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En seguida me preguntó cómo se decían en italiano cuatro o cinco palabras que previsoramente había anotado en el posavasos y en las que se habría encallado el inglés de Manoia, pobre de vocabulario. Una de ellas fue 'vows’ extrañamente, o 'to take the vows 'más en concreto; otra fue 'toad stool', igual de rara en otra gama; una tercera fue 'nipples', que no ayudaba a inferir nada. Era normal que Manoia las desconociese, no tanto que Tupra no hubiera recurrido a alternativas o aproximaciones para hacérselas entender, incluso a señas en el último caso (quizá, pese al apellido, era demasiado inglés para eso). Por suerte yo las había leído u oído antes y pude buscarles equivalentes ('pronunciare i voti', ahí me orienté por el castellano; 'funghi, piuttosto quelli velenosi’, aquí la explicación me hizo falta; 'capezzoli', aventuré: la recordaba esdrújula pero no estaba seguro). También por suerte, mi curiosidad no se despertaba. Confié, sin embargo, en que los pezones, capezzoli o nipples no fueran en ningún caso los de la señora Manoia, cualquier referencia a ellos me habría resultado violenta (aunque hubiera sido sólo médica, o digamos patológica) tras haber sido ensartado como por dos saetas y aún resentir su punzadura en mi pecho. Me disponía a volver ya con ella, una vez cumplida mi tarea de diccionario andante; pero Tupra me detuvo con un gesto, me mostró el envés de la mano como advirtiéndome: 'Espera, que todavía podemos necesitarte'. Manoia aprovechó la pausa de estas consultas (no reaccionó más que a la tercera, y sobriamente: 'Ah, gabezzoli', repitió con su pronunciación no romana sino más sureña) para alzar su barbilla azulada y larga y mirar con las gafas bien puestas, sujetadas por el pulgar, hacia la mesa que había acogido a su mujer con tanto y tan español descuido.

– Quiénes son -me preguntó en su lengua, en tono desdeñoso y desconfiado, o era casi disgustado.

– Españoles; escritores, diplomáticos -contesté dándome cuenta de que no tenía ni idea e ignoraba todos sus nombres, en la punta de la lengua (pero sin salirme) el del célebre y fundamental autor palmero-. Ese joven es de mi Embajada, el señor Reresby también lo conoce. -Y me volví en inglés hacia Tupra, para más involucrarlo y hacerlo compartir responsabilidades, preventivamente-. Te acuerdas del joven De la Garza, ¿verdad? Estaba en aquella cena de Oxford, es hijo de Don Pablo de la Garza, que ayudó aquí bastante durante la Guerra y luego fue muchos años Embajador de España en países africanos. -Se me ocurrió absurdamente que esta información gentilicia los tranquilizaría-. Buen muchacho, muy atento. -Y esto último se lo repetí en italiano a Manoia, por ver si así me lo creía {'Un bravo ragazzo, molto premuroso'), mientras en español pensaba sin poder remediarlo: 'Un gran melón, un mameluco y un plasta'.

Pese a los reflejos de sus lentes, le vi un momento la huidiza mirada gracias a que la mantuvo quieta un poco más de lo habitual, sobre Rafita y su panda. Percibí en ella burla, causticidad, también algo de encono, como si hubiera reconocido en ellos a una clase de gente a la que se la tenía jurada desde muy antiguo. Sí, parecía un hombre capaz de sentir furia hasta con provocaciones menores, pero si saltaba con ella sería seguramente sin que nada lo anunciara, sin que apenas pudiera preverse, aún menos impedirse. Una cólera tibia; controlada por él, y dosificada; podría pararla, incluso una vez desencadenada; para los demás desconcertante. Eso era. Eso encerraba. Pero Tupra tenía razón sin duda, en que también podía sacarla.

– Y qué es lo que lleva en la cabeza, ¿una mantilla? -preguntó Manoia, ahora con abierto desprecio.- ¿Será que piensa ir a misa al alba?

