Así que allí estaba, murmurando en medio del estruendo, ganándose minuto a minuto la oreja de su invitado, él sí como un Yago o lago argumentador y diáfano y cuya buena ley quedara a salvo hasta que el telón bajara y aun más tarde, en el eco de sus parlamentos al volver a casa (la buena ley y la mala fe pueden ir juntas y ser compatibles, la primera amparar los recursos y la segunda el propósito, o los medios y el fin, si se prefieren términos más políticos); era como si no necesitara mucho de subterfugios y ardides ni tan siquiera de engaños simples, de la instilación subrepticia de los venenos y gérmenes para desviar o conducir voluntades y arrancar juramentos, entregas, renuncias, casi incondicionalidades. Tupra no tendría que pensar, decirse, proponerse nunca las muy feas palabras del abanderado del Moro: 'Verteré esta pestilencia en su oído', porque él convencía con el convencimiento, y rara vez urdiría nada sobre bases falsas o embustes, o eso a mí me parecía: que sus razonamientos razonaban, y sus entusiasmos entusiasmaban, y sus disuasiones en verdad disuadían, y que nada más le hacía falta, o tan sólo su silencio a veces, que sin duda silenciaba a aquellos ante quienes lo guardara. Pero quizá sí tendría que pensar o decirse a menudo, en cambio, otras palabras inquietantes de Yago: 'Yo no soy lo que soy'. Para mí era difícil saber qué era, pese a mi don supuesto que con él compartía, o a mi maldición segura que acaso era sólo mía. Y tampoco resultaba fácil saber qué no era.
'The Sismi', ese fue uno de los nombres que en más de una ocasión salió de su boca o de la de Manoia, y cuando era éste el que lo decía, en aquel contexto de predominante lengua inglesa sonaba como 'the sea's me’, esto es, 'el mar soy yo', algo demasiado improbable hasta para nombre de barco y aun de purasangre (aunque me acordé de mí mismo en mi noche febril de lecturas en casa de Wheeler junto al río Cherwell, cuando pensé ya al acostarme: 'Yo soy el río'), por lo que supuse que se trataría más bien de unas siglas, las de alguna organización o institución u orden, o facción vaticana o fratría (como la 'ndrangheta o la Camorra, meridionales). También capté cinco apellidos o al menos esos retuve, por reiterados en aquel rato de charla y por mi excelente memoria para archivar cuantos mis ojos ven y mis oídos oyen: Pollari, Martini, Letta, Saltamerenda, Navarro, sobre todo los tres primeros. (Casi hacían juego con aquel falso italiano y semifalso británico, Incompara, del que la joven Pérez Nuix me había hablado la noche de su visita lluviosa y al que quería que protegiéramos o beneficiáramos, interesadamente y sin que se notara.) Me propuse buscarlos más tarde en un Who’s Who in Italy reciente, por combatir un poco la habitual inconstancia o desidia de mis curiosidades y por la risa que me provocaba el cuarto, aunque en esos catálogos aparecen sólo las personas de cierto mérito público, como Sir Peter Wheeler en el del Reino Unido, y no había motivo para imaginar que esos individuos fueran otra cosa que oscuros particulares, como Tupra o como yo mismo; pero quién sabía. (Acaso era más probable que figuraran en el viejo fichero del edificio sin nombre; y a lo mejor también Manoia, con su señora y todo.)
