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Una de las tres habría subido al primer piso en un momento desafortunado, habría perdido o soltado su gota sin percatarse de ello, lo mismo que la centroamericana que me había contestado 'Gracias', eso indicaba que la de su zapato no la había descubierto antes de que yo se la señalara. Era improbable, sin embargo, una conjunción de esos factores durante la fiesta de Wheeler, y ni siquiera sabía si algo como la desprevención y la consiguiente mancha en el suelo era técnicamente posible (técnica o fisiológicamente, por decirlo de algún modo). Me di cuenta de que en Londres no contaba con ninguna amiga ni amante estable a quien preguntarle al respecto, nadie con quien tuviera suficiente confianza, en Madrid sí, en mi vida normal le habría consultado a Luisa en primer lugar, también estaba mi hermana, y viejas amigas y antiguas novias, old flames como Beryl de Tupra o lo era Tupra de Beryl, ella más indiferente a su pasado. 'Mi vida normal': no acababa de hacerme a la idea de que ya no lo era, había sido expulsado de ella o mi tumba estaba allí bien hundida, cavada hasta lo más hondo; aún conservaba la sensación engañosa de que aquel otro país era un paréntesis, de que aquella segunda estancia inglesa era vida no vivida del todo, esa que no cuenta mucho y de la que apenas si se responde, o sólo al celebrarse el gran baile cada vez más inverosímil -seguramente hoy abolido, cancelado hasta nuevo aviso o más bien nueva creencia-, del tiempo que ya no es tiempo o está helado y sin transcurso. ('Cuan largo me lo fiáis', exclamábamos los españoles irónicos ante perspectivas tales, parafraseando a Don Juan en el verso de un contemporáneo de Marlowe; ahora se dice menos pero todavía es posible oírlo, cuando el tiempo no es temible y parece que no llegará lo anunciado, de tan lejos.) Quizá aquel periodo mío resultara provisional a la postre, pero nada es nunca provisional ni es periodo mientras no concluye y se cierra, y mientras eso no ocurre el paréntesis se convierte en la frase principal, dominante, y al leer uno se olvida hasta de que se abrió su signo.

Dos días después llamé a Luisa pese a lo extemporáneo de la consulta, y aun lo extravagante. Con una hermana da más apuro referirse a estos asuntos: aunque ellas sean la primera novia, lo son cuando aún no hay sangre, esposa niña solamente. Llamé a Luisa y la encontré en casa, no hubo lugar a mi nerviosismo; sonó un poco sorprendida (no era jueves ni domingo), pero no incomodada. Me interesé por los niños rutinariamente, por su salud y la de ella, y en seguida me justifiqué: 'Te llamo para hacerte una consulta', dije. 'Dime', contestó bien dispuesta. Así que le pregunté, tras un preámbulo y dos disculpas, si era posible que a una mujer sin ropa interior inferior, a la que pillara desprevenida la regla, le cayera una gota de sangre al suelo, estando de pie o caminando ('Sí, no sé, o subiendo una escalera', rematé sin necesidad, para completar el absurdo cuadro). Hubo un breve silencio durante el cual temí que me colgara sin más o me sugiriera buscar mi juicio en paradero desconocido, pero lo que vino luego fue una carcajada amigable, conocía bien esa risa, la divertida, la bienhumorada, la inevitable en ella cuando algo le hacía verdadera gracia. En ese momento vi con claridad su cara, y qué simpática era esa cara (la vi con los ojos de la mente, allí en Londres, o bien con los de la memoria, a través de mi ventana).

'Pero qué pregunta es esa', dijo aún entre risas. '¿Estás escribiendo una novela o qué, un anuncio de compresas? ¿O es que ahora te tratas con descuidadas? Espero que no, porque habría que serlo bastante, para que le pasara a uno eso que dices.' Y se oía su jovial sonido.

Me dio tiempo a pensar que, si estaba contenta, tal vez era por oír mi voz fuera de horarios, o porque ya se le delineaba del todo la figura que me sustituiría -el adulador piadoso que se desliza dentro, el irresponsable juerguista que se queda fuera, el suspicaz dominante que la acaba encerrando; yo prefería al segundo, hipotéticamente, pese a su cabeza a pájaros; pero no iba a requerirse mi opinión, eso seguro-. Nunca le preguntaba al respecto, como tampoco me interrogaba ella a mí por mis andanzas, sólo una vez me había dicho: 'Espero que no estés muy solo, ahí en Londres', y eso no era una pregunta, exactamente. 'Nada más que lo esperable', había contestado yo en seguida, sin decir ni sí ni no, y en todo caso desdramatizando. Y me dio tiempo a pensar que si hablaba así de 'descuidadas', podía significar que tenía curiosidad por saber si me trataba con mujeres en situaciones tan íntimas como para que anduvieran en mi presencia sin bragas (claro que eso era posible siempre con mi total ignorancia del escamoteo). Y eso podía significar a su vez que el hecho no le era indiferente y que acaso le escociera un poco, o bien que le diera lo mismo y por eso me las mencionara de modo tan desenfadado, tal vez incitándome a frecuentarlas, o a reclutarlas y que no faltaran. Ya no tenía la menor idea de cómo me consideraba ahora, si sentía por mí mero afecto apaciguado o aún le cabían borrascas, de qué lugar me adjudicaba, si seguía esperando a que se disipara mi olor del todo y me convirtiera en fantasma (en uno bien avenido, o de los que no se malquistan ni abusan y conceden espaciar sus rondas) o si ya estaba completo el proceso y mis sábanas rasgadas para hacer tiras o paños. En realidad casi nunca sabemos nada de lo que nos atañe directamente, por mucho que interpretemos y conjeturemos y yo lo hacía sin pausa, quizá estaba malgastando mis días en el edificio sin nombre, creía contribuir allí en algo y sin querer estafaba: quizá trabajaba en vacuo. Y además, luego, en resumen, había tenido miedo, miedo de Tupra y miedo a fallarle, y desconfianza de mí mismo, también eso (lo había descubierto todo sólo un par de noches antes, la noche de los Manoia). Me pagaban por hacer apuestas sobre el comportamiento futuro de las personas y sus probabilidades, y ni siquiera veía el rostro -el de hoy, el de mañana; sólo veía el de ayer, con ojo mental y tuerto- de quien mejor conocía, había vivido bastantes años con Luisa y en mis hijos disponía de más datos complementarios, ella se prolongaba en ellos y los hijos son transparentes mientras aún son los niños nuestros, después se acorazan o huyen o se envuelven en sus nieblas. Ahora ignoraba hasta cuál sería su peinado, el de Luisa (y tanto dice de las mujeres cómo llevan o se recortan el pelo), y ni a mí mismo me veía; pero esto último importaba menos, pues a fin de cuentas era cierto lo que apuntaba aquel texto relativo a mi nombre que había leído medio a escondidas en el fichero: eso nunca me había interesado ni preocupado nada. Un enigma poco digno, una pérdida de tiempo.