de noche en mi casa, y subiera a hablarme.

Julio de 2002

(Fin del Primer Volumen de Tu rostro mañana)

Javier Marías

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