– Te equivocas, tío listo -dijo, y alzó un dedo absurdo enjoyado: debía de ponerse el atuendo discotequero con todos los complementos cuando salía de farra en serio, o acaso era de aspirante a negro; pero lo que no se explicaba en tal contexto (y es lo que he dicho que en seguida diría, lo que me resolvió a hacerme el loco aunque al instante incumpliera el propósito) era la redecilla de luto goyesca que efectiva e imposiblemente De la Garza llevaba puesta para aplastarse mejor el pelo o por alguna razón cretinoide, mi visión confusa de segunda instancia resultó ser la acertada. Ahora en cambio no daba crédito, pese a ser mi visión hiriente de tan meridiana. Ni siquiera se correspondía aquel cestillo con una melenita o coleta que lo rellenara, su contenido era el vacío; ya que osaba coronarse conprenda tan extemporánea, elegida por un entendimiento malsano, podía haberse alquilado un postizo al menos, con el que conferirle sentido y peso y justificarla un poco, dentro de lo retorcido abominable. (Es un decir, sentido; también otro, justificarla; y otro más, entendimiento.) Pensé que lo mismo le había regalado o vendido algún Lorca primigenio el antiguo Director de la Biblioteca Nacional de España, amigo suyo según sabía y que al parecer había utilizado largamente su cargo -ahora aprovechaba otro más alto- para arrancarles irrisorios precios a los libreros anticuarios finos, aduciendo que adquiría el volumen costoso y raro de turno con destino a esa institución pública, por lo demás frecuentemente vedada a los ciudadanos (apelando en cada marchante, en suma, a su lado más patriótico que viene a ser el más primo), cuando lo cierto es que iban todos derechos, sin escala oficial alguna, a la colección particular de su casa, siempre en desproporcionado aumento.
No quise averiguar en el acto por qué era yo tío listo y me equivocaba. Noté que la señora Manoia empezaba a mosquearse. Era del todo anómalo que en mitad de un baile, su baile, un tipo ridículo y quizá ya algo beodo se uniera malamente a nuestros movimientos por detrás de su pareja y se dedicara a hostigar a ésta en la nuca, a voz en cuello; más descortés todavía, me di cuenta, que yo le contestara al irregular sujeto, aunque fuera una sola y desabrida frase, en vez de pararle los pies literalmente y ponerlo en fuga hasta su barra, o aun más allá si me empleaba. Con todo, dudé si el mosqueo era debido a mi desatención momentánea, a la intrusión pura y simple e insólita de De la Garza, o a no haber yo sugerido un alto inmediato que posibilitara el conocimiento formal de ambos. Me pareció que alguna curiosidad le inspiraba aquel Rafita noctámbulo con su ininteligible atavío, pero era difícil decirlo, podía ser perplejidad a secas: ella debía de estar viendo ante sí, mientras bailaba, dos semblantes yuxtapuestos, lo cual no la ayudaría a hincarse más acoplada en mi pecho ni a concentrarse y disfrutar de sus pasos; vi que además los ojos se le iban sin querer hacia arriba a mi espalda, se le distraían comprensiblemente por culpa del accesorio taurino o majo dieciochesco, sin duda no discernía con claridad qué era aquello ni su improbable significado, o hermético simbolismo. O tal vez había captado desde el primer instante que, por mucha red de la compra con que se adornara el cabello, y pendiente de adivinadora con que se lastrara la oreja, aquel segundo español era para ella segura fuente de halagos, a lo mejor inagotable. Me vino a mí la idea en todo caso, y en un rapto mental de irresponsabilidad y egoísmo, pensé que no nos vendría mal incorporar al agregado un breve rato, surtiría a la señora de admiraciones y cumplidos varios (aunque indescifrables) y hasta podría apechar (nunca mejor dicho) con las estacas o leños si insistía ella en más bailes. (Yo estaba siendo en mis alabanzas más parco de lo encomendado, me temía; no por excesiva prudencia ni porque me costara lisonjear a una mujer tan espiritosa y receptiva, en el fondo tan contentadiza aunque ningún contento llegara a durarle y necesitara de alimentación constante, sino porque las frases carine o tenere me aburren y empalagan muy pronto por su naturaleza monocorde, las lea en novela o las oiga en película, las pronuncie yo en la vida o en ella me las dediquen.) Fuera como fuese, bastó que Flavia Manoia dijera cuatro palabras para convencerme a mí mismo de que la escena era insostenible tal como transcurría, y de que tocaba proceder a las presentaciones sin más tardanza. Y acabé de cerciorarme de ello al observar de refilón que Manoia, a quien Tupra susurraba al oído largos argumentos o proposiciones, había lanzado a la pista un par de miradas interrogativas, si es que no inquisitoriales, desde que De la Garza nos acosaba, para él un desconocido completo con pinta de molestoso, y era fácil que se la encontrara asimismo de depravado.