Yo estaba cada vez más preocupado, con De la Garza suelto a la caza verbal de Flavia (confiaba en que a la táctil o digital no se atreviese), o por Flavia sin escudo alguno contra los dardos que podía escupirle aquel gran bruto ordinario, a la vez que amanerado: de momento ella reía (buena o mala señal según el ojo que viese), yo procuraba no perderlos de vista más allá de unos segundos, cuándo debía atender y mirar por fuerza a mis compañeros de mesa. Tupra no se había equivocado al impedirme que los abandonara en seguida, porque en efecto se precisó mi concurso de nuevo, ahora a instancias de Manoia para que lo ayudara en inglés con algunas palabras o frases, recuerdo que me preguntó por 'invaghirsi', por 'sfregio', por 'bazza', con esas tres me vi en apuros. La primera la desconocía, así que, tras ganar tiempo fingiendo asegurarme de que no había dicho 'invanirsi', la traduje intuitivamente de dos maneras distintas, como 'to inebríate' y 'to swoon' o 'faint', esto es, como 'embriagarse' y 'desmayarse' o 'desvanecerse' (alguna culpa tendría la proximidad fonética de nuestro 'vahído'), que, si no desde luego sinónimas, sí podían ser consecutivas, o en ese orden no excluirse. No creí en todo caso que mi infidelidad fuera importante ni diera pie a equívocos graves, a aquel señor le gustaba rebuscar vocablos, me di cuenta (hasta regionales), o quizá quería someterme a prueba con el fin de perjudicarme. La segunda también la ignoraba, un desastre, y además no me fue fácil asociarla con nada; Manoia se impacientó ante mis vacilaciones, me apremió con malos modos ('Uno sfregio! Sfregio, dai! Uno sfregio!') al tiempo que se pasaba por la mejilla la uña de un pulgar de arriba abajo; pero como no me pegaba que significara 'cicatriz' tal palabra, al existir cicatrice en italiano, opté insensatamente por algo intermedio entre el sonido y el gesto, es decir por la española 'estrago', que en inglés convertí en 'damage, havoc’. Más adelante, cuando consulté un diccionario, me pregunté si aquel sfregio concreto había amenazado Manoia con trazárselo en el rostro a algún prójimo mañana, y entonces mi traducción no habría sido del todo disparatada, o si formaba parte de la descripción de algún mañoso o monseñor, por ejemplo, y en ese caso me habría lucido, dado que el término se correspondía con 'costurón' o 'chirlo', más o menos. En cuanto al tercero, me puso en el mayor aprieto de todos, precisamente por conocerlo con dos sentidos dispares, lo había leído u oído durante una estancia ya lejana, en la Toscana, y mi buena memoria lo guardaba. Me quedé una vez más dudando, parado, porque una de sus acepciones era la de 'barbilla alargada' o 'mentón saliente', justo lo que Manoia no podía disimular en su cara y lo que seguramente habría hecho de él en su tierra un bazzone desde la infancia -un barbillón, cómo decirlo, un barbilludo-: ese aumentativo de chifla yo lo había oído a su vez en alguna película vieja de Alberto Sordi (al que desde luego recordaba en un papel de dentone), o del gran Totò más probablemente, ya que a este extraordinario cómico, bien mirado, jamás debió de ganarle a bazzone nadie. El otro significado, relacionado etimológicamente con nuestra 'baza' de los juegos de naipes, era el de 'golpe de suerte' y también el de 'ganga'. Como yo no estaba por la conversación y ésta era además poco audible en conjunto, cuando Manoia me interpeló ('Come si dice, bazza?', o fue más bien 'Gome si disce?, el sonido ch lo convertía en sh aquel acento suyo irrenunciable), no tenía la menor idea del asunto de que trataban: ignoraba si él seguía describiendo a algún sicario o prelado -grato de ver quien fuese, bella figura con costurones en las mejillas y mandíbula elefantiásica-, o si invocaba a la fortuna para sus proyectos comunes, o si sólo convencía a Reresby de que el precio de su servicio o su pacto constituía una verdadera ganga. Si su 'bazza' se refería a esto último y yo lo traducía discretamente como 'mentón agudo', aun así corría el riesgo de que Manoia creyera que aludía sin venir a cuento a su más llamativo rasgo en son de escarnio, y ya desde el primer instante había notado que el tamaño de su quijada no habría sido algo ajeno a la configuración de su carácter, suspicaz como mínimo y vengativo no como máximo, pues aún se le adivinaban peores potencialidades. Si la cosa era a la inversa, mi traducción carecería de todo sentido pero no lo ofendería, a menos que atribuyera mi evitación de la palabra correcta a la presencia sobre la mesa de aquella barbilla suya que al fin y al cabo no llegaba nunca a prognática, ni aun bajo las luces de colores cambiantes que allí se la distorsionaban y lo asemejaban un poco a Fagin, el personaje de Dickens. Quizá me excedía en mis miramientos, dudé demasiado, y eso lo llevó a impacientarse de nuevo y en mayor medida: