Así que dije innecesariamente, en parte por vicio menor o venial y en parte por irresistible afán de improvisada broma, alzando la voz como si fuera una autoridad de algún tipo, policial o funcio-narial o laica, y dirigiéndome a las ocho usuarias de los gabinetes, sus pies tenían algo de composición coreográfica, de pausa momentánea en medio de un medido baile, y nada más oírse mi voz masculina y allí incongruente vi el movimiento instintivo y simultáneo de siete pares de piernas que se juntaron o se cerraron, quiero decir cada par por su cuenta, sólo no cambiaron de postura las dos que estaban desnudas y con los tobillos desembarazados de toda prenda, su dueña sería por fuerza extranjera y tal vez compatriota mía, la depilación era perfecta. Había un cierto olor no penetrante de segregaciones y humores en aquel espacio (no, no era a orina, curiosamente, por suerte), sin duda sexuado y para mí infrecuente, mezclado con el de las colonias y perfumes varios de las mujeres a menudo más aseadas que los varones aunque no siempre (y entonces son tan haraganas y sucias como la agente de SMERSH Rosa Klebb, menos mal que era ficticia y así el pobre Nin no la habría podido tener en la realidad de amante), y el conjunto no me era en absoluto desagradable. Así que dije esto, maldita la falta que hacía para mis propósitos, reconozco que fue por juego y por gusto:
– Disculpen la intrusión, mis queridas señoras -llamarlas en seguida 'my dear ladies' me pareció que las tranquilizaría, dentro del sobresalto-, pero andamos buscando a un carterista muy habilidoso para detenerlo. -'A very skilful pickpocket’ esa fue la locura que dije, además me sonó anticuada nada más soltarla, como de los años treinta o incluso de Dickens (un pickpocket), pero hablar de un maníaco o de un terrorista (no digamos de una bomba oculta) habría sembrado el pánico y quizá las mujeres habrían salido precipitadamente, sin subirse como es debido las medias o los pantalones y manchándose con alguna gota, no quería ponerlas en situación desairada ni hacerlas ruborizar ante testigos, aunque fuéramos yo y ellas mismas-. Supongo que no es así -añadí con tanta circunspección y neutralidad como fui capaz de imitar, cuánto ayudan las películas a los que decidimos aprender de ellas desde la primera tiniebla-, pero les ruego que me confirmen que en efecto no hay ningún hombre escondido ahí dentro, en las cabinas. Verán, desde aquí se ven dos pantalones, y no todas las piernas son… -No seguí por ahí, me temo que iba a decir algo así como 'inequívocas'-. Si son tan amables de responderme, una por una, se lo agradeceré enormemente y me marcharé en seguida.
Me imagino que un verdadero policía se habría esperado hasta que salieran, para cerciorarse, pero claro está, yo no lo era ni andaba tras ningún pickpocket. Oí una risa involuntaria o fueron dos a mi espalda, en la zona de los espejos, la mayoría de las mujeres ven más fácilmente la gracia a las cosas que pueden tenerla, sobre todo si es cuestión de mirarlas con ligereza o como si ya hubieran pasado y sólo cupiera contarlas sin más consecuencias (sin más sobre lo acaecido, porque casi siempre las trae nuevas el cuento). Tras un par de segundos de desconcierto probable, las voces femeninas fueron contestando desde el otro lado de sus portezuelas, unas con mayor sumisión que otras y nada más que una irritada; pero si la gente se deja hoy registrar por las buenas en cualquier aeropuerto u oficina pública, y se descalza y aun se desviste obediente a la orden de un aduanero torvo, no es extraño que admita importunaciones e interrupciones e impertinentes preguntas hasta en medio de sus ocupaciones íntimas. 'No', 'Por supuesto que no', '¿Está usted loco? Lárguese', 'Aquí no hay nadie, señor', fueron las respuestas, y sólo una se apartó de las negaciones simples: la mujer sin visibles medias ni bragas, la que no había juntado más las piernas al oírse mi voz de hombre, abrió lentamente su portezuela hacia fuera con un leve chirrido, y me contestó, mirándome desde su asiento:
– You come and see. -Eso dijo, 'Venga usted a verlo'. O 'Ven tú a verlo' (aunque en inglés no se distingan, debió de ser más bien esto último, en su mente).