– Mah -dijo primero Flavia, y eso es siempre de ambigüedad notable en el idioma italiano, puede indicar conformidad, contrariedad, leve interés, leve fastidio, desentendimiento, duda, o anuncia sólo un punto y aparte y que se pasa a otra cosa. Y añadió luego-: Chi sarebbe, lui? -Esto me fue suficiente para interrumpir el baile y descolgarme de la empalizada con mucha suavidad y tiento, pero aún me hizo otra pregunta antes de que yo enunciara los nombres-: E cosa vuol dire, titi? -No podía haber entendido apenas nada de lo soltado por aquel baldón de la Península (aunque en realidad hoy hay tantos que casi constituyen norma, y no baldón en consecuencia), pero quizá había intuido que ese término pegadizo iba por ella; que se le había aplicado, y en tono más bien fragoroso.
– Rafael de la Garza, de la Embajada española en Londres. La señora Flavia Manoia, una maravillosa amiga italiana. -Utilicé esta lengua para presentarlos, aproveché para insertar un elogio; luego añadí en castellano, es decir, sólo para Rafita y a fin de prevenirlo en salud, o de contenerlo (un empeño quizá iluso)-: Ahí está su marido, es aquel, un hombre muy influyente en el Vaticano. -Confiaba en impresionarlo-. En aquella mesa con el señor Reresby, te acordarás del señor Reresby, ¿no? En la cena de Sir Peter, ¿sí? -De lo que estaba seguro era de que no se acordaría de que el apellido de Tupra era Tupra, allí en casa de Wheeler.
– Ah, pero cómo es joven, este vuestro Embajador -contestó ella siempre en su lengua, mientras le apresaban la mano-. Y cómo es también moderno, muy audaz su estilo, ¿cierto? Eh, cómo se ve que el vuestro es un país renovado en todo. De verdad en todo. -Y aún insistió en lo de titi, se le había antojado saberlo-. Pero dime lo que significa 'titi', anda, dime.
De la Garza me habló al mismo tiempo (cada uno me voceó a un oído y cada uno en su lengua), sosteniendo demasiado rato la mano de la señora entre las dos suyas, esto es, secuestrándosela durante toda la serie de denuestos y obscenidades que la visión y rememoración de Reresby hicieron brotar de su boca nada más él divisarlo, y que no fui capaz de seguir enteramente, pero de la que capté estos cuantos vocablos, incompletas frases y conceptos: 'cabrón', 'caracolillos', 'tía larga', 'tía puta', 'enseñándome las bragas', 'se largaron', 'una morsa', 'le restregaba los flotadores', 'sofá pringoso', 'a ver si se las arrancaste tú', 'disimulo', 'zíngaro de mierda', 'tía víbora', 'no me jodas', y una interrogación por último, '¿te la desbragaste viva?'. Después de esta rápida sarta se refirió un momentito al presente:
– ¿Quién has dicho antes que ladra? ¿La maciza esta? Joder qué bastiones. -Su vocabulario era a menudo escolar y anticuado, cuando aspiraba a ser más rudo. Había percibido, con todo, cierta dificultad de asalto. No se habría planteado, en cambio, la cuestión de su artificialidad evidente (obra del hombre), él no hacía distinciones ni se perdía en detalles nimios. Luego adoptó un tono untuoso, un instante, para dirigirse y adular a Flavia-: Es un grandísimo placer, señora, y mi admiración es aún más grande. -Esto sí fue comprendido, crys-tal-clear para cualquier italiano.