Fue a De la Garza a quien le oí la palabra bottox mientras esperábamos a Tupra en el amplio cuarto de baño de los discapacitados, al que éste me ordenó volver con el agregado, llevármelo allí y aguardar su venida, en cuanto él hubiera restituido la señora al marido, llevarme a Rafita a aquel espacio vacío y allí retenerlo o entretenerlo hasta que Tupra se nos uniera, prefería ser él quien se encargase ahora, estaba claro, debió de juzgarme atontado y lento y nada práctico en las emergencias, quizá también con escaso arrojo. Yo no había empleado, creo, más de cinco minutos en entrar y salir de los tres lavabos uno tras otro, pero sin duda le parecieron más de la cuenta a quien tenía por norma ser intransigente con las contrariedades.
Una vez fuera del de las damas me acerqué a la pista de baile más frenética y concurrida y entonces vi venir a Tupra o a Reresby en mi dirección desde su mesa, abriéndose paso con agilidad entre los noctámbulos -sabía ser escurridizo y así no pringarse con sus perfumados sudores-, habría dejado solo a Manoia y no le habría gustado tener que hacerlo y que interrumpir por tanto sus persuasiones o sus propuestas, llevaba la mirada alerta, tanto como yo la mía, al avistarnos simultáneamente percibí en la suya un chispazo de reconvención e incomprensión mezcladas ('Cómo es que no te los traes ya contigo, aún no has dado con ellos, te he pedido que aligeraras', me dijo con sus pupilas casi tan pálidas como sus iris a veces, o fue con sus pestañas tan lustrosas y densas que se tornaban lo predominante cuando le daba menos luz que sombra); pero no había tiempo para espaciarse en eso, de modo que al instante aunamos ojos para ser cuatro buscando, y fueron los suyos los primeros en divisarlos, me los señaló con un dedo irritado, a Flavia y a De la Garza, como quien alza el cañón de un arma.
Estaban en medio de la pista rápida bailando muy locamente, pidiendo sendos exorcistas y espantando a alguna gente que sin duda los veía como elementos extraños (a ella por edad, a él por peligro), aquel baile no admitía el agarrado clásico ni tampoco el aproximado, así que De la Garza no estaba sometido al tormento de los conos enhiestos o picahielos horizontales que ya habíamos probado ambos, sino que de hecho era él -y eso fue lo que nos provocó gran alarma y nos impelió a intervenir sin más dilación ni contemplaciones- quien ahora azotaba a la señora Manoia, casi literalmente o sin casi, y lo más sorprendente era que ella no parecía dolerse de los zurriagazos involuntarios -eso creí, no sé si Tupra- que aquel capullo mayúsculo le propinaba en su danza, hacía falta ser un capullo de nivel máximo para ponerse a bailar de aquella forma salvaje, a poca distancia, dando vueltas a lo Travolta, ofreciéndole a su pareja tanta nuca como cara, sin haber previsto que la redecilla vacía, sin coleta ni melena llenándola ni peso alguno para contenerla o frenarla, con tanto movimiento veloz y brusco podía convertirse en un látigo, una correa, una tralla descontrolada; de haberle puesto en la punta algún adorno metálico, habría sido directamente como las boleadoras de un gaucho o el knut de un cruel cosaco, por suerte no la había rematado con herretes ni bolitas ni cascabeles ni púas ni nada, eso habría hecho picadillo a Flavia; aun así me estremecí, porque semejante ocurrencia habría cabido de sobra en su despoblado cerebro, y habría sido muy propia de un chorras de su calibre: disfrazado de rapero negro y de torero napoleónico, de pintor majo Meléndez en su autorretrato del Louvre y de adivinadora zíngara con su aro preceptivo tintineando y bailándole (todo a la vez, un ser confuso). 'Es que le daría de tortas y no acabaría', ese fue mi pensamiento único, breve y simple, de aquel instante. Cada vez que giraba, su redecilla maldita fustigaba lo que de Flavia quedara a su altura y a su alcance, por fortuna las más de las veces el flagelo le pasaba a ella por encima del pelo o quizá eran postizos varios, al ser De la Garza más alto; pero aún nos dio tiempo a ver cómo en un par de ocasiones, al agacharse el agregado un poco en sus febriles remolineos, la redecilla le cruzaba el rostro a la señora Manoia, de oreja a oreja. Sólo la visión ya escocía, por eso era tan incomprensible que ella no pareciera enterarse, por muchas capas de maquillaje que le pudieran amortiguar los trallazos: me recordó fugazmente a esos boxeadores con enorme capacidad de encaje, esos que ni pestañean al recibir la primera tunda -una verdadera lluvia de golpes-, aunque todo suele ser cuestión de que les castiguen -y por fin les abran- un pómulo o una ceja.
No esperamos a que terminase la fiera pieza de música. Invadimos la pista en seguida y, agarrándolos por los hombros con firmeza y tiento (Tupra se fue por Flavia y yo me fui por el capullo, no hizo falta que lo habláramos), los paramos a los dos en seco. Vimos sus caras de gran desconcierto, y también vimos -al estar ya encima de ellos- que la señora Manoia llevaba en la mejilla una marca, una erosión de la soga, un arañazo del látigo, no le había brotado sangre pero resultaba apreciable, como si fuese una raspadura, me recordó a la huella que les queda largo tiempo en el cuello a los ahorcados de los westerns (a los ahorcados frustrados; y bueno, tampoco tanto, lo de ella se iría pronto), no iba a gustarle eso a Manoia cuando lo descubriera, vi en una mueca de Tupra que él estaba pensando lo mismo y oí el chasquido de su lengua, ella ni se había dado cuenta, sería por la exaltación de la danza, no acababa de explicármelo.
– La acompaño al lavabo, a ver si eso tiene remedio o puede disimularse -me dijo señalando la marca. Y a ella, inmediatamente-: Te has hecho un poco de daño en la cara, Flavia. -Y se pasó el dedo por su propia mejilla-. Vamos al cuarto de baño, yo te espero fuera. Lávate ese rasguño, anda, y quizá puedas maquillártelo, ¿sí? Se va a preocupar Arturo, si no. Te quiere ya allí, que vuelvas. ¿Duele? -Ella se llevó la mano a la cara y negó con la cabeza, estaba como pensativa o era sólo aturdida. Y a continuación Tupra se dirigió a mí de nuevo para darme esta orden, hablaba rápido pero con calma-: A él llévatelo al de los tullidos y esperadme allí los dos, no tardaré mucho. A ver si adecentamos esa herida un poco, no parece que haya corte, y se la devuelvo al marido un momento. Retén a este mamón mientras tanto, serán cinco minutos, no más, pon siete. Rétenlo allí hasta que yo llegue. A este tarado hay que neutralizarlo, hay que anularlo.