– Bueno, ya sabe que hoy los jóvenes se adornan con cosas raras cuando salen de noche, les gusta ser originales, distinguirse. -En verdad era un sarcasmo que yo me viera obligado a justificar la majeza y defender la majadería-. Es una prenda arcaica, pero muy española; eso es, taurina; del Setecientos, creo, o quizá de antes. -Miré a Rafita con rencor. A distancia me recordó al autorretrato que hay en el Louvre de Luis Meléndez, aunque en degradado y vicioso; y lo que el pintor lleva en el pelo no es comparable: un pañuelo anudado si no me equivoco, a modo de corona de laurel o buscando ese efecto. Hablaba animadamente y a voces, pontificaba o contaba chistes (una de dos), la señora Manoia no debía de cazar ni media, pero él se dirigía también a los otros, sobre todo a una joven rubiácea con permanente cara de asco, esa expresión se da mucho entre las españolas de adinerado linaje, carentes de atractivo y desdibujadas por norma, entre nosotros suele hacer falta estómago para dar un braguetazo autóctono. Supuse que Rafita estaba destinado a eso; no tendría prisa, sin embargo: todavía era afanoso, inexperto, coleccionista, aún querría pasar por muchas camas temibles, ocupadas por femeninas e incontinentes sosias del inolvidable actor Robert Morley o por aparentes y disolutas gemelas de Peter Lorre, a las que habría deseado en la nocturna rendición borracha para asustarse de sí mismo y de ellas en la matinal saciedad resacosa-. Y en suma -añadí, ya harto de paños calientes-, es un buen chico, pero un poco mameluco. -Se me había quedado la palabra rondando; probé a ver si existía tal cual en italiano, con las lenguas hermanas todo es posible y nunca se sabe.

– Un po'?Eh. Mammalucco totale. Eh. Ques to si vede, eh -me corrigió Manoia y yo estuve de acuerdo, lo era total y cabal e integral. Aunque en realidad lo que salió de sus labios fue 'Mammaluggo dodale', no parecía capaz de enmendar sus abreviadas vocales confusas ni sus consonantes invariablemente sonoras, me pregunté si también hablaría así de arrastrado con los delicados miembros de la curia romana, se me había metido en la cabeza que aquel era un matrimonio de súbditos vaticanos, tendría que haber algunos que no fueran cardenales ni obispos ni capellanes, ni monaguillos ni sobrinos del Papa-. Y además, no es tan joven para estas imbecilidades -dijo, pasando ahora a su inglés mal masticado, por no dejar fuera a Reresby de nuestros comentarios-. Ese bufón ya habrá cumplido los treinta, ¿no, Reresby?

– Treinta y uno -respondió Tupra como si supiera el dato. Y añadió, para desvincularse o zafarse de lo que yo había insinuado-: Nunca he hablado con él, lo conozco sólo de vista, en aquella ocasión de Oxford. Se pone nervioso con las mujeres, de eso sí me he dado cuenta. -No estuve seguro de si me advertía a mí con esta observación, para que anduviera listo, o al señor marido para que rescatara sin más a Flavia y no la expusiera a posibles puerilidades tardías, mal se resuelven cuando la noche ya va en retirada.

Y a continuación Tupra volvió a reclamar la atención de Manoia. Acercó de nuevo sus labios carnosos al oído de éste y siguió explicándole, o convenciéndolo, o solicitándole, o instigándolo. Yo no me dediqué a escuchar, me quedé con un ojo de guardia sobre la mesa española, con el otro les echaba a ellos vistazos por si me requerían, me llegaban retazos de su conversación de tanto en tanto, cuando la música amainaba un poco o bien uno u otro elevaban la voz más de la cuenta, palabras sueltas y algún nombre propio. No me cabía duda de que Tupra le acabaría sacando a Manoia lo que fuera que de él quisiese, un compromiso, una ayuda, una alianza, un secreto, una compra, una venta, un privilegio, un plan, una delación, o cualquier trabajo limpio o sucio. Siempre lo vi como al ser más persuasivo del mundo y además lo experimenté en carne propia, y eso contribuye sobremanera al arraigo de nuestras convicciones. Pero más allá de mis impresiones parciales, era seguro que aquella vehemencia suya postergada, aquella halagadora y permanente alerta, la sensación de hombre acogedor y despierto que transmitía a sus interlocutores cuando ello le convenía, y de que ninguna palabra de éstos era jamás desoída ni desperdiciada ni por lo tanto gastada o pronunciada en vano; su extraña tensión en reserva, que nunca obstaculizaba el trato (con él se estaba muy cómodo, bien a gusto si se concedía) pero que asomaba siempre por debajo de sus vanidades leves y sus ironías taciturnas y suaves, más como promesa de intensidad y significancia que como amenaza alguna de conflictos o turbulencias; era seguro que toda esa efervescencia suya, guardada en una recámara en interminable espera, o subterránea o cautiva, conseguía contagiar hasta a los más reacios y suspicaces, y lograba que éstos, si no de su parte, sí se pusieran en su posición, o en su perspectiva, o quizá a su altura solamente, que no era otra que la del hombre. Esa es la adecuada y la que no se esquiva.