La frase era demasiado breve y carente de aristas para notarle o no ningún acento, quizá el sonido k de 'come' no fue aspirado y fue por tanto extranjero a Inglaterra y aun a la Commonwealth y a las demás antiguas colonias, pero no me pude fijar mucho, no estaba por las precisiones fonéticas, la visión me turbó, por eso fue tan breve como la frase o casi, yo mismo volví a cerrarle la puerta raudo, no tanto como abrí aquella mañana la del despacho de Pérez Nuix y Mulryan para encontrarla a ella secándose desnudo el torso, no con brío, no de una ráfaga, más bien se pareció al modo en que se la cerré a mi compañera unos segundos más tarde, de un solo movimiento resuelto pero mirando y aun memorizando la imagen, duró doce segundos que conté en el recuerdo, la del lavabo de damas no llegó ni siquiera a eso, yo creo, empujé la portezuela muy pronto a la vez que balbuceaba, seguramente no con la voz sino sólo con el pensamiento: ‘I can see well enough, thank you very much indeed'; y era cierto, bien podía verlo, que estaba allí sola y sentada, no había tenido el remilgo de tantas mujeres que evitan posarse del todo en la tabla y orinan cernidas por así decirlo -a poca distancia pero en el aire-, en los lugares públicos les da asco o grima ese contacto, ignoran quién las habrá precedido y en el mundo hay todo tipo de gente desaseada y haragana y sucia y también la hay ponzoñosa, en cualquier ambiente por muy chic que sea, por doquier hay contagios y mucho pringue. Aquella mujer no era precavida, sobre todo teniendo en cuenta que no debía de usar ropa interior: no era que las bragas hubieran quedado a la altura de unas ligas o apenas bajadas, sino que no las había, eso comprobé o descubrí al ofrecerse la figura entera a mi vista más elevada, los muslos tan desembarazados de prendas como los tobillos, la falda estrecha subida hasta arriba, hasta las ingles y las caderas y arrugada por tanto (tampoco habría demasiada tela, a buen seguro sería tirando a corta), una falda de tubo blanca, los zapatos de tacón fino pero potente eran del mismo color, veraniegos y como de los años cincuenta, la década de mejor gusto general femenino, muy bonitos aunque inesperados en Londres y fuera de la estación que más los toleraría como le pasaba a la falda, le vi el bulto o la mancha amarilla bajo la que sostén no había, una blusa de escote redondeado y mangas casi imaginarias -mangas como muñones, por la parte exterior le cubrían el arranque de los brazos tan sólo y poco más que las axilas por la interior, eso deduje-, lo turbador eran los muslos robustos, fuertes y tan al descubierto -tanto-, no gruesos sino compactos y densos, como si la carne llenara toda la superficie hasta el borde del estallido, sin nada de grasa superflua pero sin desaprovechar un milímetro de la piel ceñida como envoltorio tirante, se iban ensanchando debidamente en su crecimiento o camino hacia las caderas e ingles y hacia el pico oscuro que se me mostró (lo distinguí, creí verlo), me parecieron caderas vagamente centroamericanas o quizá es que también remitían a esos años cincuenta en que se apreció lo muy curvo, o bien fue que la melena rizada y los enormes pendientes -eran aros, de amplísima circunferencia- le conferían un aire tropical que no tenía por qué ser auténtico pese al color de su desnudez dorada -nunca británico, ni de la Commonwealth casi entera-, podía tratarse de una mera opción, del disfraz escogido para una noche de discoteca eterna, lo mismo que De la Garza creía haberse vestido de rapero negro y a la postre iba de torero ucrónico o de goyesco absurdo.