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Sí, tal vez Wheeler se habría abstenido de tomar la palabra en el famoso último día: habría desdeñado exponer su caso, y abrumar al cansado juez con sus razones argumentadas y la enumeración de sus hechos notables o con su completa historia desde el nacimiento, y solicitar o esperar justicia o la ultrajante misericordia, de haber él vivido y muerto en los tiempos en que ese día aún tenía vigencia para la mayoría de los humanos. Quizá habría preferido acogerse a la fórmula Miranda de los detenidos en América (me fue una vez recitada, imperfectamente), quiero decir crearla avant la lettre y claro que sin ese nombre en medio de aquel gran baile, de modo que su beneficio o perjuicio no habrían trascendido a los vivos en ningún caso (no quedaría en realidad ya ningún vivo, en esa jornada, caí en la cuenta, y sería todo après la lettre). Puede que Wheeler hubiera guardado silencio y así le hubiera ahorrado a ese juez un trago o dos, media cachimba, dejándole la tarea en cambio de la ordenación y el recuento, al fin y al cabo lo había visto ya todo y lo había oído, a él no hacía falta contarle con inevitables vergüenza y esfuerzo, sería tirar el tiempo aunque allí ya no lo hubiera o sólo ese tiempo absurdo que sí tendría comienzo pero carecería de término. Y de haber sido interrogado, o si el juez lo hubiera instado a defenderse o a alegar algo -'¿Qué tienes que decir a esto, Peter Rylands y Peter Wheeler, de Christchurch en la Nueva Zelanda?'-, ni siquiera habría respondido 'Nada', sino que habría sostenido el silencio, rehuyendo la careless talk hasta el último instante, también esa y aun en medio de tanta, porque aquel sería el día supremo de la charla indiscreta y la conversación imprudente, de la locuacidad y la verborrea y las cantadas de plano, el instituido para los reproches y las justificaciones máximas, las acusaciones y los descargos, las excusas, las apelaciones, los mentís furiosos y los testimonios sesgados, para algún perjurio iluso y los múltiples chivatazos ('Oh no, yo no quería, yo fui ajeno', 'A mí que me registren', 'Yo no he sido', 'A mí me obligaron con amenazas', 'A mí me pusieron una pistola en la sien, tuve que hacerlo', 'La culpa fue de él, fue de ella, fue de ellos, fue de todos excepto mía'); el día más indicado para quitarse de encima los infinitos muertos y echárselos a los otros siempre. Sí, quizá Wheeler habría renunciado a participar en ese guirigay del mundo, y a jugar ninguna baza en la descompensada partida: 'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate'.

Eso había hecho Sir Peter Wheeler, callar de entrada, cuando por fin les había preguntado a él y a la señora Berry, durante el almuerzo de aquel domingo o más bien a los postres, poco antes de levantarme para irme yendo hacia la estación y regresar ya a Londres, por la mancha de sangre de su escalera en lo alto.

'Antes de que se me olvide', les había dicho aprovechando una pausa, de las que preludian o acercan las despedidas, 'anoche limpié una mancha de sangre en lo alto de la escalera, al final del primer tramo, cuando subí a mi habitación.' Y señalé hacia los primeros peldaños con el pulgar vuelto. En realidad había sido al bajar con From Russia with Love como un tesoro, el ejemplar dedicado a Wheeler por el antiguo Comandante Fleming de la División de Inteligencia Naval ('… who may know better. Salud!'), pero eso daba lo mismo y prefería que Peter no me tuviera por chafardero, como dicen en el castellano de Cataluña. 'No sé de qué era, pero no era pequeña, ¿ustedes tienen idea?'

Fue la señora Berry quien contestó, cuanto más rara una pregunta más exige una respuesta inmediata, aunque ésta sólo consista en repetir palabras.

'¿Una mancha de sangre?', dijo, y se le enarcaron por sí solas las cejas, sin aparente orden previa. Y al instante añadió con leve enojo: 'Cómo es posible que yo no la viera, al subir a mi cuarto, si además no era pequeña', y así pareció desviar en seguida el asunto hacia una posible negligencia suya. '¿En lo alto de la escalera, dice usted, Jack? Qué extraño.' Y miró con aversión hacia los peldaños bajos que yo había señalado, como si aún pudiera ser visible aquello de lo que la enteraba -pero también la enteraba de haberlo borrado-, y en el sitio inadecuado. 'Cuánto lo lamento, Jack, que tuviera que molestarse.'