A la puerta de un hipermercado o supermercado o pseudomercado en el que Luisa compraba, había apostada algunos días una joven muy joven que además era extranjera y madre y ambas cosas por partida doble: pues tenía dos niños, uno de meses en un mal cochecito y otro mayor pero muy pequeño, de entre dos y tres años (eso le calculaba Luisa, lo había visto vestir aún pañales bajo sus pantalones cortos), que guardaba el cochecito como un soldado, minúsculo pretoriano sin armas; y no sólo era rumana o bosnia la joven, o tal vez húngara -aunque eso más improbable, muchos menos en España-, sino que sobre todo parecía gitana. No contaría más de veinte años, y los días que allí mendigaba (no eran todos, o no siempre coincidía Luisa con ella), estaba siempre con sus dos críos, no tanto para inspirar más lástima cuanto -interpretaba Luisa- porque no debía de tener dónde ni con quién dejarlos. Eran parte de ella, tanto como sus brazos. Eran su prolongación, la joven era con ellos como el perro era sin pata, según la visión de Alan Marriott cuando decidió asociar en su imaginación el suyo a aquella otra chica gitana, y juntos se le representaron como pareja espantosa.
La rumana pasaba horas de pie a la puerta del hipermercado, algún rato se sentaba en los escalones de entrada y mecía desde allí el cochecito sobre la acera, el niño mayor de vigía. Si Luisa se fijó no fue meramente por el tableau vivant, por el cuadro, bastante eficaz en cualquier caso, pero también muy reiterado pese a que hoy esté prohibida la presencia de niños en los limosneos. No es Luisa de las que se apiadan de todo el mundo, como yo tampoco. O tal vez sí, pero no hasta el punto de echar mano al bolso, o yo al bolsillo, cada vez que nos cruzamos con un indigente, no daríamos abasto en Madrid, no se gana lo bastante para tamaño dispendio, nuestras desaprensivas autoridades zafias trasladan sin cesar a la ciudad más grande, y sueltan sin más por sus calles, a oleadas de indocumentados que desconocen lengua, territorio y costumbres -gente recién colada por Andalucía o por las Canarias, o por Cataluña y las Baleares si proceden del Este, a la que ni siquiera sabrían a qué países mandar de vuelta-, y que allá se las compongan sin papeles y sin dinero, la cantidad de pobres siempre en aumento, y además pobres desconcertados, desorientados, extraviados, errantes, ininteligibles, sin nombre. Así que Luisa no reparó en el grupo en tanto que grupo lastimoso en sí mismo, como hay tantos, sino que los individualizó, le llamaron la atención la joven bosnia y su centinela niño, quiero decir que los vio a ellos, no le parecieron indistinguibles ni intercambiables como objetos de compasión, vio a las personas más allá de su condición y su función y sus necesidades, éstas sí tan extendidas y compartidas. No vio a una madre pobre con unos niños, sino a aquella madre concreta con aquellos niños concretos, con el mayor sobre todo.
'Tiene una carita tan despierta y tan viva', me dijo de él. 'Y lo que me da más pena es su disposición a ayudar, a cuidar de su hermano, a ser de alguna utilidad. Ese niño no quiere ser una carga, aunque no tenga más remedio que serlo, apenas puede valerse aún solo para ninguna cosa. Tan pequeño como es, quiere participar, quiere colaborar, se lo ve tan cariñoso con el bebé y tan atento a lo que pueda ocurrir y a lo que va ocurriendo. Pasa allí muchas horas, sin nada con lo que entretenerse, sube y baja los escalones, se columpia un poco de la barandilla, intenta mecer él el cochecito pero para eso no tiene fuerzas. Esas son sus mayores diversiones. Pero no se aleja mucho de la madre nunca, no por falta de espíritu aventurero (se lo ve tan despierto), sino como si tuviera conciencia de que eso supondría añadirle una preocupación a ella, y se ve que procura facilitarle las cosas lo más que puede, o lo más que sabe, y no sabe mucho. Y a veces les hace caricias en las mejillas, a la joven o al hermanito. Mira en todas direcciones, hacia todos lados, está muy alerta, estoy segura de que a sus ojos tan vivos no se les escapa la aparición de un transeúnte, y a algunos debe de recordarlos de una vez para otra, a mí ya probablemente. Me da pena esa actitud tan responsable, tan afanosa y participativa, esa enorme voluntad de ser útil. Aún no le toca.' Hizo una pausa y luego añadió: 'Fíjate qué absurdo. Hace nada no existía y ahora está lleno de preocupaciones que ni siquiera comprende. Quizá por eso tampoco le pesen, se lo ve alegre, y lo quiere mucho su madre. Pero debe de ser injusto, además de absurdo'. Se quedó pensativa unos segundos, acariciándose las rodillas con ambas manos, se había sentado en el borde del sofá a mi derecha, acababa de volver de la calle y aún no se había quitado la gabardina, en el suelo las bolsas con lo que había comprado, no había ido derecha a la cocina. Sus rodillas me gustaron siempre, con o sin medias, y por suerte me eran visibles en casi todo momento, solía vestir con falda. Después dijo: 'Me recuerda un poco a Guillermo, cuando era así de pequeño. También en él me daba lástima eso, no es sólo porque estos sean pobres. Verlo tan impaciente por incorporarse al mundo, o a las responsabilidades y a las tareas, tan deseoso de enterarse de todo y de echar una mano, tan consciente de mis esfuerzos y de mis dificultades. Y también de los tuyos aunque te viera menos, aún más intuitivamente, te acuerdas. O más deductivamente'.
No me lo preguntaba, me lo recordaba tan sólo, o afirmaba mi recuerdo. Yo seguía aordándome incluso en Londres, cuando no veía al niño, y empezaba a temer por él, era muy paciente y protector con su hermana y a menudo compartía de más y cedía, como quien sabe que lo noble y recto es que cedan siempre los fuertes ante los débiles no tiránicos o no abusivos, un principio hoy anticuado, porque hoy suelen ser desalmados los fuertes y despóticos los débiles; era también protector con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me sentía desterrado y solitario y lejano, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su ojo y su oído siempre despiertos. Y los que quieren jugar limpio a ultranza, incluso cuando combaten y está en peligro su supervivencia o la de sus seres queridos imprescindibles, sin los cuales tampoco se vive, o ya no enteramente.